Authors: John Darnton
Comenzaba a sentir una cierta confianza en Jude. Pero era una confianza intermitente, que iba y venía y que hasta desaparecía por completo en cuanto se ponía a pensar en todas las posibilidades existentes. Pensó que, si se equivocaba y en realidad Jude estaba pensando en deshacerse de él porque formaba parte de una conspiración de magnitud mucho mayor de lo que alcanzaba a imaginar, aquélla sería precisamente la mejor forma de conseguir sus fines. Jude lo llevaría a un apartamento alejado de todas partes y lo dejaría allí cociéndose en su propio jugo para que luego hiciera frente a solas a su perdición. O quizá en el apartamento hubiera ya gente de la isla esperando para llevárselo. Sin embargo... Tenía que seguir con Jude. No le quedaba otra opción.
Notó que alguien le tiraba de la manga. Era Jude. Habían llegado a su estación. En la pared de blancas baldosas del exterior, un letrero anunciaba: ASTOR PLACE. Las puertas se abrieron y salieron. Jude iba delante y Skyler detrás, apretando el paso, no fuera a ser que las puertas se cerraran de pronto y lo dejaran dentro separándolo para siempre de Jude. Cuando cruzaron los torniquetes de salida, Jude seguía atento, buscando entre la multitud algún mechón blanco delator.
En la calle hacía un calor asfixiante, pero Skyler se alegró de hallarse fuera del túnel subterráneo. Cruzó la calle tras Jude y lo siguió a lo largo de dos manzanas. Entraron en un bar e inmediatamente Skyler sintió el chorro de aire fresco. Era el aire acondicionado, al que ya comenzaba a acostumbrarse. En la máquina de discos sonaba una canción country. Se subió las gafas a lo alto de la cabeza pero el local estaba tan oscuro que apenas le fue posible ver nada. Jude se sentó en un taburete y Skyler se acomodó a su lado. Jude pidió una cerveza para él y una coca-cola para Skyler.
Jude dio un largo trago, dejó el vaso en la barra y chasqueó la lengua. Se volvió hacia Skyler y, señalando el edificio de la acera de: enfrente que se veía a través del ventanal del bar, le dijo que aquel iba a ser su alojamiento. Debía pedirle la llave al conserje, en la planta baja, y luego subir a pie hasta el tercer piso. Tendría que quedarse en el apartamento y esperar a que Jude se pusiera en contacto con él; podría salir a comprar comida en la tienda elle la esquina, y poco más. Mientras tanto, Jude haría todo lo posible por averiguar qué estaba sucediendo y trataría de idear algún plan.
—¿Alguna pregunta?
Skyler, aún inseguro, negó con la cabeza.
—Toma —dijo Jude tendiéndole unos billetes que acababa de sacarse del bolsillo—. No es gran cosa, sólo cincuenta dólares, pero son todo lo que llevo encima en este momento.
Skyler se guardó los billetes. Nunca había visto tanto dinero junto. A. través de los oscuros cristales de sus gafas, clavó la vista en los ojos de Jude.
—¿Sabes...? —comenzó—. Aún tengo que contarte muchas cosas acerca de la isla.
—¿Qué cosas?
—Bueno, no te he hablado de todas las personas que estaban allí conmigo. Había una en particular. Una chica. Estaba en el grupo de edad...
La voz se le quebró y Jude esperó en silencio.
—Se llamaba Julia. Era toda mi vida. Murió. Por eso me fugué.
—Lo siento.
—Estaba enamorado de ella... Y sigo estándolo.
Se interrumpió. Bueno, ya lo había dicho. Y, de momento, no deseaba añadir nada más. Ya habría tiempo.
Jude le pasó un brazo por los hombros y a Skyler le produjo extrañeza y agrado que su compañero lo tocara de aquel modo.
—Tómate una cerveza —le sugirió Jude.
Pidió dos, se las bebieron y salieron del local.
Ya en la calle, se separaron con un apretón de manos. Esto le pareció raro a Skyler, que se preguntó si volvería a ver a Jude. Se ajustó las gafas, metió las manos en los bolsillos, cruzó la calle y, siguiendo las instrucciones de Jude, entró en el edificio y llamó a la puerta del conserje.
—Menudo calor —comentó el fornido individuo que apareció en el umbral y, tras mirar de arriba abajo a Skyler, añadió—: No ha tardado usted mucho en cambiar de pinta. Me gustaba más antes.
El colchón sobre el que Skyler se hallaba tumbado estaba lleno de bultos. Se hundía tanto en la parte del centro que al joven no le era posible volverse de lado y seguir respirando, lo cual aumentaba la ya considerable claustrofobia que sentía. La ventana estaba abierta y las sucias cortinas se mecían a impulsos de la leve brisa, pero él se estaba achicharrando de calor. Sudaba a mares y le parecía que estaba a punto de ahogarse. Sin embargo, cuando se puso en pie y se acercó a la ventana, sintió un súbito escalofrío y casi comenzó a temblar. Echaba de menos la fresca brisa y el tibio sol de su isla.
La habitación, lúgubre y maloliente, le deprimió en cuanto abrió la puerta. Las cucarachas esperaron cinco minutos completos antes de reanudar sus paseos por el linóleo de la cocina. Al abrir un armario, se encontró una trampa con dos ratones muertos en su interior. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de mugre, el papel de las paredes se estaba desprendiendo y la pila tenía manchas amarillentas debajo de los grifos, lo cual le hizo preguntarse si el agua sería potable.
Los sonidos de la calle que entraban por la ventana no dejaban de sobresaltarlo. En algún lugar próximo sonaba una radio con música de baile hispana a toda potencia. De nuevo sintió que todo aquello era demasiado para él. El ruido, los semáforos, los edificios que se alzaban hasta el cielo, la gente que atestaba las aceras. No tenía a nadie con quien hablar, ni sabía qué iba a hacer con su vida. Era como si se hallara en medio del vacío, y todos sus miedos e incertidumbres se hubieran abalanzado sobre él asfixiándolo, haciéndole sentir ganas de gritar.
Mató el tiempo pensando en sus fantasmas, aunque se daba cuenta de que con ello sólo conseguiría sentirse aún más solo. Y así, tumbado en la cama de aquel lóbrego cuarto situado en aquella gigantesca y despiadada ciudad, evocó su vida en la isla.
Pensó en Raisin y en las correrías por los bosques, en lo felices y libres que se sentían los dos. Recordó de nuevo cómo Julia los seguía, y pensar en ella lo sumió en algo parecido a la desesperación. De haber sabido lo mucho que llegaría a quererla, habría actuado de modo muy distinto. Evocó la ocasión en que se la llevaron al quirófano, y el pánico que sintió. Con una agridulce sensación, recordó también cómo ambos habían descubierto el amor carnal.
Le estaba sucediendo algo curioso. En su cabeza, la imagen de Julia comenzaba a confundirse con la de aquella otra mujer. Tizzie. Tizzie... ¿qué clase de nombre era aquél? Un gran signo de interrogación pendía sobre la joven. Además, no era tan bella como Julia, ni tan amable, ni tan generosa, ni tan intrépida, ni tan cálida. No obstante, en la consulta del médico se había mostrado muy solícita con él, eso tenía que reconocerlo.
No alcanzaba a entender cómo encajaba Tizzie en aquel absurdo rompecabezas. La primera vez que la vio, cuando se despertó y la encontró a su lado en la cama, estuvo a punto de desmayarse. Fue una experiencia traumática. Entendió que ella se había sobresaltado al verlo a él tanto como él se había sobresaltado al verla a ella, lo cual no consiguió sino aumentar su inquietud. Su forma de actuar le hizo pensar por un momento que la mujer también lo había reconocido, lo mismo que él la había reconocido a ella, como si los dos hubieran compartido efectivamente vivencias en una época anterior de sus vidas. Sin embargo, Skyler comprendía —al menos racionalmente— que la actitud de Tizzie se debía únicamente a lo mucho que él se parecía a Jude. Su primera reacción fue saltar de la cama y estirar la sábana de arriba para envolverse en ella, dejándolo a él desnudo sobre el colchón. Skyler también se levantó, cogió la sábana de debajo y se tapó. Luego los dos se quedaron allí plantados mirándose. Al fin, Tizzie quiso saber quién era. Skyler le dijo cómo se llamaba y le explicó que, tras ver la foto de Jude en un periódico, había decidido ir a Nueva York a buscarlo. El joven no se atrevió a preguntar a Tizzie quién era ella. Después apenas hablaron, pues ambos se sentían muy incómodos. Tras vestirse apresuradamente, fueron a sentarse a la mesa de la cocina, donde esperaron en silencio el regreso de Jude.
Desde entonces, Skyler había experimentado tantos sentimientos contrapuestos hacia Tizzie que ya no sabía a qué carta quedarse. Cuando ella se hallaba presente, él bebía sus palabras, estaba pendiente de todos sus movimientos y no podía prestar atención a ninguna otra cosa. Cuando Tizzie no estaba, Skyler pensaba constantemente en ella. Había momentos en los que le recordaba efectivamente a Julia, ya fuera por la forma de mover la cabeza, o por el modo de sentarse con las piernas cruzadas, o por alguna de las inflexiones de su voz. A veces, el parecido era tan marcado, que Tizzie parecía ser verdaderamente Julia resucitada, y el joven tenía que hacer un supremo esfuerzo para controlarse. Se sentía casi eufórico, como si la vida le estuviera dando una segunda oportunidad... Como el anochecer en que vio a Julia salir al fin sana y salva del bosque.
Pero en otros momentos, los gestos, ademanes y tonos de Tizzie no le recordaban en absoluto a los de Julia. En tales ocasiones, la mujer no le parecía más que un torpe remedo de la difunta, y su añoranza de la auténtica Julia alcanzaba extremos rayanos en la locura. Estaba furioso con el Laboratorio y con quienes lo dirigían y, por algún inexplicable motivo, también con la propia Tizzie.
Skyler no sabía cuál de las dos reacciones era peor. En ambos casos —se pareciera o no se pareciera a Julia—, Tizzie producía en él un infernal torbellino de pasiones. Aquel permanente ir y venir entre la esperanza y la desesperación era una especie de viaje por la montaña rusa de las emociones y los afectos tras el cual quedaba ofuscado y exhausto.
Pero, en términos prácticos, en lo que atañía a su propia supervivencia, ¿qué significaba la existencia de Tizzie? ¿Qué relación tenía tal existencia con el Laboratorio y con los que gobernaban la isla? ¿Cómo era posible que hubiera dos pares de personas de aspecto idéntico con vidas tan íntimamente entrelazadas? Y, si había dos... ¿habría otros? Necesitaba saber más, indagar más, y hasta que lo hubiera hecho, no revelaría lo poco que ya sabía. Se dijo que, para Tizzie, y quizá también para sí mismo, lo mejor sería no decirle a nadie, ni siquiera a Jude, lo mucho que la mujer se parecía a Julia.
Tumbado en la cama deshecha, enfrascado en sus pensamientos y sudando a mares, Skyler volvió a la realidad con un sobresalto. Había oído algo, un ruido al otro lado de la puerta. ¡Pasos! Y no pasos normales, sino muy débiles, como si la persona que estaba en el pasillo tratara de aproximarse sin que la oyeran.
Se levantó, fue a paso de lobo hasta la puerta que comunicaba el dormitorio con la cocina y aguzó el oído. Le pareció que los pasos se detenían frente a su puerta y creyó percibir la presencia de la persona que se hallaba en el exterior, pensando, esperando. ¿Serían sólo imaginaciones suyas? Decidió no quedarse a averiguarlo.
Cruzó el dormitorio y abrió del todo la ventana. En el exterior, pegada al muro del edificio, había una extraña escalera metálica que parecía descender hasta la calle. Se volvió y quedó a la escucha. ¿Habían llamado a la puerta? No estaba seguro. Salió a la especie de andamio metálico sin estar muy seguro de que éste soportara su peso. Con el ruido del exterior, le era imposible saber si seguían llamando a la puerta. Sin más vacilación, comenzó a bajar a toda prisa la escalera de incendios.
Alzó la vista. ¿Qué era aquella sombra que se veía entre los barrotes metálicos? ¿Alguien tenía la cabeza asomada por la ventana de su habitación? Siguió bajando y, al llegar al suelo tras estar a punto de caerse del tramo final de la escalera basculante, echó a correr con todas sus fuerzas. Al doblar una esquina para meterse por un callejón, casi se dio de bruces con el conserje, que se quedó mirándolo boquiabierto.
Pero él no se detuvo. Siguió como una exhalación hacia la calle principal y continuó a la carrera por Astor Place. Una manzana, dos, tres, cuatro... Skyler corría todo lo que le daban las piernas por las calles de la inhóspita y amenazadora ciudad.
La voz de McNichol había sonado por teléfono con un inconfundible timbre de satisfacción. Tenía una respuesta preparada para Jude, y el hombre se expresaba como la primera vez que se vieron. Volvía ser el cordial forense que lo condujo en visita guiada a través de un cadáver, y no el autor de una prueba del ADN que había señalado a un juez vivo como víctima de un asesinato. McNichol había insistido en darle a Jude en persona la respuesta a lo que él llamó «su pequeño acertijo». Lo cual no dejaba de ser extraño. ¿Por qué no podía dársela por teléfono? El forense dijo que tenía que ir a Nueva York por un asunto de trabajo, y que le esperaría a las cuatro en punto de aquella tarde. Mencionó una dirección en Foley Square cuyas señas le resultaron vagamente familiares a Jude.
En la redacción, el periodista seguía intentando hurtarle el cuerpo al trabajo. Llevaba varios días sin publicar un solo artículo y comenzaba a sentir remordimientos por su inactividad. Cuando se disponía a tomarse la sexta taza de café de la mañana, oyó su nombre por el sistema de megafonía interna. El jefe de Local quería verlo. Cuando llegó al despacho de Bolevil, lo encontró de un humor de perros.
—¿En qué estás trabajando? —le preguntó el australiano sin más preámbulo.
—En el asesinato de New Paltz. Es un asunto con un montón de cabos sueltos, y creo que puede salir algo jugoso. —New Paltz... ¡Mierda! ¡Te dije que no siguieras con eso! —Qué va, no me dijiste nada. —Pues no lo entiendo. Hubo orden... —¿Qué orden hubo? ¿Quién la dio?
—Eso no importa. Lo que tienes que hacer es olvidarte de ese asunto, ¿entendido? Maldita sea... New Paltz... Hay que joderse.
Como muchos australianos, cuando Bolevil decía «Hay que joderse» lo que en realidad quería decir era «Anda y que te jodan». Si bien la causa de tal agresión era incierta, la intensidad del ataque no lo era, y frente a uno de los cubículos más cercanos se había formado un pequeño grupo de mirones que parecían muy entretenidos con el calvario por el que estaba pasando Jude. El periodista no los criticaba, pues contemplar a Bolevil haciendo picadillo a la gente era uno de los pasatiempos favoritos de la redacción. Sin embargo, no se trataba de un deporte sangriento, ya que el jefe de Local tenía escasa autoridad real, sólo la que le daba invocar el nombre de Tibbett, cosa que en los momentos de crisis hacía casi constantemente.