Authors: John Darnton
Skyler estaba de pie en la sala.
—Estaba preocupado por ti —dijo—. El tipo parecía capaz de tirarte por la ventana.
—-¿Te resultó conoci...?
—No necesitas preguntarlo. Lo recuerdo con toda claridad, porque llegó a la isla pilotando su propio avión.
El comentario hizo reflexionar a Jude. Aquella noche, en la pensión, accedió a la página web del
Mirror
y rebuscó entre las fotos de Tibbett hasta encontrar la que buscaba. En ella, el magnate inmobiliario aparecía vestido con una camisa safari color marrón, posando para la cámara en algún lugar de los trópicos. Al fondo se veían palmeras y el morro de un pequeño avión.
—Mira —dijo Jude—. ¿Es éste el avión?
—Desde luego. Recuerdo el nombre,
Lorelei
. Y recuerdo algo más. Éste es exactamente el mismo tipo de avión en el que me oculté para fugarme de la isla.
Jude miró el nombre y vio que, debajo, había una pequeña insignia. Se acercó más a la pantalla para observarla. Se trataba de una pequeña W.
Jude y Skyler hicieron los preparativos para el viaje al sur. Al fin, al cabo de tanto tiempo de intentar encontrar el modo de localizar la isla, disponían de una pista sólida —la foto del avión— que podía llevarlos en la dirección adecuada.
Pero antes necesitaban dinero y un coche.
Jude llamó a Tom Mahoney, un viejo amigo que trabajaba en la redacción de Washington del
Mirror
, y quedó con él en una hamburguesería. Mahoney era toda una leyenda. Llevaba en el periodismo político más tiempo del que nadie alcanzaba a recordar, y los almuerzos, cócteles y cenas a los que había asistido durante su carrera habían dejado su huella, ya que el hombre pesaba 120 kilos y acostumbraba a tomar la primera ronda de tragos poco después del mediodía. Pero se trataba de un reportero extraordinario: conocía montones de anécdotas, tenía infinidad de teléfonos privados de personajes famosos y en cualquier momento era capaz de sacarse un buen titular de la manga.
Él y Jude se conocían desde los tiempos en que Mahoney era flaco, cuando Jude probó suerte como corresponsal en el extranjero de la Associated Press y Mahoney trabajaba para la UPI. Se habían conocido con ocasión de un golpe de estado que tuvo lugar en Nigeria. Ambos habían visto en la parte posterior de un Mercedes el cuerpo acribillado a balazos del jefe del Estado; Mahoney no pudo utilizar el telex para enviar su crónica y Jude, pese a ser de la competencia, se portó como un caballero. Envió el reportaje por él, aunque, naturalmente, lo hizo después de haber mandado el suyo. Mahoney no había olvidado aquel favor.
—¿Qué necesitas? —preguntó.
—Dos mil —respondió Jude, y le agradó ver que Mahoney no torcía el gesto—. Y un coche.
—¿Estás metido en algún lío?
La respuesta a tal pregunta resultó imposible de exagerar.
Terminaron sus hamburguesas y estuvieron un rato hablando de los viejos tiempos.
—Tú pagas —dijo Mahoney a la hora de la cuenta.
Caminaron hasta el banco de Mahoney, que se hallaba a menos de dos manzanas, el hombre sacó el dinero y se lo dio a Jude en billetes de cincuenta. Luego le entregó las llaves de su casa y le dijo dónde podía encontrar las llaves del Volvo estacionado en la parte trasera del edificio.
—Luego me dejas las llaves en el buzón. Trudy me abrirá... si no está demasiado cabreada conmigo.
Mahoney le deseó suerte, le estrechó la mano, dio media vuelta y echó a andar. Jude sintió una oleada de afecto viendo cómo su amigo se alejaba con paso decidido por la acera, sin apartarse para ceder el paso a nadie.
Después de recoger el coche, Jude hizo una rápida llamada para decirle a Tizzie que se marchaban de Washington, y para comunicarle lo que habían averiguado hasta el momento. Tizzie parecía nerviosa y no pudieron hablar durante mucho rato. Luego Jude y Skyler pasaron el resto de la tarde en la biblioteca del Congreso. Jude utilizó su verdadero nombre y la credencial del Minor para conseguir que el bibliotecario los recibiera en su oficina. Tras una breve entrevista, el hombre les permitió utilizar la sala de investigación. Los condujeron a una gran recámara carente de ventanas situada en los sótanos del edificio. El lugar estaba desierto, salvo por tres tipos con pinta de ratones de biblioteca que parecían haber pasado sus vidas allí.
A lo largo de una pared había una serie de cubículos. Jude y Skyler se acomodaron en uno que tenía una gran mesa vacía y un ordenador en un rincón.
En primer lugar pidieron mapas —náuticos, topográficos, todo tipo de mapas a todo tipo de escalas—, en los que apareciese la costa de Carolina del Sur, de Georgia y de Florida oriental. Los extendieron sobre la mesa como si se encontraran en un despacho de estado mayor.
Jude bajó de la web la foto de Tibbett junto al avión e imprimió una copia. Dejó ésta junto al ordenador, se conectó a la red y procedió a buscar docenas y docenas de documentos referentes a avionetas. Al fin, encontró una que parecía encajar, una Cherokee monomotor de cinco plazas. Hizo clic sobre «Datos técnicos» y dio con lo que buscaba: capacidad del depósito, consumo de combustible y velocidad máxima. Calculó que la autonomía de vuelo a depósito completo era de más o menos mil kilómetros.
Con un compás que le prestó un ayudante de biblioteca y guiándose por la escala del mapa, marcó la distancia máxima. Luego centró el compás en el punto que representaba a Valdosta —el lugar en el que había aterrizado Skyler—, y describió un semicírculo, creando un arco que se adentraba en el océano e incluía una gran sección de litoral.
—La isla tiene que estar en algún punto de este semicírculo —dijo.
Jude contempló el mapa con desaliento. La zona de mar y de tierra era mucho más extensa de lo que había pensado; por el sur abarcaba hasta la península de Florida y por el norte casi hasta Washington.
—Ahora esfuérzate en recordar algo, algún detalle del paisaje, cualquier cosa que nos ayude a ubicar la isla.
Pidieron libros de referencia sobre las islas de la zona y eliminaron las mayores y mejor conocidas, como Hilton Head, Pawley's, Ossabaw, Santa Elena, las Santa Catalina y Sapelo. Las posibilidades de que una secta médica coexistiera con un centro turístico de lujo eran decididamente escasas. A continuación consultaron libros sobre las labores agrícolas en las plantaciones, cultura gullah, antiguas tribus indias. Los hojearon todos tratando de dar con algo, cualquier cosa, que evocase algún recuerdo en Skyler. No encontraron nada.
—Maldita sea —masculló Jude—. Algo tiene que haber. Esfuérzate.
Skyler se esforzaba. Cerró los ojos y recordó todo lo que pudo. Intentó calcular el tamaño de la isla, su forma, incluso su distancia del continente. Pero lo único que alcanzaba a ver con el ojo de la imaginación era la gran superficie del mar y la densa masa de los bosques. Sus recuerdos eran demasiado vagos y no se podían convertir en cálculos de hectáreas o kilómetros.
Hicieron una pausa para tomar café. En cuanto hubo dado el primer sorbo, Skyler tuvo una feliz idea.
—Se me ocurre una cosa —dijo—. ¿Recuerdas que te hablé de un faro abandonado? Ése podría ser el hito que buscamos.
Volvieron a la sala de referencias y encargaron libros sobre viejos faros, rutas marinas y lugares señalados de las marismas costeras. Los examinaron cuidadosamente, página a página, pero no encontraron ni una sola imagen que le recordara a Skyler su precioso escondite.
—¿Y el huracán? —preguntó Jude—. Comentaste que un huracán había alcanzado la isla... No me refiero al huracán de Valdosta, sino a uno de hace muchos años. Intenta recordar en qué año fue.
Skyler intentó hacerlo. Cogió un lápiz e hizo unos cuantos cálculos. Pensó un poco más y al fin declaró que probablemente había sido en 1989. Jude se conectó con Nexis y pidió la información.
—Si conseguimos el nombre del huracán, podemos obtener los datos meteorológicos —explicó—. Y con ellos nos será posible trazar sobre el mapa el recorrido de la borrasca. Eso reducirá bastante el campo de nuestra búsqueda.
Esperó mientras el ordenador buscaba.
—Aquí está —dijo al fin—. Huracán
Hugo
. Alcanzó Charles-ton, Carolina del Sur. Vientos constantes de doscientos veinte kilómetros por hora. Causó grandes estragos.
—Ése fue —dijo Skyler—.
Hugo
. Recuerdo que oí el nombre por la radio.
—¿Cómo dices?
—Que sí, que era
Hugo
.
—Pero, ¿cómo lo sabes?
—Lo oí en la radio de Kuta.
Jude lo miró, esperanzado.
—¿Y no recordarás por casualidad las letras del identificativo de la emisora?
Skyler comprendió por dónde iba su compañero.
—¡Claro que sí! WCTB.
Jude cerró los libros y enrolló los mapas.
—Creo que ya tenemos suficientes pistas —dijo—. ¿Qué hacemos aquí perdiendo el tiempo?
Se dirigieron en el Volvo a la pensión para recoger sus escasas pertenencias, pero no pudieron llegar a su destino. La calle estaba cerrada por coches patrulla y camiones de bomberos, cuyos pilotos luminosos giraban y cuyas radios no dejaban de parlotear. Los bomberos, calzados con botas de goma y cubiertos con brillantes impermeables amarillos, estaban sacando las mangueras, que salían de los camiones como el sedal sale del carrete de una caña de pescar. Jude estacionó el coche a tres manzanas de distancia y regresaron al lugar. En la otra acera, varios policías uniformados mantenían a raya a la multitud. Jude y Skyler se abrieron paso hasta la primera fila.
—Jude... Ése es el edificio donde estaba la pensión.
A poco más de un metro de Skyler había un policía.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
El agente lo miró fijamente durante tres o cuatro segundos antes de responder:
—Un incendio.
—¿Hay heridos?
—No.
—¿Qué lo produjo?
—No se sabe bien. Quizá haya sido una explosión de gas.
Contemplaron los daños. El aire estaba lleno de humo o de polvo. La fachada del edificio había volado por las nubes y de ella sólo quedaba un montón de cascotes. Los tejados de los edificios contiguos estaban inclinados hacia la recién abierta cavidad. El muro posterior aún aguantaba, de modo que era posible ver en él la distribución de los pisos que faltaban: parte de una escalera, las blancas líneas de escayola que marcaban la ubicación de los tabiques, parte de la madera de los techos. El espectáculo tenía algo de patético, como si el edificio arruinado fuera una descomunal casa de muñecas.
Resultaba difícil reconocer la pensión en la que, hacía sólo unas horas, habían pasado la noche.
Jude agarró a Skyler por un brazo y señaló hacia el otro lado de la multitud. Un hombre corpulento estaba mirando el edificio como el resto de los curiosos, pero de cuando en cuando se volvía y estudiaba a la gente que lo rodeaba.
Skyler contuvo el aliento mientras esperaba que el hombre se volviese en su dirección. Quería ver si tenía un mechón blanco en el cabello.
El hombre se volvió. No tenía ningún mechón.
Jude y Skyler se abrieron paso entre la gente y regresaron rápidamente a su coche.
Estaban asustados y decidieron que aquél era el momento oportuno para marcharse de la ciudad.
La emisora de radio WCTB ocupaba una blanca y destartalada casa que se alzaba en un solar lleno de matojos de la calle Gloucester en Brunswick, Georgia. Tenía una parabólica y una antena emisora de más de diez metros que parecía salida de los años cuarenta. Las ventanas estaban cerradas, y la puerta delantera, pintada con los colores ashanti —amarillo, naranja y verde—, también cerrada. Junto a un árbol del que colgaba un columpio hecho con un neumático, había una mesa y una silla.
Mientras estacionaban en las proximidades, Jude y Skyler percibieron un mantenido y vibrante sonido de tambores que salía del interior del edificio. Mientras salía del coche, Skyler recordó las antropomórficas casas de los viejos dibujos animados en blanco y negro, que corrían, brincaban y bailaban con tal entusiasmo que sus postigos se desprendían.
El viaje había sido rápido. Mientras circulaban por la Ruta 95, dejando atrás Savannah, para luego enfilar por la vieja carretera de la costa, la Ruta 17, fue como si retrocedieran en el tiempo. El aire se tornó húmedo y en él se percibía el olor de las magnolias y los duraznos. Luego, más adelante, les llegó el fuerte aroma salino de las marismas. Volver a percibir los olores y los sonidos de toda una vida le produjo a Skyler un efecto relajante. Le agradaba haber vuelto al lugar en el que de las ramas de los árboles pendían líquenes y donde la gente parecía disponer de todo el tiempo del mundo.
Caminaron hasta el edificio de la emisora. Skyler llevaba seis latas de cerveza que había comprado en una licorería situada detrás de una estación de servicio Texaco. Estuvieron largo rato aporreando la puerta delantera y, al fin, durante una pausa publicitaria de la programación, un negro les abrió. El hombre, que lucía una camisa de colores explosivos y llevaba puestos unos grandes auriculares de los que salía un cable que colgaba hacia el suelo, los miró de arriba abajo y se hizo a un lado franqueándoles la entrada.
Jude comenzó a dar explicaciones, pero en seguida se tuvo que callar. El negro se sentó a una consola, conectó sus auriculares y accionó dos conmutadores en el momento en que terminaba la publicidad.
A través del cristal que separaba la sala de control del pequeño estudio, Jude y Skyler vieron al
disc-jockey
, un negro que llevaba grandes gafas de espejo y hablaba al micrófono en una mezcla de inglés y gullah.
—Escuchen, la próxima canción es estupenda para bailar —dijo en gullah.
Cuando comenzó a sonar el disco, el hombre salió de la cabina. Medía casi dos metros y les sacaba la cabeza a Jude y Skyler. Su apretón de manos era auténticamente demoledor.
—Bozman —anunció sin una sonrisa.
Jude y Skyler se presentaron.
El técnico de sonido bajó la música unos cuantos decibelios y pudieron charlar. Su mirada no dejaba de ir de Skyler a Jude y de Jude a Skyler.
—Dos hermanos blancos —dijo al fin—, uno criado en el norte y el otro en el sur. Podríais organizar vuestra propia guerra civil.
Y, dicho esto, lanzó una estentórea carcajada. Volvió a meterse en la cabina, se sentó frente al micrófono y puso otro disco.
—Y ahora uno que a las chicas os encantará.