Experimento (57 page)

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Authors: John Darnton

Kuta le pidió al dueño del barco, un joven gullah llamado Jonah, que se adentrara en el mar hasta perder de vista la isla, para luego navegar un trecho con rumbo sur y dirigirse por último hacia tierra. Vieron con alivio que ninguna lancha los seguía.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos, el barco llegó a una pequeña aldea de pescadores gullah. Skyler vio con satisfacción que Kuta parecía ser una figura respetada. Ordenó a un joven que fuera a recoger el Volvo de Jude y Skyler, y el muchacho obedeció inmediatamente.

Se acomodaron en torno a una mesa situada en el centro de un terreno baldío. De una casa cercana llegaban deliciosos aromas a sopa de mariscos y pescado frito, los manjares del festín que estaban preparando para ellos. Abrieron cervezas y, mientras la noche caía y las pequeñas luces de las luciérnagas salpicaban la penumbra del anochecer, todos contaron sus historias.

Primero Skyler relató su fuga de la isla y sus aventuras en Nueva York. Después Jude contó su encuentro con Skyler y la gran impresión que le produjo encontrarse con alguien que se parecía tanto a él. Mientras hablaba, los congregados en torno a la mesa los miraban, maravillándose de la enorme similitud entre los dos.

Cuando llegaron las humeantes ollas, todos se sirvieron generosas raciones y abrieron nuevas latas de cerveza. Fue entonces cuando Kuta tomó la palabra. Contó que la noche en que Skyler abandonó la isla, él oyó cómo un grupo de mayores y ordenanzas salían de la casa grande. Antes de que llegaran a su cabaña, corrió a esconderse, después de detenerse en su casa sólo un momento para recoger su trompeta. Los mayores y los ordenanzas registraron la cabaña, y Kuta supuso que buscaban a Skyler.

Luego Skyler desapareció. Kuta se enteró de que Julia había muerto, y presenció su entierro desde lejos, observando con tristeza cómo bajaban el ataúd a la tumba.

Kuta decidió que no seguiría llevando pescado a la casa grande, por lo que dejó de estar informado de lo que allí ocurría. Sin embargo, los rumores que le transmitieron los compañeros que seguían yendo por la casa parecían indicar que en el lugar había un gran revuelo. Se lo estaban llevando todo. Durante días y días estuvieron cargando en barcos cajas y más cajas.

Las cosas alcanzaron su punto crítico con el huracán. Debido a que éste amenazaba ser el peor en muchas décadas, un barco lleno de policías llegó a la isla con órdenes de evacuarla. Por lo que a Kuta le habían contado, los mayores se negaron. Insistieron en que tenían derecho a quedarse allí y se fortificaron en el interior de la casa grande. Pero unos cuantos géminis aprovecharon la ocasión para marcharse, y la policía les dio escolta hasta el continente. Skyler supuso que aquél debió de ser el pequeño grupo de compañeros que le tomó en serio cuando él trató de advertirles de que el Laboratorio era peligroso.

—¿Y sabes qué les ocurrió a los que se fueron? —preguntó Skyler a Kuta.

El viejo movió negativamente la cabeza. A Skyler se le ocurrió una posibilidad que le puso la carne de gallina, una idea tan estremecedora que el joven no se atrevió a expresarla en voz alta: quizá aquellos clones que, como él, decidieron marcharse al continente, eran los que habían sido asesinados por el «ladrón de visceras» del que tanto hablaban los periódicos. Esto al principio le pareció demasiado fantástico, pero cuanto más pensaba en ello, más probable le parecía. ¿Por qué, si no, se molestarían en hacer algo tan horrible como eviscerar-los? Sólo podía ser alguien que fuera igualmente capaz de abandonar a su suerte a los niños de la isla, para que murieran de hambre o de una horrible enfermedad.

Trató de no pensar en aquellas cosas.

Kuta explicó que había oído al
disc-jockey
poner un disco suyo, haciendo de pasada el comentario de que un viejo «amigo de la isla» había vuelto a la ciudad. Kuta supo inmediatamente a quién se refería Bozman.

Tras algunas cervezas más, Kuta los deleitó con unos cuantos solos de trompeta. Pero Jude y Skyler no estaban para fiestas. Se sentían demasiado impresionados por lo que habían visto en la isla.

Aquella noche Skyler durmió en el sótano de una casa de madera situada en las proximidades de la playa. El aire era cálido y fragante, como en los días de su juventud. Jude dormía en una cama pegada a la pared opuesta —Skyler podía oír su acompasada respiración— y Kuta se hallaba en una de las habitaciones de arriba. Por primera vez en mucho tiempo, Skyler se sentía seguro, casi a gusto.

Había algo que lo inquietaba, un comentario que Kuta había hecho poco antes de que todos se retirasen a dormir. No es que fuera gran cosa, pero se le había quedado grabado y no lograba quitárselo de la cabeza.

Una vez todos hubieron contado sus historias, Kuta miró a Skyler, después a Jude, luego otra vez a Skyler, y comentó:

—No dejáis de decir que Skyler es más joven que Jude, pero la verdad es que me parecéis idénticos. Si no me hubierais dicho lo contrario, creería que erais de la misma edad.

Y todos los demás estuvieron de acuerdo: Skyler era idéntico a Jude. ¿Qué había sucedido con la diferencia de edades? ¿Por qué nadie la advertía?

CAPÍTULO 27

Tizzie había oído hablar vagamente de la filial de Purchase de la Universidad Estatal de Nueva York, pero siempre había creído que el lugar era una escuela de artes escénicas. Y, efectivamente, cuando cruzó la puerta sin vigilancia situada en Anderson Hill Road, el primer edificio que la joven vio fue el teatro. Pero la limusina que tío Henry le había enviado, conducida por un taciturno chófer que subió el vidrio de separación entre la parte delantera y la trasera en cuanto ella montó en el vehículo, pasó de largo el teatro y continuó hasta una zona arbolada situada al fondo del campus, donde se alzaba un grupo de edificios aislados del resto. Desde el exterior podría haber pasado por una escuela de comercio, de no ser por la alta cerca de madera que los rodeaba. En el césped frente al edificio, un letrero anunciaba con grandes letras metálicas: ESCUELA SAMUEL BlLLINGTON DE CIENCIAS ZOOLÓGICAS.

El coche se detuvo ante una puerta con barrera situada en el centro de la cerca. El chófer abrió el maletero, dejó el pequeño maletín de Tizzie en el suelo, y, tras indicarle a su pasajera que debía utilizar el intercomunicador situado junto a la entrada, se alejó en la limusina.

Una voz incorpórea le preguntó su nombre y le pidió que esperase. Pasados varios minutos, un hombre corpulento que se cubría con una gorra de vigilante apareció en la puerta, comparó a Tizzie con la foto que llevaba, le franqueó el paso y la condujo a una pequeña caseta situada junto a la entrada principal. Una batería de monitores de televisión indicaba que el lugar era el centro de control del sistema de seguridad.

—Primero tenemos que darle a usted sus credenciales —dijo el hombre, que luego procedió a hacerle unas fotos con una Polaroid—. Tendrá una autorización de seguridad de grado tres.

—¿Y eso qué significa?

—No es una autorización muy alta. En realidad, es la más baja. Pero le permitirá acceder a su edificio y a la cantina.

Tizzie echó a un rápido vistazo a los monitores. Parecía haber cuatro cámaras. Tres estaban situadas en el exterior, y la cuarta se hallaba en el interior de algún edificio, enfocada hacia una puerta que tenía una cerradura de combinación.

El hombre le entregó a Tizzie una tarjeta plastificada con su foto, colgada al extremo de una cadenita metálica.

—Tiene usted que llevarla siempre.

El guardia la hizo salir por la puerta trasera, cruzó con ella un patio y ambos entraron en un edificio de tres pisos de estuco blanco en cuyo interior se percibía un desagradable olor a orina.

—Son los monos —explicó el guardia—. Están en el segundo piso, que es zona restringida. Usted trabajará en el primero. No se preocupe por el olor, terminará acostumbrándose.

A Tizzie no se le había escapado el hecho de que, mientras la acompañaba, el hombre había dejado sola la oficina. Al parecer, pese a las cámaras de televisión y a las tarjetas identificadoras, las medidas de seguridad no eran demasiado estrictas.

El guardia llamó a una puerta. Un cartel indicaba que aquél era el despacho del doctor Harold Brody, el director del Laboratorio de Ciencias Zoológicas. Después de llamar, el guardia se retiró.

—Adelante —dijo una voz masculina desde dentro.

Tizzie esperaba encontrar al doctor Brody leyendo un informe científico o algo así. Pero el hombre estaba sentado a su escritorio, de espaldas a la puerta y con las manos entrelazadas tras la nuca, mirando a través de las lamas de la persiana un desolado paisaje: una extensión de césped con grandes calvas que llegaba hasta la cerca. La actitud de Brody era la de un hombre sumido en la más profunda depresión.

Su apretón de manos fue débil y su atención parecía hallarse en otra parte. Tras un cuarto de hora de hablar de temas triviales, Brody la condujo a lo que iba a ser la «estación de trabajo» de la recién llegada. Una vez allí, le presentó al que sería su compañero, un joven pelirrojo llamado Alfred. Brody le dio a Tizzie unas cuantas instrucciones mecánicamente y se fue.

Tizzie sintió una inmediata antipatía hacia el pelirrojo Alfred, que era más o menos de su misma edad. El hombre era a un tiempo oficioso y adulador, y poco menos que se había postrado ante el doctor Brody. Por otra parte, no se mostró nada amable con ella, e inmediatamente dejó claro que sólo la consideraba una simple y sumisa auxiliar. No dejaba de mirar la tarjeta de identidad de Tizzie, y ésta comprendió el porqué de tales miradas en cuanto le echó un vistazo a la tarjeta de su compañero, cuya autorización de seguridad era de grado uno, lo cual significaba que el hombre tenía acceso a todos los departamentos. La joven hizo como si no se hubiera fijado. ¿Para qué darle la satisfacción?

—¿Qué tal un café? —preguntó Alfred.

—Lo tomaré con mucho gusto.

—No. Quería decir qué tal si me preparas un café.

Cuando Tizzie le llevó la taza, estuvo a punto de tirarle el café encima, pero se recordó que una buena espía es capaz de todo, incluso de humillarse, con tal de cumplir con su deber.

Tizzie apenas tardó tres días en cogerle el tranquillo al trabajo. Había momentos en los que no se sentía del todo infeliz, aunque esto no terminaba de explicárselo, ya que se pasaba la mayor parte del tiempo pensando en Skyler y Jude, preocupándose por su padre, y preguntándose cómo lograría averiguar lo que estaba sucediendo.

Estaba toda la jornada encerrada en el atestado laboratorio trabajando mucho y muy duro. Su cometido era rutinario y tedioso, y estaba muy por debajo de su capacitación profesional. Se pasaba horas y horas tiñendo y colocando células en portaobjetos, y luego se las daba a Alfred para que las analizase. El pelirrojo las aceptaba como si fueran las ofrendas de un vasallo. Todo en él la sacaba de quicio: la ordenada colección de bolígrafos que llevaba en el bolsillo superior, la forma como hacía anotaciones en un libro que guardaba en el interior de un cajón cerrado con llave, el tono untuoso con que hablaba con sus superiores cuando se reunía con ellos en la cantina. La joven casi esperaba verlo frotarse las manos como el dickensiano Uriah Heep, y en una ocasión lo sorprendió haciéndolo realmente.

Al anochecer, cuando terminaba la jornada de trabajo, Tizzie y sus compañeros eran conducidos en autobús a una vieja posada de Nueva Inglaterra, la Homestead, en la cercana población de Greenwich, Connecticut. El alojamiento era confortable, pero la comida, demasiado abundante y con exceso de salsas, no tardó en cansarla. Por las noches, o bien daba paseos por las cuidadas calles residenciales de Belle Haven, o bien se quedaba en su cuarto leyendo novelas de Agatha Christie o Jane Austen.

Algunos de sus compañeros de trabajo —entre ellos Brody—, se alojaban también en la pensión Homestead. Cuando la joven se reunía con ellos para cenar o para tomar algo en el bar, nunca hablaban del trabajo que realizaban, y si ella les preguntaba por él, le contestaban con lacónicas evasivas. Pese a su gran formación médica, Tizzie sacó muy poco en claro sobre el conjunto del proyecto. Sus compañeros le decían que investigaban la nefroesclerosis o la hiperlipemia o la acumulación de depósitos de lipofucsina en el riñón y el hígado. Cosas de ese estilo.

Sin embargo, todo el mundo estaba obsesionado por su trabajo, y a ella le dio la sensación —casi más por lo que no se decía que por lo que se decía— de que el proyecto era urgente. Todos se hallaban dedicados en cuerpo y alma a una gran tarea. Quizá ése fuera el motivo de que las conversaciones que trataban de otros temas parecieran forzadas y artificiales, y estuvieran saturadas de incómodos silencios. Al poco tiempo, Tizzie llegó a la conclusión de que sería más cómodo que dejara de tratar de mostrarse sociable.

Por lo que pudo deducir de su escasa información, parecía indiscutible que todos se afanaban en conseguir lo que tío Henry había dicho: una vacuna contra la enfermedad que había terminado con la madre de Tizzie y que también estaba consumiendo a su padre. La joven sospechaba que sus padres no eran los únicos y que había otros que padecían la misma dolencia.

Así que, sin dejar de mantener los ojos bien abiertos y el oído bien aguzado, cumplía con su trabajo a conciencia, y se pasaba tantas horas inclinada sobre el microscopio que tenía un dolor de espalda casi permanente.

Los portaobjetos aparecían como por arte de magia en una caja empotrada en una pared que tenía puertas correderas a ambos extremos. A Tizzie le intrigaba el hecho de que nunca veía abrirse la puerta del otro lado, ni a nadie poniendo los portaobjetos en la caja; al final descubrió que la caja estaba construida de forma tal que era imposible abrir las dos puertas a la vez.

La joven examinaba las células o, más exactamente, los fibroblastos, la célula central y más importante del tejido conectivo humano. Las procesaba mediante un sistema similar al de una cadena de montaje: las clasificaba en función de su morfología, las fotografiaba, las teñía y, lo más fundamental, ponía a prueba la elasticidad y la fortaleza de su colágeno, la proteína que hace a la piel tersa y flexible. Terminado el proceso, le pasaba los portaobjetos a Alfred.

Tizzie sólo tardó un par de días en aprender a realizar su trabajo con rapidez y eficiencia. También advirtió que existía una pauta. Los fibroblastos de los cultivos se dividían en dos grupos: los sanos y los enfermos. Observaba con admiración y sorpresa cómo los sanos producían colagenasa para expulsar el colágeno dañado. A veces el fibroblasto se veía obligado a dividirse para cumplir con su cometido de producir nuevo colágeno. Advirtió que cada vez, en el interior del fibroblasto, mientras el cromosoma se reorganizaba para dividirse y formar dos nuevas células, un pequeño fragmento situado en el extremo del cromosoma —el telómero— se hacía un poco más pequeño.

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