Experimento (26 page)

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Authors: John Darnton

El hombre estaba ordenando en montones un fajo de recortes de prensa. Sus huesudos dedos se movían con la rapidez de los de un crupier de Las Vegas.

—¿Y ahora qué quieres? —preguntó sin alzar la vista de su trabajo.

—Necesito todo lo que tengas sobre las sectas de los años sesenta.

—Eso es mucho pedir. Fue una época muy movida.

—¿Tú qué método de busca me aconsejas? —preguntó Jude, tras una breve reflexión.

Dunleavy le hizo unas cuantas preguntas generales para hacerse una idea de lo que pretendía encontrar. Luego se alejó arrastrando los pies por el corredor. Las luces del techo se reflejaban en la calva cabeza del hombre. Regresó cuatro minutos más tarde con una carpeta que ponía: SECTAS CIENTÍFICAS, ESTADOS OCCIDENTALES. Vació el contenido en el escritorio, sobre cuyo tablero cayeron tres carpetas menores, cada una de ellas amarrada con un fino cordón.

Dunleavy frunció inmediatamente el entrecejo.

—Aquí pasa algo raro —declaró solemnemente.

Una de las carpetas, la menos gruesa, estaba etiquetada como ARIZONA. Sólo contenía cuatro artículos y a Jude le bastó echar un vistazo para darse cuenta de que carecían de todo interés.

—Pero fíjate en la doblez que tiene aquí el cordón —dijo Dunleavy—. A eso me refería cuando dije que pasaba algo raro. Antes esta carpeta era mucho más gruesa. Toma, échale una mirada a los nombres de los que la han consultado. Tal vez eso te diga algo.

Dunleavy sacó de la carpeta una lista de nombres y fechas. La mayor parte de las entradas correspondían a los años setenta, y sólo una de ellas era reciente. La caligrafía era confusa y Jude trató en vano de descifrarla.

—Aquí pone Jay Montgomery, o Jay Mortimery, o algo por el estilo.

Dunleavy cogió la lista y, tras echarle una mirada, rió entre dientes.

—Aja. Ya decía yo. El nombre no tiene importancia, pero... ¿Ves la pequeña marca que hay junto al nombre, el punto negro? Yo lo puse. Siempre pongo una marca especial cuando la persona que solicita la información no forma parte del personal del
Mirror
.

—¿Quieres decir que alguien que no era del periódico consultó el archivo?

—Exacto.

—¿Y quién fue?

—Su identidad no la conocemos, pero sabemos de dónde venía.

—¿De dónde?

—Un punto azul para la policía. Rojo para la CÍA. Verde para la NSA. Y negro para...

—... el FBI.

—Exacto. De lo que se deduce que alguien del FBI sacó esta carpeta hace cuatro meses, y se llevó casi todo su contenido. Lo cual, debo decirlo, fue un comportamiento muy poco ortodoxo.

Y, dado que el tipo tenía una fotocopiadora a menos de veinte pasos, el hurto no se debió al simple deseo de conservar la información.

—Sería para que alguien no viera el expediente.

—Fue para que nadie viera el expediente —corrigió Dunleavy.

Jude comprendió que había llegado a un nuevo callejón sin salida.

—¿No hay forma de rastrear los recortes?

Dunleavy comenzó a desatar las otras dos carpetas.

—La única esperanza —dijo—, es que alguien, después de efectuar una consulta, se equivocara de carpeta al guardar de nuevo los recortes. Es algo que sucede con más frecuencia de la que imaginas.

Tales palabras fueron proféticas, pues al cabo de un momento Dunleavy encontró un pequeño papel amarillento que contenía cuatro párrafos de un artículo que, accidentalmente, se había roto en dos pedazos.

El artículo, aparecido el 8 de noviembre de 1967, hacía referencia a un grupo llamado Instituto para la Investigación de la Longevidad Humana, que había presentado varios candidatos a unas elecciones locales, y había cosechado una aplastante derrota. Un portavoz del grupo que, según el artículo, prefería no dar su nombre, efectuó unas agrias declaraciones en las que anunció que la organización «se retira para siempre de la política y, en el futuro, tratará de alcanzar sus metas valiéndose únicamente de la investigación». Y añadió que el grupo «ha cambiado su nombre por el de W».

—¿W? ¿Qué demonios significa eso? —preguntó Jude.

Faltaba el final del artículo pero daba lo mismo. Conociendo la fecha, Jude podía conseguirlo completo en microfilm. Y, además, en la parte superior de la columna figuraba el dato esencial. El artículo estaba fechado en Jerome, Arizona. En cuanto leyó aquello, comprendió que había encontrado algo significativo, ya que una campanilla olvidada acababa de tintinear en el fondo de su memoria.

—Habla usted con la consulta del doctor.

La voz del teléfono tenía un toque de la brusquedad nasal con la que los neoyorquinos parecen exigir a cualquier comunicante que vaya al grano cuanto antes.

—El doctor Givens, por favor —dijo Jude, pensando que no había una probabilidad entre mil de que el propio Givens se pusiera al teléfono.

—Lo siento, el doctor no está. No vendrá en toda la semana.

Jude se alegró de oírlo. Si había llamado era precisamente porque esperaba que el doctor Givens, el facultativo que le correspondía por el seguro médico del
Mirror
, no estuviera pasando consulta. Necesitaba a cualquier médico menos a Givens. Al fin algo me sale bien, se dijo.

—Me llamo Jude Harley y soy uno de sus pacientes. Necesito que me hagan inmediatamente un reconocimiento médico completo.

La palabra «inmediatamente» no le sentó nada bien a la recepcionista, que se limitó a mascullar: «Aguarde.» Jude oyó que su nombre era tecleado en un ordenador y un silencio mientras la mujer leía su historial. Afortunadamente, éste era corto y aburrido. Pero dentro de poco será mucho más interesante.

—¿Puede decirme qué le ocurre, señor Harley?

Para que a la recepcionista se le metiera en la cabeza que su caso era urgente, Jude tuvo que hacer uso de un torrente de imaginativas mentiras acerca de palpitaciones y desvanecimientos, e inventarse unos antecedentes familiares saturados de las más graves enfermedades.

—Lo lamento, pero su póliza no cubre más reconocimientos que los que decida hacerle su propio médico.

Era de esperar, pues el seguro de empresa contratado por Tibbett tenía fama de escuálido. Pero cuando Jude se manifestó dispuesto a pagar el reconocimiento de su bolsillo sin más y añadió que deseaba que el examen fuese completo y a fondo, el tono de la mujer reflejó algo lejanamente parecido a la amabilidad. Le dijo que, si no le importaba que lo atendiese un médico joven que había ingresado hacía poco en la organización, podía darle cita para aquella misma tarde.

Jude colgó el teléfono público con una amplia sonrisa en los labios y le mostró un puño con el pulgar levantado a Skyler. Por la expresión de desconcierto de éste, fue evidente que no tenía ni la más remota idea de lo que tal gesto significaba.

Tizzie se reunió con ellos en la peluquería unisex de la avenida Lexington. Jude la llamó en cuanto hubo sacado a Skyler a escondidas de su edificio, a través del sótano y por la salida posterior. Skyler salió con una gorra de golf y unas gafas oscuras que ahora se hallaban junto a la pila en la que le estaban tiñendo el pelo de rubio.

—Va a tener un aspecto ridículo —opinó la joven.

—No, qué va. Además, cuando menos se parezca a mí, mejor.

—Comprendo. O sea que la mejor forma de que no se parezca a ti es que tenga pinta de fantoche, ¿no?

A Jude no se le ocurrió ninguna respuesta.

La peluquera, una joven que mascaba chicle, se les acercó.

—Bueno, ¿qué ocurre? ¿Son ustedes gemelos y están cansados de parecerse?

—Algo por el estilo —dijo Jude.

—Puedo hacerle un corte estilo Leo. O quizá algo más juvenil. ¿Qué tal punki? Lo malo es que él ya parece más joven que usted. Y supongo que los dos quieren seguir pareciendo de la misma generación, ¿no?

Jude asintió con la cabeza y la peluquera miró a Skyler.

Éste, sentado en la silla de barbero, con un paño a rayas blancas y negras anudado en torno al cuello, contempló en el espejo su nueva cabellera rubia y luego miró significativamente hacia el reflejo de Tizzie.

—Él quiere que le pregunte —insistió la peluquera.

—Córteselo a cepillo —respondió Jude.

—No me refiero a usted —dijo la mujer, y se volvió hacia Tizzie—: Usted es quien debe decirlo.

Tizzie sonrió.

—Hágale un bonito corte de pelo, como ése —repuso, señalando una gran foto de George Clooney que colgaba de la pared.

—De acuerdo —dijo la estilista.

—Tu embrujo ya está haciendo efecto —comentó Jude.

La visita al médico fue una dura prueba. Costó mucho persuadir a Skyler de que entrase en la consulta, que se hallaba tras una pequeña puerta lateral contigua a una imponente entrada con toldo que daba a la calle Ochenta y seis.

Jude se quedó fuera. Le había explicado a Skyler una y otra vez por qué era tan importante que se sometiese a un reconocimiento médico que estableciera de una vez por todas hasta qué punto se parecían ellos dos. Jude se dijo que Skyler debía de haber tratado con demasiados médicos en su corta vida. Su falta de ganas de pasar por un reconocimiento era comprensible, pero debía someterse a él para obtener las respuestas que buscaban. Al fin, Jude convenció a Tizzie de que lo acompañara, y sólo entonces accedió Skyler a hacer lo que le pedían.

Tizzie llamó al timbre y la recepcionista abrió la puerta desde su puesto. Skyler respingó sobresaltado al oír el zumbido de la apertura eléctrica. Su acompañante le explicó que la puerta permanecía cerrada para evitar que los de fuera entrasen, no para evitar que los de dentro salieran.

El nerviosismo del paciente era tan evidente que la recepcionista, la misma que había hablado por teléfono con Jude, se sintió conmovida y sonrió con amabilidad al tender a Tizzie el historial médico de Jude. La mujer les dijo que trataría de que los atendieran cuanto antes. La sala de espera estaba casi llena y ocuparon las dos últimas sillas vacías.

Tizzie preguntó a su compañero por la atención médica que recibían en la isla. Él le habló de los reconocimientos semanales, de los análisis de sangre y de orina, de la obsesión por las vitaminas y la comida dietética.

—Dime una cosa: ¿disfrutabais todos de buena salud?

—Sí, todos estábamos perfectamente.

—Pero a veces alguien enfermaba.

—Sí, claro que sí.

—Y, a veces, el enfermo no se recuperaba. Eso fue lo que nos dijiste.

—Los enfermos se recuperaban la mayor parte de las veces.

Pero no siempre.

—¿Y qué ocurría cuando no se recuperaban?

—Se morían.

—¿Así de simple?

—Sí. No volvíamos a verlos. Asistíamos a sus funerales.

—¿Conocíais vosotros la causa de las muertes? ¿Os daban algún tipo de explicación?

—Pues no. Simplemente nos decían que habían muerto.

—Pero, cuando no morían, ¿se recuperaban por completo?

—Sí, aunque algunas veces les faltaba algo. Un ojo, por ejemplo.

Tizzie quedó visiblemente impresionada.

Apareció una enfermera con una tablilla entre las manos y miró a Skyler.

—Hola, Jude —dijo—. Te has cambiado el pelo. Estás muy bien.

Skyler trató de sonreír. —¿Qué te trae por aquí? Tizzie respondió por él.

—Nada concreto. Sólo viene a hacerse un reconocimiento general.

—Buena idea. Eso es lo que hay que hacer. Ven conmigo.

Observó que Tizzie apretaba la mano de Skyler y éste se ponía en pie atemorizado. De camino hacia la sala de reconocimientos, la enfermera se volvió y lo miró a los ojos.

—Espero que todo vaya bien —le dijo con sinceridad.

Hora y media más tarde, después de que a Skyler le hubieron sacado muestras de todos los fluidos corporales posibles y de que le hubieran radiografiado cada hueso y examinado todos los orificios y protuberancias corporales, regresó a la sala de espera. Estaba nervioso, pero de una pieza, y su alegría fue evidente cuando vio a Tizzie leyendo una revista. Fueron hasta un mostrador en el que un letrero anunciaba: LAS MINUTAS DEBEN PAGARSE AL CONCLUIR LA VISITA. Tizzie sacó un cheque que Jude había firmado en blanco. Estaba a punto de escribir la cantidad cuando la filipina que atendía el mostrador preguntó por qué no lo hacía el propio Skyler. Éste empuñó el bolígrafo y escribió la cifra con cuidada caligrafía. A Tizzie le impresionó lo mucho que su letra se parecía a la de Jude.

Una hora más tarde, Jude y Skyler viajaban en el metro. Sintiendo en el cuerpo los fuertes traqueteos del tren, a Skyler le costaba creer que algo pudiera armar tal estruendo. Pero la gente que lo rodeaba no lo advertía o, si lo advertía, no parecía importarle. El joven se sentía fascinado por los pasajeros. Nunca había visto a tantas personas juntas, ni a tantas personas tan diversas. Ni en sueños se le había ocurrido que la gente pudiera tener tantos tamaños, formas y colores distintos. Algunos de los pasajeros se parecían a Kuta. Y las ropas que vestían eran vistosas e igualmente variadas: camisetas estampadas, vestidos floreados, chaquetas ligeras y faldas cortas, gorras de béisbol, boinas y auriculares. Sin embargo, sus compañeros de viaje no parecían demasiado felices, pues ninguno sonreía. Al otro lado del vagón, un hombre de corto cabello rubio y gafas de sol parecía no quitarle ojo. Le mantuvo la mirada y se llevó un sobresalto al darse cuenta de que estaba contemplando su propio reflejo.

Las ruedas chirriaron de nuevo cuando el tren entró en una estación y se detuvo. Las puertas se abrieron y Skyler pudo ver varias columnas y una pared revestida de baldosas blancas. Docenas de pasajeros salieron y otras docenas se abrieron paso para subir al vagón. A Skyler le parecía asombroso que ni siquiera los niños se asustaran por el ruido y la multitud. Uno de ellos dormía en una sillita con ruedas similar a las que él había visto arriba, en las calles.

Había decidido mantenerse pegado a Jude y no lo perdía de vista. Jude parecía muy nervioso. No dejaba de mirar a su alrededor y, cuando compró los billetes de metro, lo hizo mirando constantemente por encima del hombro, cosa que no dejó de inquietar a Skyler. Comenzó a ver amenazas por todas partes. Jude le explicó que intentaba detectar la presencia de algún ordenanza, y le hizo prometer que le avisaría en cuanto viese a uno de los hombres del mechón.

Hacía un rato, Jude le había explicado a Skyler que lo iba a llevar a su propio apartamento, y le aseguró que allí estaría a salvo, pues nadie conocería su paradero. Skyler no estaba tan seguro de que fuera a ser así. Creía de una forma casi supersticiosa que los del Laboratorio eran capaces de conseguir cualquier cosa. Su poder era ilimitado, y sus tentáculos llegaban a todas partes. Por bien que se escondiera, alguno de ellos sin duda lo encontraría y lo aprehendería. Y no le apetecía en absoluto la idea de separarse de Jude. Le aterraba pensar que tendría que tomar decisiones y enfrentarse solo a esa complicada ciudad. Miró de nuevo a su acompañante, que seguía escrutando el interior del vagón.

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