Authors: John Darnton
Y, más aún, Jude advirtió que el juez tenía un cierto parecido con el cadáver de New Paltz, más o menos la misma altura y la misma complexión. Aparte de eso, y dadas las condiciones en que se hallaba el cuerpo, no era posible decir más.
A Jude la cabeza le daba vueltas. O sea que el juez no había muerto. Pero, entonces, ¿de quién era el cadáver? ¿Y a qué se debía el parecido?
Jude se sentó en un banco junto al pasillo. Tenía la impresión de que, desde que él había entrado en la sala, el juez no le había quitado ojo.
Ahora estaba seguro, Reilly tenía la mirada clavada en él.
De pronto, el juez frunció el entrecejo, apartó la mirada por un momento y luego volvió a fijarla en Jude. Parecía haber palidecido. Se puso en pie y se giró como para retirarse, pero cambió de idea y volvió para dar un golpe con la maza. Hecho esto, abandonó la sala de audiencias. Un inseguro alguacil salió de la sala tras el juez; pero no tardó en regresar y él mismo dio otro golpe de maza. Mirando hacia el público, que ahora se rebullía, desconcertado, anunció:
—Se levanta la sesión.
Tizzie llegó al apartamento de Jude y abrió con su propia llave, haciendo equilibrios con el bolso en una mano y con un paquete envuelto para regalo en la otra. Sabía que no había nadie en casa. Desde la calle había visto que muchas de las ventanas del edificio estaban iluminadas, pero no las de aquel piso.
La joven había oído el mensaje de Jude en el contestador, aunque en realidad él no dejó mensaje, sino simplemente su nombre. Ella había decidido que lo mejor sería ir a verlo, aunque se sentía fatigada tras el viaje y habría preferido irse derecha a la cama de no ser porque sentía remordimientos. Últimamente, se había mostrado fría y distante hacia Jude, y no había sido ésa su intención. Estaba recibiendo de Jude mensajes contradictorios. Parecía que él deseaba una mayor intimidad, pero cada vez que ella avanzaba un paso en su dirección, era como si Jude retrocediese otro paso. Y Tizzie, pese a lo mucho que le gustaba Jude, también se sentía incómoda con él, y no comprendía por qué. Era eso lo que la hacía sentir remordimientos. Fueron precisamente esos remordimientos los que le hicieron comprarle un bonito jersey de punto en una pequeña tienda de White Fish Bay.
Dejó el paquete en una mesita del vestíbulo, entró en la cocina y encendió la luz. Estudió el desorden reinante. Sobre una repisa había una botella vacía de whisky, y la pila estaba llena de cacharros sucios, entre ellos dos platos con manchas de huevo. Jude había tenido visita, eso estaba claro, se pasaron la noche bebiendo y después desayunaron. Pero... ¿qué demonios hacía allí aquel trapo de cocina lleno de pelos cortados? ¿Qué estaba sucediendo?
Pasó a la sala y pudo darse cuenta de que alguien había dormido en el sofá, lo cual la tranquilizó relativamente. Al menos Jude no le había sido infiel. O eso, o su rival roncaba muy fuerte, se dijo a sí misma en broma. Se golpeó la rodilla con el borde de la mesita del sofá y masculló una imprecación.
En cuanto entró en el dormitorio y oyó el sonido de una respiración acompasada, comprendió que Jude estaba allí, dormido. Cosa que no dejaba de ser extraña, pues ¿a qué venía estar durmiendo al anochecer? Se acercó al lado izquierdo de la cama y miró a Jude en la penumbra. La suave mejilla, las largas pestañas, el cabello castaño... Parecía tranquilo e indefenso, casi como un muchacho, y verlo así hizo que Tizzie experimentara una complicada amalgama de pasión de mujer y sentimientos maternales.
Se dijo que tampoco a ella le vendría mal echarse una siesta, ya que el viaje de regreso a Nueva York la había dejado exhausta. Rodeó la cama, se sentó en una silla, se quitó los zapatos y los dejó a un lado. Se puso en pie, se bajó la cremallera del vestido, dejó que éste resbalara hasta el suelo, se inclinó a recogerlo y lo dejó sobre el respaldo de la silla. Después se quitó los pantis y el sujetador y los colocó sobre el vestido. Advirtió que la respiración de Jude cambiaba, como si el durmiente hubiera pasado a una fase de sueño distinta.
Fue hasta el lado derecho de la cama, se metió dentro de ella y se cubrió con la sábana hasta la barbilla. Notó el fresco tacto del algodón sobre la piel. Estiró las piernas y miró al hombre que dormía a su lado en la penumbra. Estaba vuelto hacia el otro lado, por lo que sólo podía verle la espalda. Incluso en reposo, los músculos de aquella espalda parecían fuertes, viriles. Tizzie se arrimó a Jude, le puso un brazo en torno al cuerpo, los pechos contra la espalda y las piernas entre las de él. Quedaron como dos cucharas en el interior del cajón de los cubiertos.
Jude se removió profundamente dormido. Tizzie se apretó aún más contra él. Alzó una pierna y la reposó sobre el muslo de Jude, que estaba sorprendentemente cálido. La joven sintió de nuevo aquella extraña mezcla de amor maternal y carnal. Él volvió a agitarse en sueños. Luego su respiración se acompasó y Tizzie se separó de él retirándose a su lado de la cama.
Se dijo que probablemente estaba soñando. Ociosamente, se preguntó qué se sentiría haciendo el amor con alguien que estaba soñando que hacía el amor. Luego giró sobre sí misma y se quedó de costado, con el extremo de la sábana hecho un reguño bajo la barbilla. Poco a poco, fue quedándose dormida.
Un rato más tarde —como estaba adormilada, no le fue posible calcular cuánto tiempo había transcurrido—, sonó el timbre del teléfono, que repicaba sobre la mesilla más próxima a ella. ¿Por qué no contestaba Jude? Contrariada por el hecho de que hubieran interrumpido su siesta, alargó una mano y descolgó. ¿Quién demonios llamaría a aquellas horas? Se incorporó sobre un codo y se llevó el receptor a la oreja. De una forma vaga, se dio cuenta de que el cuerpo que descansaba a su lado se removía, saliendo de las profundidades del sueño.
—Dígame —contestó.
La familiar voz que sonó al teléfono hizo que se despabilase por completo.
—¿Tizzie? —preguntó Jude—. ¿Qué estás haciendo ahí? —Como la joven no respondió inmediatamente, él dijo—: Soy yo. Jude. ¿Eres tú, Tizzie?
—Sí —repuso ella con un hilillo de voz y mirando al hombre tendido a su lado que, ya despierto, la miraba con los ojos muy abiertos.
Ver a Jude allí y escuchar al mismo tiempo su voz por el teléfono resultaba tan inconcebible que el asombro la había dejado muda.
—Tizzie —siguió la voz telefónica—. A estas alturas ya debes de haberlo visto. Comprendo que estarás hecha un lío y te costará creer lo que sucede.
Al fin ella logró articular unas palabras.
—Y que lo digas —murmuró.
Jude no estaba seguro de cuándo se había dado cuenta de que unos faros lo seguían. Recapitulando, se dijo que fue en el South Bronx, cuando se apartó de Major Deegan para enfilar el puente de la avenida Willis, un atajo que le ahorraría tres dólares y medio en peaje, pero que también suponía circular un rato por calles apartadas.
En realidad, no había prestado mucha atención porque se hallaba absorto en sus pensamientos, dándole vueltas y más vueltas al rompecabezas con el que se enfrentaba. Lo mirase como lo mirase, no lograba encontrarle el menor sentido a todo aquello. Hacía unas horas, se había dirigido a New Paltz con el nombre de un difunto como única información, y sospechando únicamente que el asesinado tenía alguna relación con la gente con la que estaba implicado Skyler. Ignoraba lo que podía encontrar, pero había albergado la esperanza de que, investigando en el pasado de la víctima, tal vez averiguaría algo o encontraría alguna pista que le permitiera seguir las indagaciones. ¿Y qué había sucedido? Que regresaba a Nueva York sintiéndose aún más confuso que al principio. Resultaba que el muerto, a fin de cuentas, no estaba muerto, sino vivito y coleando y que, además, era un juez famoso. Entonces... ¿quién era el hombre al que asesinaron y mutilaron? ¿Y por qué su ADN era idéntico al del juez? Y, el mayor de los misterios, ¿por qué el juez —al que Jude no había visto en su vida— se mostró tan inquieto al verlo entrar en la sala de audiencias? Este último enigma era especialmente desconcertante y resultaba una prueba más de que Jude se estaba metiendo de cabeza en una extraña trama de la que no sabía absolutamente nada. Era como si uno entrase en un cine con la película por la mitad... y se encontrase con su propia cara proyectada en la pantalla.
Jude había invertido el resto del día en tratar de desentrañar el misterio. Volvió a consultar con McNichol, quien se sintió doblemente molesto por aquella segunda intrusión. Jude no deseaba incomodar al temperamental forense, no fuera a ser que se negase a hacerle el pequeño favor que le había pedido. Sólo le preguntó lo suficiente para cerciorarse de que McNichol estaba seguro al ciento por ciento de los resultados del análisis de ADN de la víctima.
—Mire —le había dicho el forense—, es imposible que hubiera una equivocación. Algunas de las identificaciones son parciales u ofrecen dudas, pero ésta no. Ésta estaba clara como el agua.
Después Jude decidió investigar al juez. Se dirigió a la biblioteca local, se instaló con su ordenador en el «área de trabajo informático» y conectó con Nexis para obtener el expediente computerizado de recortes de prensa. Le sorprendió lo voluminoso que era, tratándose de alguien tan joven como el juez, que no debía de tener más de treinta años, la misma edad que Jude. Había numerosos artículos acerca de los diversos casos que Reilly había juzgado. El hombre parecía tener el don de acaparar los asuntos importantes que se producían en la parte norte del estado. Había casos de abuso sexual, demandas referidas a asuntos de jurisdicciones escolares, reclamaciones por impago de impuestos, e incluso una demanda por unos implantes de pecho de silicona. Encontró unas cuantas reseñas aparecidas en la prensa local, entre ellas una firmada por Gloria, y lamentó más que nunca que la relación con ella se hubiese agriado antes siquiera de comenzar. La reportera podría haberle sido útil.
Sacó su cuaderno y comenzó a anotar los detalles: nombres de sociedades a las que el juez pertenecía, como la Lions, la Rotarians y la Association Century de Nueva York; organizaciones judiciales como el Colegio de Abogados norteamericano y el Colegio de Abogados de Ulster County; y varias organizaciones cívicas, como el Grupo de Conservación del valle del Hudson, el Consejo para la Mejora de los Hospitales de Poughkeepsie, y Los Amigos de la Organización de Investigaciones Neurológicas de Nueva York. Había artículos de la sección de Sociedad, y fotos tomadas en fiestas y reuniones sociales. En una de las imágenes más claras aparecía un sonriente «Juez Joseph P. Reilly, junto a su esposa, durante la gala del Sagrado Corazón en beneficio de los disminuidos físicos». Copió la foto en su ordenador y luego la imprimió. Había incluso un breve artículo publicado por el
New York Times
el 2 de junio de 1998, con ocasión del ingreso del juez en un grupo llamado Comité de Jóvenes Dirigentes en pro de la Ciencia y la Tecnología en el Nuevo Milenio, que el periódico describía como una asociación de «personalidades destacadas menores de treinta y cinco años, procedentes del mundo de los negocios, la ley, la ciencia y la política», cuyo propósito manifiesto era «abrir las puertas a la innovación científica y marcar las prioridades tecnológicas para el próximo siglo».
«Nuestro juez pueblerino está resultando ser un pez gordo», se dijo Jude.
Jude miró el retrovisor. Los faros que llevaban un buen rato siguiéndolo por Deegan —y que eran inconfundibles debido a que uno de ellos estaba un poco alto y lo deslumbraba ligeramente— efectuaron el mismo giro que él. Cuando Jude se detuvo ante un semáforo, el otro coche también se detuvo, aunque manteniendo una separación de más de diez metros. En las proximidades no se veía ningún otro coche. Inconscientemente, Jude reparó en ello, pero apenas le dio importancia, pues seguía enfrascado en el recuerdo de lo ocurrido durante la tarde.
Desde el vestíbulo de la biblioteca, Jude había llamado a Richie Osner, el experto en informática del periódico que, cuando le daba la gana, era capaz de introducirse en cualquier sistema. Le dio el nombre del juez, salió a tomar un café y dar una vuelta y, cuando regresó, miró su correo electrónico. Osner había estado a la altura de su prestigio.
Jude repasó los registros a los que su compañero había logrado acceder. Entre ellos había tres meses de recibos de la tarjeta de crédito del juez que lo retrataban como a un hombre muy gastador, aficionado al ala delta y a los coches de carreras. Por su selección de libros y discos compactos parecía un amante de los bestsellers y de la música de cabaret. En su expediente como conductor no aparecía ninguna multa, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta la poca afición que tenían los agentes de tráfico a multar a los coches que llevaban matrícula judicial. Había incluso una lista de las medicinas que le habían recetado a Reilly: diversos antibióticos, una dosis mensual de Pravachol, un medicamento para bajar el colesterol, y algo llamado Depakote. Jude tomó nota mental de que debía indagar qué clase de medicina era aquella.
«Da miedo, —se dijo—, lo mucho que hoy en día se puede averiguar sobre una persona con sólo sentarse ante un ordenador.»
Y, lo más importante de todo, Osner había conseguido también las señas del domicilio del juez.
Jude encontró la dirección en una calle sin salida de los barrios residenciales de Tylerville. La casa del juez era la última de la calle, y formaba parte de una sucesión de residencias ostentosas que se valían de una mezcla de muros de piedra y macizos vegetales para evitar las miradas indiscretas del exterior. No pudo averiguar hasta qué punto era lujosa la mansión del juez, ya que ésta se hallaba rodeada por un muro encalado de tres metros de altura coronado por baldosas rojas. Jude no entendía cómo Reilly vivía en una mansión como aquélla con el sueldo de juez.
Colocados a intervalos estratégicos sobre la verde pradera junto al muro, se veían varios letreros de un servicio privado de vigilancia donde aparecía un pastor alemán agazapado, como a punto de saltar. En el muro había una gran puerta metálica, y junto a ella, metido en una especie de casilla de un palmo de alto, un timbre eléctrico.
Por un momento, pensó en llamar. Qué demonios, podía hacer ver que buscaba a alguien o que se había perdido. O incluso, olvidando toda cautela, podía pedir que el juez le recibiera y preguntarle directamente por qué se había puesto tan nervioso al verlo a él en la sala de audiencias. Sin embargo, un nuevo vistazo a los carteles del pastor alemán le hizo comprender que aquellas opciones no eran viables.