Authors: John Darnton
Sin embargo en otros momentos casi lograba convencerse de que estaba confundido, de que se había puesto casi frenético a causa de un simple vagabundo que se había acercado al escaparate atraído por las luces del local. Eso era todo. Y, además, había que tener en cuenta el vino, el nerviosismo, la embriagadora sensación que le había producido el firmar tantos libros en aquella extraña librería dickensiana. ¿Le habría echado la encargada alguna droga en el vino? Era posible, pero no probable. Jude conocía los efectos que tenían los alucinógenos, y no se parecían en nada a lo que él había experimentado. Cuando vio al vagabundo estaba ligeramente achispado, pero en posesión de todas sus facultades mentales. Y luego, naturalmente, estaba lo que había contado Helen; sin duda, ella había visto al mismo hombre que él.
Al salir de la cafetería se dirigió hacia el metro, y ahora se hallaba en uno de los túneles de la estación de Times Square. A la izquierda había unos jóvenes charlando cerca de una fila de cabinas telefónicas. A la derecha, al otro lado de un pasillo tachonado de negras manchas de chicle, había un quiosco de prensa atendido por un pakistaní. Un gran montón de ejemplares sin vender del
Mirror
se alzaba junto a otros montones mucho más pequeños de periódicos rivales.
Se dirigió hacia el andén de la línea del East Side caminando por entre la densa masa de viajeros. Cuando llegó el tren, subió a un vagón atestado. Todos los asientos estaban ocupados por exhaustos viajeros de todas las razas y colores. Totalmente rodeado de cuerpos sudorosos, Jude se agarró a una de las correas que colgaban de una barra del techo. El tren se puso en marcha con fuerte sacudida.
—Dispense —murmuró mecánicamente la mujer que acababa de pisarle el pie izquierdo con su fino tacón.
Alzó la vista hacia los paneles situados en la parte alta de los laterales del vagón: anuncios de ópticas, de remedios para las hemorroides, de centros de cirugía estética. A su lado, alguien llevaba puestos unos auriculares de los que emanaba música de rock punk. Dejó vagar la mirada sobre el mar que formaban las cabezas de los pasajeros y, por la portezuela del fondo, alcanzó a ver el interior del siguiente vagón.
Entonces vio al hombre corpulento y musculoso, con un mechón blanco en el cabello. El tipo tenía una expresión desagradable y amenazadora, y Jude tuvo la certeza de que tal expresión iba dirigida a él. Pero... ¿por qué? Él jamás lo había visto. Por un momento, los ojos de ambos se encontraron. Luego el desconocido bajó la mirada y se volvió dándole la espalda. Jude miró apresuradamente a su alrededor y volvió a dirigir la vista hacia el otro vagón. El tipo del mechón tenía la espalda encorvada y oscilaba al compás de los traqueteos del tren, moviendo los hombros como un boxeador. La gente que lo rodeaba se mantenía a prudente distancia de él.
Jude cerró fuertemente el puño en torno a la correa. Notaba el pulso acelerado y un gran peso en el estómago. Escrutó a los pasajeros que lo rodeaban. Nadie se fijaba en él, nadie le prestaba la más mínima atención. Trató de pensar con claridad. El mechón blanco, el mismo detalle que Bashir había mencionado. ¿Podía tratarse de una coincidencia? Sin duda, en una ciudad tan enorme... Y, de todas maneras, nada malo podía ocurrirle en un vagón de metro atestado.
Contuvo el aliento, ladeó ligeramente la cabeza y volvió a mirar a través del cristal de la portezuela trasera. «Me está mirando.» El desconocido volvió a apartar la vista. El mechón blanco de su cabeza parecía una mancha de pintura.
Su instinto le dijo que lo mejor era huir. Soltó la correa y comenzó avanzar entre los pasajeros en dirección al vagón anterior al suyo. Tuvo que abrirse paso a base de codazos y empujones.
—Eh, hijoputa, ten cuidado.
La gente rezongaba, torcía el gesto, lo miraba mal.
Llegó a la puerta que conducía al vagón delantero, donde se apoyaba una vieja. Jude, prácticamente, la alzó en vilo y la apartó. Luego asió el tirador metálico de la puerta, que tras ofrecer una ligera resistencia, cedió. Salió por la puerta y recibió el azote de una fortísima corriente de aire caliente y el estrépito de las ruedas metálicas sobre las vías. La puerta se cerró a su espalda. Ahora Jude se hallaba en inestable equilibrio entre dos traqueteantes vagones, con el pie derecho en uno y el izquierdo en otro. En la penumbra, tanteó en busca del tirador de la otra puerta hasta que al fin lo encontró. Lo sujetó con ambas manos y lo hizo girar de un lado a otro hasta que saltó el pestillo y la puerta se abrió.
Cuando se volvió a mirar hacia atrás, vio rostros que lo miraban con extrañeza e irritación, pero no alcanzó a divisar al desconocido del mechón. Tenía frente a sí un auténtico muro humano, pero no se achicó. Inclinó la cabeza, embistió contra el muro y, retorciéndose y dando codazos, comenzó a avanzar entre los sudorosos pasajeros. La gente se apartaba alarmada. En el mismo momento en que llegó a una de las puertas de doble hoja del vagón, el tren se detuvo. Las puertas se abrieron y Jude saltó al andén y echó a correr sin volver la vista atrás ni una sola vez.
Siguió corriendo y sorteando a los pasajeros que iban hacia él. Abandonó el andén, pasó bajo la escalera que ascendía hasta Grand Central y se metió por el túnel que conducía a la línea de la avenida Lexington. El pasillo estaba sorprendentemente desierto y el quiosco de prensa, situado en uno de sus extremos, tenía el cierre metálico echado. Jude oía el eco de sus propios pasos y el sonido de su agitada respiración. Aflojó el paso y miró hacia atrás. Nadie lo seguía; sólo vio media docena de pasajeros que caminaban con paso cansino. Frente a sí no había absolutamente nadie, y el túnel se hacía más oscuro, angosto y amenazador. Echó a correr de nuevo. Las plantas de los pies le dolían al pegar contra el pavimento y, en la enrarecida atmósfera, los pulmones comenzaron a arderle.
El túnel terminaba en un laberinto de columnas, pasadizos y escaleras descendentes. Jude, que conocía el camino, cruzó sin vacilar la amplia explanada subterránea, que tenía el tamaño de medio campo de fútbol. Llegó a una escalera con un cartel esmaltado en blanco y negro que anunciaba: UPTOWN. Allí se detuvo por un momento, puso una mano en la barandilla y volvió la vista atrás. No vio a nadie. Aliviado y aún con la respiración agitada, hizo lo posible por recuperar la calma y trató de bajar la escalera como si no le hubiera sucedido nada.
Al fondo del andén, de espaldas a Jude, un hombre con chaqueta de cuero paseaba ociosamente. El periodista se detuvo en seco y aguzó la vista. Había algo en aquella figura, en su peculiar modo de caminar, que le parecía conocido. Recordó e, inmediatamente, el pánico se apoderó de él. No podía ser. Pero era. ¡Se trataba del mismo hombre!
No había posibilidad de error, pues allí estaba el mechón blanco, reluciendo en la penumbra como si poseyera luz propia. Jude, con el corazón de nuevo acelerado, se escondió detrás de una columna, contuvo el aliento y se quedó totalmente inmóvil. Oía perfectamente al hombre que caminaba de arriba abajo por el andén; en determinado momento, el individuo carraspeó, y el sonido fue ronco y desagradable. Era asombroso, increíble. Era físicamente imposible que el sujeto del mechón hubiera llegado al andén antes que él. ¿Cómo lo había conseguido? Jude relegó la pregunta a un segundo término, pues lo primero era escapar de allí.
Esperó a que se produjese una distracción para elegir cuidadosamente el momento. Al cabo de unos instantes, un tren entró en el andén por la vía opuesta y su estrépito ahogó cualquier otro sonido. Jude aguardó a que el hombre reanudara sus paseos y le volviera la espalda. Entonces salió de detrás de la columna, corrió hasta la escalera y comenzó a subir los peldaños de dos en dos. Al llegar arriba se volvió y alcanzó a ver las piernas del desconocido, que seguía con sus paseos. Cruzó a la carrera la gran explanada subterránea, pasó por los torniquetes de salida, subió otro tramo de escaleras y salió al fin a la calle. Atardecía y la lluvia había limpiado la atmósfera.
Jude siguió corriendo por la acera hasta llegar a la Tercera Avenida y cruzó otras cuatro calles más en dirección norte. No se detuvo hasta que vio un taxi que tenía abierta una de las portezuelas traseras. Por ella asomaba una pierna y un zapato de tacón. En el interior, una mujer vestida de noche estaba contando laboriosamente el dinero para pagar al taxista. Jude sujetó el tirador de la portezuela e hizo lo que pudo por devolver la sonrisa que la mujer le dirigía mientras se apeaba. El periodista montó en el coche, dio su dirección y, exhausto y atemorizado, se arrellanó en el asiento posterior.
El taxi, que no tenía aire acondicionado, avanzaba lentamente por entre el denso tráfico. Jude bajó al máximo las dos ventanillas. Todavía se percibía el perfume fuerte y exótico de la anterior ocupante. En el suelo había una cajita de fósforos y un cigarrillo a medio fumar. El conductor puso la radio. El presentador de un programa de entrevistas estaba poniendo verde a su entrevistado: discutían acerca de la Seguridad Social. Jude miró a ambos lados de la calle. La gente regresaba a casa desde el trabajo con maletines y bolsas de supermercado en las manos.
El taxi dobló una esquina, obligando a detenerse a un peatón que torció vivamente el gesto. Al fin el vehículo fue a detenerse ante la casa de Jude, un edificio de cinco pisos sin ascensor situado en la calle Setenta y cinco Este. Jude pagó la carrera, dio una generosa propina, se apeó y miró calle arriba y calle abajo. No vio nada sospechoso. El sol estaba muy bajo sobre el horizonte occidental de la ciudad y sus rayos lo teñían todo de rojo.
Entró en el vestíbulo y pasó ante su buzón, que estaba repleto de cartas. Abrió la puerta que daba a las escaleras. El suelo era de pequeñas baldosas blancas y negras, y la escalera tenía un grueso pasamanos sobre el que se acumulaban las capas de pintura color marrón. Era un lugar deprimente, por el que Jude normalmente procuraba pasar lo más rápidamente posible.
Sin embargo, ahora se detuvo. La respiración ya se le había normalizado, pero sus sentidos seguían alerta tras el incidente del metro, particularmente la vista y el oído. Y eso fue lo que le permitió oír un tenue rumor procedente de la oscuridad debajo de la escalera. Apenas fue un rumor, el tenue susurro de una respiración.
Jude retiró el pie del primer peldaño y fue a mirar bajo la escalera. Entre las sombras vio una temblorosa y patética figura demasiado pequeña para ser la del hombre del mechón.
—Salga —le ordenó Jude con voz cuya firmeza lo sorprendió—. Sé que está usted ahí debajo. Salga —repitió.
Percibió un movimiento, sonó un nuevo rumor y, de pronto, un hombre se materializó entre las sombras debajo de la escalera y avanzó hasta quedar iluminado por la bombilla que pendía del techo.
Jude se quedó paralizado, estupefacto, mirando al tembloroso vagabundo que tenía frente a sí. El hombre estaba sucio y cubierto de harapos, y el largo y enmarañado cabello le caía sobre los hombros. No obstante, pese a su desaliñado aspecto, saltaba a la vista que el vagabundo era la viva imagen de Jude. Se trataba sin duda de su famoso doble.
Y de pronto el doble habló.
—No me haga daño. Por favor, no me haga daño.
La voz era débil, temerosa, y en ella se percibía un extraño acento vagamente sureño. Pero lo que realmente dejó atónito a Jude fue que sonaba exactamente igual que las grabaciones de su propia voz.
—¿Cómo te llamas?
Era una pregunta tan elemental que a Jude le pareció absurdo que no se le hubiera ocurrido hacerla antes. Desde luego, no tenía la cabeza nada clara. Aún no se había repuesto de la impresión que le produjo encontrarse con Skyler, con aquel flaco y desgreñado individuo que parecía un profeta del Antiguo Testamento.
Nada lo había preparado para el sobresalto de encontrarse frente a alguien que era su vivo retrato. Ni los rumores y habladurías de la redacción, ni la breve imagen que tuvo del vagabundo en el exterior de la librería. Sí, todo aquello lo había desconcertado e intrigado, pero no se había planteado seriamente la idea de que tenía un doble y de que ese doble surgiría un día ante sí, materializándose entre las sombras de la escalera de su edificio.
Y ahora lo tenía en su casa, sentado en la sala de su apartamento. Jude no dejaba de mirar la boca, la barbilla, la nariz y los ojos del vagabundo. Todas las facciones eran idénticas a las suyas. ¿Cómo es posible que esto esté sucediendo?
Era imposible. Pero cierto.
—Tu nombre. ¿Cómo te llamas? —le volvió a preguntar Jude al patético individuo sentado en el borde del sofá.
—Skyler.
—¿Skyler? ¿Es tu nombre o tu apellido?
Una expresión de desconcierto.
—¿Tienes padres? ¿Hermanos? ¿Se llaman ellos igual?
Jude estaba exasperado y su voz lo denotaba. Aquél, se dijo, no era el mejor sistema para conseguir información.
—No.
—Entonces, supongo que Skyler es tu nombre de pila. ¿Qué me dices del apellido? ¿Tienes?
__Supongo que puedes llamarme Jimin —respondió Skyler tras reflexionar durante unos momentos—. A nosotros nos llamaban jiminis.
—¿A quién te refieres al decir «nosotros»?
—A los del grupo de edad. En la isla.
—¿Qué isla? ¿El sitio del que vienes es una isla? ¿Cómo se llama?
De nuevo la expresión de desconcierto.
—No se llama de ninguna manera. Era simplemente la isla, el lugar en que vivíamos.
—¿En qué estado se encuentra? ¿En qué país? ¿Está en Norteamérica? ¿Eres norteamericano?
Skyler se encogió de hombros.
—Supongo.
—¡Supones! Cristo bendito. ¿Cómo es posible que te hayas pasado la vida entera sin salir de un lugar y ni siquiera conozcas su nombre?
El propio Skyler se hacía la misma pregunta. Y, por otra parte, seguía sintiendo fuertes recelos. Y no le faltaban razones para ello. A él no le había impresionado tanto como a Jude encontrarse frente a su doble, ya que fue el deseo de encontrarle lo que le impulsó a ir a Nueva York, donde ya llevaba casi dos semanas buscándolo. Sin embargo, recordaba bien la gran impresión que le produjo ver a Jude por primera vez en persona. Oculto en un portal, lo vio con toda claridad saliendo de su edificio, y pudo darse perfecta cuenta de que tenía exactamente su mismo aspecto e incluso su misma forma de caminar.
Skyler tenía sobrados motivos para actuar con cautela. Sabía tan poco acerca de Jude como Jude parecía saber acerca de él. Pero... ¿qué papel podía haber desempeñado Jude en los terribles sucesos de la isla? ¿Estaría acaso relacionado con el Laboratorio o con el doctor Rincón? ¿Y si también tenía algo que ver con la muerte de Julia? Cada vez que recordaba aquella muerte, Skyler sentía una cuchillada de dolor. Una cuchillada como la que él le había asestado a la foto del doctor Rincón.