Authors: John Darnton
Cuando Bozman regresó junto a ellos, Skyler le tendió una cerveza.
—
Dat de bes
—le dijo.
El hombre se irguió en su silla, le dio a Skyler una palmada en la espalda y sonrió de oreja a oreja.
—¿Dónde aprendiste a hablar gullah? —le preguntó en gullah.
Intercambiaron un par de frases en esa lengua y Skyler tradujo para Jude:
—Me ha preguntado dónde aprendí a hablar gullah. Yo le he dicho que cerca de aquí, que Kuta me enseñó. Bozman lo conoce, y dice que es un gran músico.
—Pregúntale... Déjalo, yo mismo lo hago. —Jude se volvió hacia el
disc-jockey
y le dijo—: ¿Sabes dónde vive Kuta? ¿Cómo se llama su isla?
Bozman lanzó una cavernosa risa y señaló a Skyler.
—Él debería saberlo, si creció por estos contornos.
—Eso es precisamente lo extraño. Vivió mucho tiempo allí, pero no conoce el nombre del lugar, y...
El
disc-jockey
volvió a su cabina. Nuevo parloteo, nuevo disco.
Transcurridos treinta minutos y consumidas tres cervezas, seguían sin dar con el nombre de la isla. Bozman, que no se explicaba cómo era posible que Skyler creciera sin saber en qué lugar del mundo se encontraba, sólo conocía a Kuta de oídas. Admiraba su música pero ignoraba dónde vivía.
De pronto Skyler tuvo una inspiración.
—Bozman... —dijo—. ¿Sabes algo de una rebelión de esclavos, de todo un grupo de africanos que, al desembarcar de la nave que los trajo a través del océano, volvieron inmediatamente al mar, se adentraron en él andando y se ahogaron?
La pregunta dio en el blanco.
—Claro. Todo el mundo conoce esa historia. Eran indígenas igbo. En mayo de 1803, el barco que los traía arribó a Dunbar Creek. Los esclavos entonaron un himno a su dios, Chukwu, v luego se adentraron en el océano y echaron a andar hacia la Madre África. En memoria de ese suceso, el lugar es conocido hoy en día como Ebo Landing.
—Pero... ¿en qué isla está?
Bozman pronunció el nombre como si les estuviera haciendo un regalo.
—Isla Cangrejo —dijo sonriendo de oreja a oreja y separando las palmas de las manos, como señalando lo fácil que había sido encontrar respuesta a la gran pregunta.
El
disc-jockey
incluso sacó un viejo mapa de un cajón y les enseñó dónde se hallaba la isla. Era la más exterior de un grupo de ocho y no estaba lejos; se encontraba a unos sesenta kilómetros litoral abajo.
«Qué nombre tan prosaico, pensó Jude. El camuflaje perfecto para un cometido infernal». Miró la forma de la isla en el mapa: incluso parecía un cangrejo, con el cuerpo redondo y una angosta península que la unía a una isla menor y que parecía una pinza.
Skyler y Jude se despidieron de los dos negros con sendos apretones de manos. El técnico de sonido se sentó ante la consola y el
disc-jockey
regresó a su cabina. Bozman colocó ambas manos sobre el micrófono, como si se dispusiera a cantar, pero no lo hizo. En vez de ello, se lanzó a una cháchara tan rápida que Skyler no comprendió casi nada de lo que decía.
Pero sí entendió palabras sueltas, y habría jurado que oyó a Bozman pronunciar el nombre de Kuta. El disco que puso a continuación era de jazz, hot jazz de Nueva Orleans, y Skyler también habría jurado que el trompetista no era otro sino Kuta.
Decidieron pasar la noche en el Days Inn situado en la salida 11 de la Ruta 95. Preguntaron en recepción dónde se podía comer bien y el empleado les dio la dirección de un restaurante llamado Pelican Point, que sólo estaba a diez kilómetros por la carretera 99. Fueron allí y disfrutaron de una excelente cena marinera. Para cuando regresaron al motel ya había anochecido.
Skyler estaba nervioso y no tenía sueño. Se quedó levantado hasta tarde viendo viejas películas por televisión, y no se durmió hasta cerca de la una. Jude entró a saco en el minibar y se bebió un par de whiskies que lo dejaron fuera de combate. Se despertó a las cinco de la mañana y no logró conciliar de nuevo el sueño.
Se acordó de Tizzie y pensó en llamarla. No había hablado con ella desde que se marchó de Washington, pero no deseaba correr el riesgo. Sabía que la joven estaba representando el papel de espía y debían actuar con cuidado y astucia. Lo mejor que podía hacer para proteger a Tizzie era mantenerla en la ignorancia de las cosas importantes. Y aquello era importante.
Pensó en lo que harían al día siguiente. Irían al embarcadero situado detrás de la tienda Homer's de cebos y aparejos de Landing Road. Aquél, según les había dicho la camarera del Pelican Point, era el mejor sitio para alquilar una lancha. Pagarían en efectivo. Luego se dirigirían hacia la isla, y... Y a partir de aquel punto resultaba imposible hacer planes, porque no había modo de saber qué ocurriría. Comenzó a sentir un fuerte vacío en el estómago.
Llevaban días y días intentando averiguar el nombre de la isla, pero en ningún momento se habían planteado qué demonios harían si conseguían llegar hasta ella. Echar un buen vistazo. Espiar a los del Laboratorio. Reunir la mayor cantidad posible de información. Estupendo, pero... ¿cómo? ¿Escondiéndose entre los arbustos con unos prismáticos? Y luego ¿qué? A la fría luz del amanecer, los grandiosos planes que había forjado bajo el influjo del alcohol la noche anterior —planes para acabar con el Laboratorio y liberar a los clones, y detener a Baptiste e incluso a Rincón si éste se hallaba en la isla—, no le parecían sino las patéticas fantasías de un aspirante a héroe. Tenía que enfrentarse a la realidad. Lo cierto era que no tenía ningún plan, salvo el de llegar a la isla e, improvisando sobre la marcha, averiguar todo lo que le fuera posible... Y todo ello evitando que lo detuvieran. Porque, en caso de que los detuvieran... —Jude no se hacía ilusiones—, no era probable que pudieran escapar.
El vacío de su estómago aumentó, y sabía que no era a causa del hambre. Dio vueltas y más vueltas en la cama, tratando inútilmente de dormirse, y cuando ya las sábanas estaban húmedas de sudor y hechas un reguño logró conciliar el sueño.
Despertó sobresaltado e, inmediatamente, debido a la luz que se filtraba por las cortinas, se dio cuenta de que habían transcurrido bastantes horas. Miró su reloj. Cristo, eran las diez de la mañana. Se levantó, se vistió y fue a llamar a la puerta de Skyler. Skyler llevaba una toalla en torno a la cintura y Jude vio que del baño salían densas nubes de vapor: se había estado duchando. Aquello irritó a Jude. Skyler debía de llevar un buen rato en pie. ¿Por qué no lo había despertado? El día empezaba mal, y eso que ni siquiera habían salido del motel.
Las cosas no mejoraron una vez salieron. Fueron hasta la costa y les costó trabajo encontrar un sitio en el que dejar el Volvo. En el primer lugar, en un arbolado tramo de carretera, el propietario de una casa tipo rancho situada en las proximidades les dijo que se largasen de allí. Los dos lugares siguientes estaban vacíos, pero el coche habría llamado mucho la atención allí detenido. Al fin se metieron por un camino que conducía hasta las marismas y, al llegar al final, encontraron una zona semioculta entre un grupo de pacanas. Aparcaron el coche junto a un destartalado Buick con el radiador oxidado.
El camino de regreso fue más largo de lo que esperaban, y para cuando llegaron a Landing Road sudaban copiosamente. La tienda de cebos y aparejos Homer's daba a la carretera. Al otro lado había una dársena en la que la hierba crecía hasta la cintura. En el centro de la orilla, se veía un muelle flotante sujeto a cuatro viejos pontones que le permitían subir y bajar con la marea. Cuatro lanchas estaban amarradas a él. A la derecha, la carretera continuaba sobre un angosto puente de madera que parecía construido con traviesas ferroviarias. Cruzaba un brazo de mar que luego se dividía en los canales que discurrían entre las docenas de islas de las marismas.
Tres hombres estaban sentados en sillas frente a la tienda, bajo el desvencijado techo del porche. Uno de ellos, un individuo de cabello entrecano y rostro bronceado les dirigió una distraída inclinación de cabeza. Los otros dos no alzaron la vista ni reaccionaron ante la presencia de Jude y Skyler; uno de ellos estaba contando una larga historia acerca de un viaje a Mobile, y hablaba con tal lentitud y haciendo tantas pausas que Jude no supo si lo iría a interrumpir o no.
Al fin, preguntó por Homer.
El que estaba haciendo el relato alzó la mirada, lanzó un escupitajo que fue a caer sobre el polvo, los miró de arriba abajo y señaló hacia su espalda. Jude entró en el local.
Homer era un joven que iba desnudo de cintura para arriba y llevaba unos desteñidos vaqueros azules. En el bíceps derecho tenía un tatuaje del ratón Mickey sosteniendo una daga de cuya punta caían pequeñas gotas de sangre color rojo anaranjado. El hombre no se mostró desagradable, e incluso charló con ellos sobre el tiempo —según dijo, el último huracán había sido el peor que se recordaba—, pero cuando Jude le preguntó si podía alquilarles una lancha, torció el gesto y dejó de hablar. Skyler entró en el local y la vista de Homer fue de uno a otro repetidamente, como si se muriese de ganas de hacer una pregunta.
—Queremos alquilar una lancha —dijo Jude.
—Yo no alquilo lanchas —contestó.
Jude señaló un cartel escrito a mano que había sobre un barril lleno de lombrices y que decía: SE ALQUILAN LANCHAS POR DÍAS.
—Hemos dejado el negocio —explicó Homer inexpresivo.
—Es que hemos de ir a una isla. A la isla Cangrejo. ¿Nos puede usted llevar?
—¿Además de la lancha, también quieren contratar mis servicios?
—Exacto.
Jude se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. Probablemente, hacerlo no fue la mejor táctica, pero no había llegado hasta allí para que un patán echara por tierra sus planes.
—Pagaré lo que sea.
Aquello pareció cambiar la situación. Homer miró por un momento el dinero e inmediatamente apartó la vista.
—Les costará ochenta dólares.
—De acuerdo.
—Y tendrán que esperar a la hora del almuerzo —explicó Homer abarcando el local con un ademán—. Estoy solo en la tienda.
—Le daré cien dólares si nos vamos ahora mismo.
Homer se rascó la cabeza y miró hacia el viejo reloj situado sobre la caja registradora. Eran las doce y diez.
—Supongo que no pasará nada porque hoy cierre un poco antes. Voy a por mis cosas.
Homer salió por una puerta del fondo del local y Jude y Skyler lo esperaron fuera.
Transcurridos unos minutos, Jude volvió a entrar y oyó la voz de Homer hablando por teléfono, aunque no logró entender lo que decía. El timbre del teléfono no había sonado, así que era Homer el que había hecho la llamada. Pero... ¿a quién?
Para cuando Homer hubo cerrado el local, tras tapar los barriles de lombrices y gusanos, dejarlo todo en su lugar y apagar las luces, eran cerca de las doce y media. Cogió su caña de pescar y la dejó en la lancha. Se alejaron del embarcadero a las 12.35.
Skyler se situó en la proa y se inclinó contra la brisa cuando la lancha abandonó la ensenada y adquirió velocidad. Olfateó el aire. Una pequeña garceta aleteó y remontó el vuelo. Todo en torno a él —el cielo, la pálida luz, el olor de las marismas— le resultaba abrumadoramente familiar.
A Jude, situado en el centro de la lancha, le asaltaban un sinfín de preocupaciones, como, por ejemplo, dónde desembarcarían y si alguien oiría el sonido del motor. Le sorprendía lo bien que Skyler parecía encajarlo todo. Lo miró desde detrás. «Ni que hubiera salido a pescar cangrejos», se dijo. No parecía tener ni una sola preocupación en el mundo.
Sin embargo, Jude se equivocaba. Skyler a duras penas lograba contener su emoción. Mirase donde mirase, encontraba algo que evocaba antiguos recuerdos ya casi enterrados. Según iba quedando atrás la línea de la costa, ésta le resultaba más y más familiar, como si la silueta de los árboles encajara con una vieja imagen mental que él albergaba en su recuerdo. Todo le recordaba los profundos y contrapuestos sentimientos de la infancia: amor y temor, deseo e impotencia.
Homer rompió el trance evocativo.
—¿Y cómo piensan volver?
—Tendrá que volver usted a recogernos —dijo Jude.
—No sé si podré.
—Vamos, hombre. No va usted a dejarnos allí.
—Depende de la hora. Quizá después de cerrar la tienda. Naturalmente, eso tendrán que pagarlo aparte.
Fijaron una hora para el encuentro, las seis de la tarde. Jude no tenía ni idea de si serían capaces de acudir a la cita.
Homer los dejó cerca de la cabaña de Kuta. Tuvieron que llegar a la playa vadeando, ya que no fue posible amarrar la lancha porque el embarcadero se había derrumbado y la mitad de sus maderos se encontraba bajo el agua.
Skyler advirtió inmediatamente que algo andaba mal.
La cabaña estaba semiderruida. La gran rama de un roble cercano había caído sobre su techo. Faltaba una ventana completa, y a través del hueco pudieron ver el roto y torcido espejo que colgaba de la pared. El viejo motor fueraborda se había caído de su tocón y se hallaba medio enterrado en el suelo. El viento había lanzado una red de pesca contra las ramas de una palmera. Por todas partes se veían ramas rotas y hojas secas, y el césped estaba aplastado y cubierto de barro seco.
Mientras se ponían los zapatos, oyeron la lancha de Homer alejándose. El sonido del motor se fue haciendo más y más débil, hasta que se convirtió en un lejano petardeo. Cuando éste se extinguió por completo, el silencio que se produjo fue casi sepulcral.
—Ésta era la cabaña de Kuta —dijo Skyler, que se movía con la cautela de quien camina por un campo de minas.
Abrió la puerta delantera y echó un vistazo al interior. En las paredes se veían grandes manchas de humedad y el suelo estaba cubierto de barro. La cama se hallaba empapada y pandeada, pero la cómoda seguía en pie, con el intacto aparato de radio encima.
—No sé si Kuta volvió por aquí después de que vi al ordenanza. Lo mismo no volvió. Tal vez... tal vez lo mataron.
—No tienes por qué pensar eso. Todos estos daños los produjo sin duda el huracán. Quizá tu amigo haya huido. Resulta difícil saber si recogió sus cosas antes de que la borrasca llegara a la isla.
Jude trató de abrir un cajón atascado. Tiró con más fuerza y lo sacó por completo de la cómoda. Mostró su contenido a Skyler. El cajón estaba lleno de ropa.
—Bueno, quizá salió con prisa —dijo.