Authors: John Darnton
Tizzie movió la cabeza, como admirada de la maravillosa amplitud del sistema legal.
—En este asunto hay de todo. Desde delitos castigados con la pena capital, hasta fraude fiscal e incluso uso ilegítimo del correo. Esto último suelen añadirlo como propina.
»Y, naturalmente, las personas para las que trabajo, saben lo que yo estoy haciendo. Incluso saben de ti.
—¿De mí?
—Desde luego. No creerás que he venido aquí sola y sin contactos. ¿Por qué crees que doy esos paseos por la noche? Como me suceda algo malo, las consecuencia serán muy graves para vosotros.
Ahora saltaba a la vista que Alfred estaba preocupado. —Por una cosa así podrías pasar una buena temporada a la sombra. Y tú ya estás metido en bastantes líos.
—¿Para quién trabajas? —preguntó arrastrando las palabras.
«Hay que pedir otra ronda», se dijo Tizzie, y le hizo seña a la camarera.
—Me gustaría poder decírtelo. De veras. Pero nos hacen firmar una serie de documentos por los que nos comprometemos a guardar en secreto nuestras actividades. Noto en tus ojos que no terminas de creerme. Pero hay un modo de verificar que te estoy diciendo la verdad. Mi contacto se llama Raymond. No hace falta que hables con él. Basta con que te des cuenta de quién responde al teléfono. Verifica que el tal Raymond existe.
Tizzie anotó el número de Raymond en una servilleta de papel. Había llegado el momento de hurgar con el cuchillo dentro de la herida.
—Las cosas se te podrían poner feas en la cárcel, con ese pelo tan rojo que tienes. El cabello de ese color llama mucho la atención. Hace que todos hablen de ti. Y, teniendo en cuenta cómo son algunos de los reclusos, lo más probable es que actúen como los toros bravos cuando les ponen un trapo rojo delante.
Alfred se levantó y fue con paso vacilante al servicio. Al regresar parecía demudado.
Creo que ya está en mis manos, pensó Tizzie.
—¿Sabes lo que estoy pensando? —siguió—. Que posiblemente ésta haya sido tu noche de suerte. Encontrarme donde me encontraste quizá sea lo mejor que te ha sucedido.
Él la miró, irritado, confuso, inseguro.
—Tal vez yo pueda ser tu salvadora —continuó ella poniéndose en pie y casi derribando el vaso de agua lleno de vodka que había en el suelo—. No tienes que hacer nada ni decir nada —añadió persuasiva—. ¿Qué tal si volvemos a la pensión y consultas con la almohada? Quizá por la mañana, con la cabeza más despejada, te parezca adecuado llamar al número que te di antes. Después de eso hablaremos y veremos qué se puede hacer.
Salieron del bar de carretera y ella tendió una mano hacia su compañero.
—Dame las llaves del coche. Será mejor que yo conduzca. Tú has bebido demasiado.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, Tizzie vio con satisfacción que Alfred tenía un aspecto espantoso. Su cabello, normalmente tan repeinado, estaba revuelto, y sus ropas, siempre impolutas y recién planchadas, se hallaban arrugadas, como si el hombre hubiera dormido vestido. La joven se fijó mejor y llegó a la conclusión de que había sido así. Alfred llevaba la misma camisa y los mismos pantalones de la noche anterior. Además, tenía los ojos enrojecidos.
Tizzie lo dejó desayunar en paz y luego propuso una excursión sabatina. Él accedió mansamente. Fueron en coche hasta el pequeño puerto situado en el centro de la ciudad, que estaba lleno de embarcaciones de polícromas velas. Allí compraron dos billetes y abordaron un ferry que los llevaría hasta Island Beach, que se encontraba a kilómetro y medio de distancia, en la ensenada de Long Island.
El día de julio era radiante. Se sentaron en cubierta y dejaron que el sol los acariciase. El cielo era de un azul cristalino. Las lanchas a motor pasaban petardeando junto a ellos, en dirección a mar abierto. A ambos lados de la bahía se veían, sobre las verdes colinas, mansiones a lo Gran Gatsby. Cada una tenía su propio embarcadero.
Tizzie miró a los otros pasajeros. Había adolescentes flirteando, parejas entradas en años absortas en sus libros y familias enteras que iban de picnic. Los hombres cuidaban de las bolsas de utensilios y comida, y las mujeres corrían tras los niños. No se veía a una sola persona de aspecto sospechoso.
Sintió que se le desgarraba el corazón. Ver a todas aquellas familias le producía una turbadora sensación de soledad. El tiempo pasaba para ella casi tan de prisa como para aquellas células del laboratorio.
Miró a Alfred a los ojos.
—¿Qué? ¿Anoche estuviste despierto hasta las tantas, pensando?
Él la miró con algo muy similar al odio. —Llamé al número que me diste. No hablé con el tipo, pero lo que dijiste era cierto. —Bien. Empecemos.
—No sé nada de las otras cosas que mencionaste. Yo sólo estoy al corriente de la parte científica del asunto.
—Bien, pues hablemos de esa parte científica. ¿Tú también tienes tu clon?
A Tizzie le producía una sensación de irrealidad estar preguntando aquello mientras cruzaban en un ferry la ensenada de Long Island en una luminosa mañana de sábado. —No —contestó Alfred.
Tizzie no pudo discernir si el hombre decía o no la verdad. —Entonces, explícame una cosa. Tú y yo trabajamos con células. Algunas son jóvenes y saludables, otras son viejas y están enfermas. Anoche vi células de una tercera clase. Se morían tan de prisa que parecía que se estuviesen suicidando. Estaban anegadas de telomerasa. Alguien modificó esas células, ¿verdad? Alfred miró hacia el horizonte y suspiró. —Hablamos en hipótesis —dijo al fin—. ¿Entendido? —Sí.
—Sólo me referiré al aspecto científico. A abstracciones. —Explícame cómo llegó allí la telomerasa. Alguien la puso. Alguien que investiga para conseguir la prolongación del tiempo de vida.
Él la miró sin decir nada y ella se sintió obligada a continuar.
—Es una idea lógica. Lo de añadir telomerasa exógena a las células resulta atractivo. Quiero decir que si las células mueren porque sus cromosomas se acortan en exceso, ¿por qué no añadir unas cuantas enzimas para evitar que el fenómeno se produzca?
—Desde luego —contestó Alfred con voz opaca—. Con ello se intentaba restaurar el equilibrio normal u homeostasis que poseen las células sanas.
—Ya.
—Y, dado que hablamos en hipótesis, ¿cómo podría introducirse esa enzima en las células?
Así que Alfred quería ser el que hiciera las preguntas. Por Tizzie no había inconveniente.
—Lo más probable es que fuera por inyección. Ése sería el método más sencillo. Es lo que hacen los médicos cuando en el organismo de un paciente existe una carencia. Como la insulina que administran a los diabéticos. Puesto que el páncreas no la produce en suficiente cantidad, el paciente se pone una inyección todos los días, en sustitución de la proteína que su cuerpo ha dejado de generar.
»No debe de resultar difícil. Primero, aislas el gen para la proteína. Luego lo introduces en una bacteria, y ésta comienza a producir proteínas con todos sus genes, incluido el nuevo ADN. Se divide, depuras el material conseguido y lo mezclas con un suero de inoculación.
—Demasiado engorroso. Las inyecciones diarias dan resultado durante un tiempo. Ciertamente, son eficaces, pero resultan excesivamente molestas. No olvides que tratamos de conseguir que la gente firme un contrato a largo plazo.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que queremos que la gente se avenga a pagar inmensas cantidades de dinero a cambio de la promesa de que conseguirán una salud y una longevidad sin precedentes. Si quieres conseguir adeptos, has de hacerles una oferta más atractiva que la de pincharse todos los días.
—Comprendo —murmuró Tizzie—. ¿Y cuál es la solución del problema?
—¿Hipotéticamente?
—Desde luego. Hipotéticamente.
—Genoterapia. Terapia genética. Utilizar a la propia naturaleza. Que sean las células quienes hagan el trabajo.
—¿Cómo?
—Es muy sencillo, si sabes lo que te traes entre manos. Para duplicar ADN en un tubo de ensayo se puede utilizar la técnica de la reacción en cadena de la polimerasa. Haces millones de copias de un pequeño segmento de ADN. Luego necesitas un portador para introducir el ADN en las células. Los virus son portadores naturales, ésa es su especialidad. Forman proteínas inyectando su ADN en las células, utilizando a éstas para hacer proteínas de virus y reestructurando luego las proteínas virales. Así que colocas el gen de la telomerasa en el interior de un virus y haces que el virus infecte a unas células. Esas células asimilan el virus y comienzan a producir telomerasa. Tizzie sonrió alentadora. —Haces que parezca fácil.
—Es fácil —dijo Alfred con la vista en el mar—. Y rudimentario. El problema radica en que es tan rudimentario que si la más mínima cosa sale mal, descabala todo el proceso. Y las consecuencias pueden ser devastadoras. —¿A qué te refieres?
—Pues, por ejemplo, a la telomerasa mutante. Un pequeño error en la selección de la proteína original o en la producción de centenares de miles de copias. Cualquier pequeño fallo, cualquier minúsculo cambio en uno de los ladrillos de la estructura, se multiplica por mil, por un millón. Acabas teniendo entre las manos una enzima loca que hace lo contrario de lo que tú quieres que haga. En vez de reforzar los topes de telomerasa, se queda en el interior de las células, haciendo que los cromosomas formen grumos o, peor aún, haciendo que surjan otros nuevos. Y entonces empieza la locura. La enzima mutante se convierte en caníbal y llega a atacar el ADN, partiéndolo en dos con un tajo de carnicero.
Tizzie hizo una pequeña pausa tratando de asimilar la enormidad que su compañero le estaba diciendo.
—Eso fue lo que vi anoche —dijo al fin la joven. —Y lo peor es que, naturalmente, no puedes detener el proceso, porque tú mismo te has ocupado de que siga indefinidamente. E indefinidamente sigue, hasta que al fin hay algo que lo detiene. La muerte celular. Y cuando se produce la muerte celular masiva, el producto se llama progeria. —¿Progeria?
—Vejez prematura. El síndrome de Hutchinson-Guilford. Alfred se volvió. Quedó de espaldas a Tizzie y de cara hacia la isla, que cada vez estaba más próxima.
—Resulta irónico, ¿no? —preguntó—. Tu intención es prolongar la existencia humana y terminas produciendo el Hutchinson-Guilford. ¿Sabes cuál es el promedio de vida de los que padecen el Hutchinson-Guilford?
—No —dijo Tizzie—. ¿Cuál es?
—Desde el nacimiento hasta la muerte, 12,7 años.
Ella lanzó un suave silbido, alargó la mano, cogió a su compañero por el brazo y lo obligó a volverse.
—¿Habéis descubierto algo para combatir ese fenómeno? ¿Una vacuna o algo así?
—No.
—O sea que todos los del Laboratorio, los científicos, sus hijos, mi padre, están muriendo de eso, ¿no?
Alfred asintió con la cabeza.
—Malditos cabrones —masculló Tizzie.
Él permaneció unos momentos en silencio.
—Naturalmente —dijo al fin—, todo lo que hemos hablado era en hipótesis.
—Sí, claro.
—¿Te parece suficiente?
—¿Suficiente?
—Suficiente información. Para salvarme.
Por primera vez, Tizzie sintió algo parecido a la compasión hacia Alfred.
—Creo que sí. Sobre todo, si mantienes la boca cerrada. No le cuentes nada de mí a nadie. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Te lo prometo.
Alfred miró hacia la playa, que ya estaba llena de toallas, sombrillas y bañistas.
—¿Qué tal si nos volvemos en el ferry? —preguntó—. No me apetece nadar.
Tizzie regresó a Nueva York nerviosa e inquieta. No sabía qué debía hacer. Le parecía peligroso seguir trabajando en el Laboratorio de Ciencias Zoológicas y, además, creía que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Dudaba que los investigadores consiguieran domar la enzima mutante. El lugar apestaba a fracaso. Cuando le dijo al doctor Brody que había pensado volver a la ciudad, so pretexto de terminar unos trabajos de investigación que tenía pendientes en la Universidad Rockefeller, el hombre, que estaba en la cafetería leyendo una novela, apenas la escuchó y se limitó a despedirse de ella con un ademán.
La joven se sentía en una especie de precaria semiclandestinidad. No deseaba regresar al apartamento. Recordaba demasiado bien la forma en que tío Henry se había presentado allí sin previo aviso. Por otra parte, si no volvía por su casa y el Laboratorio hacía indagaciones, su comportamiento resultaría inmediatamente sospechoso. Y comenzarían a perseguirla. Así que decidió que se instalaría en su casa y seguiría yendo a su trabajo, como le había dicho a Brody que haría.
Y fue en su apartamento donde la encontró Skyler. Tizzie sólo llevaba en casa unas horas cuando llamaron a la puerta. El sonido le produjo un enorme sobresalto. Al abrir, se encontró con Skyler, que le sonreía tímidamente. Ella le echó los brazos en torno al cuello.
—Dios mío, cómo me alegro de verte —dijo con una emoción tan sentida que a ella misma la sorprendió—. ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo está Jude?
Skyler explicó que habían regresado a Nueva York el día anterior y se habían alojado bajo nombres falsos en un hotel del centro, el Chelsea, esperando pasar inadvertidos entre los roqueros y los trotamundos. Skyler se había apostado en las proximidades del edificio de Tizzie y la había visto llegar, pero había decidido aguardar unas horas antes de subir para cerciorarse de que nadie lo seguía.
Skyler le relató el viaje a la isla, el encuentro con Kuta y el descubrimiento de los niños enfermos y envejecidos en la guardería.
—Creo que eso puedo explicarlo —dijo ella—. Nos reuniremos con Jude y, entre los tres, haremos recuento de todo lo que cada uno de nosotros ha averiguado.
Tizzie le habló del Laboratorio de Ciencias Zoológicas de la Universidad Estatal de Nueva York, y le relató cómo había escapado de las fauces del perro sólo para caer en las garras de Alfred.
Reparó en que Skyler, sentado ante ella, parecía pálido y demacrado. El joven se llevó una mano al pecho e hizo una mueca.
—¿Te sientes otra vez indispuesto? —preguntó Tizzie, y su compañero no pudo sino asentir.
Lo condujo hasta el dormitorio, le quitó los zapatos y lo hizo acostarse. Le puso las almohadas de forma que Skyler pudiera ver la calle por entre los hierros de la escalera de incendios. Le tocó la frente y le dio la sensación de que el joven tenía unas décimas.
Tizzie cogió las aspirinas del botiquín, le dio tres a Skyler, se inclinó para darle un suave beso en la frente y le subió el embozo hasta la barbilla. Luego salió a hacer la compra cargada con un bloc de recetas. En la farmacia de la esquina compró más aspirinas, un termómetro, algodón, alcohol y un frasco de pastillas de nitroglicerina. En un supermercado próximo compró cuatro botes de sopa de pollo y otros alimentos.