Experimento (55 page)

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Authors: John Darnton

Se armó de valor, encajó las mandíbulas y siguió adelante. Cruzó el umbral y entró en el cuarto acristalado. Hacía calor y los rayos del sol producían mil destellos en el interior de la lente, por lo que fue como si hubiera entrado en una galería resplandecientemente iluminada.

Miró en torno. Miró cuanto había a la vista, al principio con rapidez, barriendo la cabina con la mirada, y luego lenta y metódicamente, para que no se le escapara ni un detalle. Miró la habitación, y la pasarela metálica circular, y el pasamanos, y la gigantesca lente, y el suelo, y el techo y las paredes. Examinó hasta el último centímetro del lugar.

Después de registrar el dormitorio principal y otro menor adjunto, Jude oyó un sonido procedente de un angosto pasillo. Era una especie de chirrido, y sonaba magnificado en el silencio de la vieja mansión, de forma que resultaba casi ensordecedor.

Lo primero que pensó Jude fue que el responsable del ruido era Skyler. Estaría abriendo o cortando algo. Pero en seguida se dio cuenta de que era imposible, pues Skyler se había ido hacía rato de la casa grande.

Fue hasta el comienzo del pasillo y quedó a la escucha. El sonido se interrumpió por un momento y luego siguió sonando. Procedía de las sombras y parecía como si fuera dirigido a él. Tanteó en busca de un interruptor de la luz y no encontró ninguno. Comenzó a avanzar lentamente por el angosto pasaje, tocando las paredes de ambos lados, adelantando tentativamente un pie antes de dar el paso, como si caminara sobre hielo delgado. A mitad de camino se detuvo y aguzó el oído; el sonido era irregular y no parecía producirlo un objeto inanimado.

Alguna persona... o algún animal lo está haciendo.

Continuó avanzando por el pasillo. Ya podía ver la habitación del fondo, anegada de luz por el sol que entraba a raudales por las ventanas. El ruido seguía sonando.

De pronto se interrumpió.

Jude echó a andar decididamente y entró en una habitación. Miró en torno. Nada se movía. Las paredes estaban cubiertas de un descolorido papel azul y en un rincón se veía un pequeño piano de cola al que le faltaban varias teclas. En la habitación no había más muebles.

Parte del techo se había venido abajo a causa de un árbol caído. Sobre el suelo, directamente debajo del agujero del techo, había un montón de fragmentos de escayola. Las tablas del entarimado de la habitación de arriba asomaban por los bordes del boquete, y a través de él entraba también la luz del sol, procedente de un hueco en el muro exterior. Lo más probable era que el sonido procediese de allí. Jude aguardó un minuto en silencio y sin moverse. El sonido se produjo de nuevo; las tablas del suelo de arriba temblaron ligeramente y parecieron doblarse bajo el peso de algo.

Jude dio un salto hacia atrás. De pronto, el ruido resultaba ensordecedor.

Se dirigió a un pequeño armario empotrado, en el que encontró una escoba. Fue con ella hasta debajo del boquete y la levantó. Empujó con fuerza las tablas sueltas, saltó hacia atrás y en ese momento algo se desplomó desde el techo. Algo vivo, que se retorció en el aire. Un animal con larga cola y escamas. Cayó de costado, lanzó un gruñido, se incorporó y corrió a un rincón, desde donde miró a Jude con malévola expresión. Era un lagarto de más de medio metro.

«Esa gente tenía a estos bichos como animales de compañía», pensó Jude al tiempo que daba media vuelta para salir de la habitación.

Salió de la casa grande, cerró la puerta principal a su espalda, bajó la escalinata y aguardó a Skyler bajo el roble cuyo tronco habían utilizado en tiempos Skyler y Julia para dejarse los mensajes. Al cabo de media hora, vio aparecer a Skyler a lo lejos. Según se acercaba, Jude advirtió que su expresión era extraña y su forma de caminar, mecánica.

Skyler se sentó a su lado y cogió la piedra. Explicó que, al mirar desde una de las ventanas de la casa grande, había visto que la piedra se había movido. Nadie excepto Julia conocía aquella señal. Había corrido hacia el faro y lo había registrado todo. Al final, en un rincón de la cabina había encontrado un papel escondido bajo una piedra.

Era una nota de Julia, escrita sin duda el mismo día en que murió. Un último mensaje, dejado con amor.

La joven había descubierto las contraseñas a fuerza de observar a los que manejaban el ordenador y las había anotado para él.

—Para obtener acceso a los archivos, son necesarias dos palabras —dijo Skyler, que parecía ofuscado—. Primero, «Bacon», y luego «Newton».

Recitó para Jude el dístico que ellos habían repetido tantas veces a lo largo de los años.

La Naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche;

Bacon dijo «¡Hágase Newton!», y todo se iluminó.

—¿Crees que...? —empezó a preguntar Jude, quien trataba de escoger las palabras con gran cuidado—, ¿que ése fue el motivo de su muerte? ¿Que alguien la vio o que de algún modo se enteraron de lo que estaba haciendo?

—Sí —contestó Skyler.

El joven tenía la nota de Julia en la mano, pero no se la mostró a Jude. En vez de ello, la dobló cuidadosamente y se la guardó en un bolsillo.

Durante dos horas, registraron el resto de la isla. Examinaron todos los edificios: la casa de la comida, la despensa, el barracón de las mujeres, la casa de invitados, el hangar del aeródromo, e incluso la caseta de filtros de la vieja piscina. Y en todas partes vieron los grandes daños que había producido el huracán. Al caer, los árboles habían roto tejados y paredes. En el interior de los edificios vacíos sólo encontraron unas cuantas cosas olvidadas en los pasillos y las habitaciones: calcetines, camisas, cinturones, pilas eléctricas, sábanas, almohadas.

Era imposible saber a ciencia cierta qué había ocurrido. Sin duda, el lugar había sido evacuado; los miembros del Laboratorio se habían llevado sus pertenencias y sus archivos médicos. ¿Se efectuó la evacuación en momentos de pánico, quizá mientras el huracán se aproximaba? Parecía poco probable. Se habían llevado demasiadas cosas en un tiempo demasiado breve. ¿Habrían regresado después de la tormenta? Eso también parecía improbable, pues, de haber sido así, el fango estaría lleno de pisadas delatoras.

Así que lo más probable era que se tratara de una evacuación planeada y metódica que se llevó a efecto antes incluso de que se pronosticase la llegada del huracán. Pero tal posibilidad suscitaba nuevas preguntas. ¿Por qué lo habían hecho? Al cabo de dos horas de rebuscar entre los restos, Jude y Skyler no habían conseguido ni una sola pista. Ni siquiera sabían cómo lo habían hecho, qué clase de barcos se usaron ni dónde habían fondeado. Por no mencionar la más crucial de las preguntas: ¿Adonde se habían dirigido los barcos?

«Un misterio más», se dijo Jude.

«¿Por que será que siempre que avanzamos un paso a continuación retrocedemos dos?»

En pie junto a Skyler sobre un pequeño promontorio desde el que se divisaba el campus, Jude consultó su reloj. Aún faltaban dos horas para la cita con Homer. Desde aquel punto, podía ver casi todos los edificios que habían registrado. Al menos, habían sido metódicos, ya que habían mirado en cada una de las habitaciones de cada uno de los edificios. No les quedaba nada por inspeccionar.

Y entonces Skyler se acordó de un lugar que no habían registrado.

—Deberíamos mirar en la guardería. Está en una isla adyacente, no muy lejos. Creo que, con la marea adecuada, es fácil cruzar, aunque yo nunca he ido por allí.

Jude sólo tardó un segundo en comprender a qué se refería su compañero: a la colonia de niños que formaba parte del Laboratorio. Semanas atrás, cuando oyó a Skyler hablar de ellos, pensó que eran otra generación de clones. Y, lo mismo que Skyler, se había olvidado totalmente de ellos.

Skyler ya estaba siguiendo un camino que discurría en dirección norte entre los bosques. Jude caminó tras él. El bosque era denso y, mirando el suelo del sendero por el que caminaban, Jude vio gran cantidad de huellas de cascos.

Veinte minutos más tarde llegaron a la costa septentrional. Jude, que estaba sin aliento —él mismo no se había dado cuenta de lo de prisa que habían avanzado—, se apoyó en un árbol para tomar aire. Una vez hubo recuperado el resuello, miró en torno.

Aquella parte del litoral era mucho más abrupta. Los árboles habían sido reemplazados por un mar de crecida hierba que se extendía ante ellos verde y dorado. Más allá estaba el océano, cuyas olas batían contra la rocosa orilla. A la izquierda se hallaba la isla, a no más de doscientos metros. Pero parecían doscientos metros sumamente peligrosos. Un istmo de roca casi totalmente sumergido comunicaba con la pequeña isla y, si querían llegar a ella, no tendrían más remedio que cruzar por él. Cualquier ola un poco grande podía lanzarlos al canal, donde la fuerte corriente que se formaba entre las dos masas de tierra los arrastraría.

—¿Sabes si la marea está subiendo o bajando? —preguntó Jude por encima del ruido del oleaje.

—No lo sé a ciencia cierta, pero creo que está subiendo. Sin embargo, creo que podremos cruzar.

—Sí, pero... ¿podremos regresar?

Skyler se encogió de hombros. Tan fatalista ademán fue clara indicación de lo mucho que al joven le dolía aún recordar a Julia.

—Supongo que sí —fue cuanto dijo.

Volvió al bosque y un minuto más tarde regresó con dos grandes ramas para usarlas a modo de bastones. Luego se quitó los zapatos, ató un cordón con otro, se los puso en torno al cuello y se remangó los pantalones. Jude hizo lo mismo.

Skyler abrió la marcha avanzando de lado, sin perder de vista el oleaje, tanteando con el pie izquierdo hasta encontrar un apoyo seguro antes de mover la pierna derecha. Utilizó el bastón para apoyarse en él cuando recibía el embate de las olas. Pese a todas estas precauciones, su avance fue sorprendentemente rápido.

Jude lo observaba y, una vez Skyler se hubo alejado diez metros, lo siguió e imitó sus movimientos lo mejor que pudo. El agua estaba tibia y las rocas del fondo se hallaban cubiertas de algas resbaladizas. Mantener el equilibrio le resultaba más difícil de lo que al principio había pensado, ya que las corrientes que se arremolinaban en torno a sus piernas no dejaban de cambiar de dirección y velocidad. Por dos veces, sólo el bastón lo libró de caer al agua. En determinado momento, alzó la vista y vio un pequeño barco de pesca anclado en alta mar, a menos de un kilómetro.

No tardaron en llegar al centro del istmo, y el agua se hizo menos profunda. A partir de allí avanzaron con más rapidez y al cabo de menos de un minuto estaban ya en la otra orilla. Skyler se sentó en el suelo para ponerse los zapatos y Jude lo imitó.

—¿Ves ese barco de ahí? —preguntó Jude.

—Sí. Está pescando. En esta zona siempre hay alguno.

—Sí, claro.

Skyler miró en torno.

—No te imaginas lo extraño que se me hace estar aquí. Cuando éramos pequeños, ni siquiera nos permitían acercarnos. Así que, como es natural, fantaseábamos sobre este lugar, nos hacíamos todo tipo de preguntas.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de los niños. ¿Quiénes eran? ¿A qué fines estaban destinados?

—Este lugar debía de daros mucho miedo.

—No creas que tanto. Aunque supongo que, en el fondo, todos sentíamos el temor de que los niños fueran a ocupar nuestros puestos...

—Y probablemente no andabais muy desencaminados.

—Sí, supongo que dimos en el clavo. Y, teniendo en cuenta que nosotros somos clones, lo más probable es que ellos también lo sean, sólo que más jóvenes. Pensándolo bien, resulta lógico. De ese modo, cuando nuestros órganos envejezcan, será posible usar los suyos. Otro gran avance en la búsqueda de la longevidad —dijo Skyler sin ocultar su rencor, mirando fijamente a Jude, como si de algún modo lo hiciera responsable—. De todas maneras, el caso es que no tenemos ni idea de lo que vamos a encontrar aquí, si es que encontramos algo.

Jude asintió con la cabeza. Él había estado pensando lo mismo. De nuevo le asombró el hecho de que su cerebro y el de Skyler parecieran funcionar en tándem. En un montón de cosas eran parecidísimos, aunque en el fondo eran totalmente distintos. Reparó en que Skyler, en terreno conocido, parecía sentirse más seguro de sí mismo. Y Jude volvió a sentirse orgulloso de su gemelo; pero también picado en su amor propio.

—¿Sabes...? Ahora que estoy aquí y lo veo todo con mis propios ojos —dijo señalando con un amplio movimiento del brazo la isla que acababan de abandonar—, todavía me cuesta creer que esto sea cierto. O sea, es totalmente inconcebible que algo así exista frente a las costas de Georgia, el laboratorio privado de un loco que se dedica a producir seres humanos con fines experimentales.

Skyler lo miró por un largo momento sin decir nada, y luego se puso en pie.

—Continuemos adelante —fue cuanto dijo—. Sígueme.

Se hallaban totalmente rodeados por la alta hierba de las marismas. Desde el lugar en que se encontraban saltaba a la vista que aquella segunda isla era mucho menor. Medio centenar de metros más adelante había una línea de árboles. En aquel punto, la isla se ensanchaba, aunque seguía siendo lo bastante estrecha como para que se pudiera cruzar a pie en cinco o diez minutos. No se veía ningún edificio, ni otra indicación de que hubiera habitantes más que un pequeño sendero abierto entre la hierba.

Siguieron el camino hasta llegar a la altura de los árboles, donde el sendero desapareció. A partir de allí se vieron obligados a avanzar abriéndose paso entre la maleza, que era más tupida que en la primera isla. Había todo tipo de arbustos espinosos que se les enganchaban en los pantalones y les arañaban los brazos. Su avance fue lento, pero al fin consiguieron llegar a una pequeña pradera.

Fue entonces cuando lo oyeron por primera vez.

Era un extraño sonido que les llegó fantasmalmente transportado por el viento, similar a un quejido, claramente humano, pero distinto a cuanto ellos habían oído anteriormente.

Se miraron y, sin articular palabra, echaron a correr a través de la pradera. Delante había un grupo de altas palmeras y, a través de sus gruesos troncos, divisaron, a lo lejos, una edificación.

Al acercarse, distinguieron un muro de ladrillo de metro y medio de altura, coronado por alambre de espinos. Parecía sólido e inexpugnable, sin una sola abertura. El ruido sonaba ahora más alto. Siguieron el muro hasta un recodo en ángulo recto y luego hasta otro recodo igual. Allí los árboles eran más escasos y se divisaba una avenida, una pequeña caseta de ladrillo y, a lo lejos, un embarcadero. No se veía ni a una alma.

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