Experimento (17 page)

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Authors: John Darnton

Jude se sabía el número telefónico de memoria.

—Operaciones Especiales.

La secretaria de Raymond respondió a la llamada y lo comunicó inmediatamente con su jefe.

-¿Sí?

—Raymond, soy Jude.

—¿Cómo te va, gran hombre?

—Estupendamente. ¿Y a ti?

—Bien. ¿Todavía trabajas para el periodicucho de siempre?

—Más o menos. Y supongo que tú sigues desperdiciando el dinero de los contribuyentes.

—Sí, mi distracción favorita es tirar puñados de billetes al váter. Bueno, ¿qué tripa se te ha roto?

—Pensé que tal vez podrías echarme una mano con un extraño caso de homicidio que tuvimos por aquí hace un par de semanas.

—Ya sabes que en esos asuntos no intervenimos, son cosa de las policías locales. A no ser que haya otras implicaciones, claro.

—Puede haberlas. A decir verdad, estoy en un impasse y a lo mejor tú puedes sacarme de él.

—Adelante, dispara —repuso Raymond, aunque no sonó muy convencido.

—Ocurrió en una pequeña población llamada Tylerville, cerca de New Paltz. Descubrieron un cadáver que aún no ha sido identificado. Tenía el rostro destrozado y le habían borrado todas las huellas dactilares menos una.

—¿Y qué te parece extraño?

—Bueno, yo nunca había visto nada así.

—Ah, ¿pero lo viste?

—Sí. El forense me permitió presenciar la autopsia. Prácticamente, embalsamé al tipo.

—Cristo bendito, qué cosa tan desagradable.

—Para desagradable, lo que le hicieron al cuerpo.

—Aparte de destrozarle la cara y quemarle las huellas dactilares, ¿qué más le hicieron?

—En la parte interior del muslo izquierdo tenía un boquete del tamaño de una moneda de medio dólar.

—Vamos, no me vengas con ésas. Hace más de veinte años que no veo una moneda de medio dólar.

—¿Quieres las medidas exactas? —preguntó Jude comenzando a hojear su cuaderno de notas.

—¿Qué es lo que suena? —quiso saber Raymond.

—Nada. Estoy repasando mis notas.

—O sea que el tipo no sólo te dejó presenciar la autopsia, sino que también te permitió tomar notas. ¿Cómo se llama ese forense?

—Se apellida McNichol. No sé cuántos McNichol.

—Norman McNichol.

—Exacto. ¿Cómo lo sabías? ¿Lo conoces?

—¿Que si lo conozco? Todo el mundo lo conoce. Es un chiflado. El sacamantecas de Ulster County. —Raymond bajó la voz y añadió—: Entre tú y yo, te aconsejo que no te fíes de él. Es un chiflado de campeonato, y lo más probable es que cualquier pista que te dé resulte luego ser falsa.

—Aquí lo tengo. El orificio medía exactamente 3,6 centímetros de diámetro. Era casi perfectamente circular.

—¿Y eso qué demuestra? ¿Que lo abrieron como si fuera una botella de vino?

—McNichol sospechaba que lo hicieron para eliminar una marca de nacimiento.

—Sí, ésas son las cosas que a ese tipo se le ocurren. Atiende, chico, el orificio podía deberse a cualquier motivo. Una herida anterior, un accidente mientras transportaban el cadáver... Yo no pensaría dos veces en ello.

—¿Podría ser un crimen de la mafia?

—Es posible. ¿Cómo demonios vamos a saberlo? Si le hubiesen cortado el pito y se lo hubieran metido en la boca, te diría que habías tropezado con algo importante. Pero... ¿un agujerito en el muslo? Eso no es nada.

—¿Te importa investigarlo en vuestros archivos, a ver si en ellos aparece algo similar?

—De acuerdo, pero no te hagas ilusiones. Cualquier cosa en la que McNichol ande metido tiene muchas posibilidades de ser una perfecta majadería.

—Gracias. Eso es lo que necesito en estos momentos, ánimos.

—Dime una cosa, chico. ¿Estás grabando esta conversación?

—Ya sabes que sí. Hacerlo forma parte del procedimiento habitual que sigo en todos mis trabajos.

—Pues maldita la gracia que a mí me hace tu procedimiento, así que deja dé grabar.

—De acuerdo, la próxima vez estaremos solos tú, yo y el encargado de escuchar tus conversaciones.

—Muy gracioso, chico. Espera mi llamada.

—Hasta la vista.


Ciao
.

La comunicación quedó interrumpida.

Jude, atónito, no pudo por menos de preguntarse si no lo habría entendido mal. Quitó el cable de escucha del receptor, sacó el magnetófono del cajón, se puso un auricular y rebobinó la cinta. Tras varios intentos, encontró lo que buscaba. La voz de Raymond sonó en su oreja.

—Aparte de destrozarle la cara y quemarle las huellas dactilares, ¿qué más le hicieron?

Qué cosa tan extraña, se dijo y, para cerciorarse, reprodujo la cinta desde el principio. «En ningún momento le conté que hubieran quemado las huellas dactilares del cadáver. Sólo le dije que se las habían borrado.»

Se encogió de hombros. Quizá Raymond lo hubiera adivinado por casualidad. Pero, ciertamente, Jude no se sentía nada cómodo con los misterios que, uno tras otro, surgían a su alrededor.

Jude se envolvió en una bata estampada comprada en El Corte Inglés de Madrid, se calzó unas sandalias de suela de esparto procedentes de una tienda de artículos eritreos del Villa-ge, y se fue a la nevera a por más vino. Se sentía de maravilla.

Esta vez en la cama les había ido aún mejor. Tizzie se había mostrado de todo menos contenida. Fogosa y ardiente, sacudió el largo cabello de tal modo que en un par de ocasiones azotó con él el rostro de Jude. Él, por su parte, se abandonó totalmente a la pasión, olvidándose de todo menos de su cuerpo y de el de ella, moviéndose y reaccionando al mismo ritmo. Movió la cabeza sin dar crédito a la intensidad de sus sentimientos. Cogió una botella mediana de Chablis con una mano y dos copas con la otra.

Qué cosas. Hacía años y años que no lo pasaba tan bien en la cama.

Cuando regresó al dormitorio encontró a Tizzie erguida, en actitud de esfinge, con la espalda apoyada en la cabecera de la cama. Jude fue junto a ella y sirvió dos copas. Cuando Tizzie alargó el brazo para coger la suya, la manta que la cubría resbaló dejando al descubierto los pechos, pequeños, redondos y con los pezones erectos. Jude asintió con la cabeza aprobador y alzó su copa en brindis.

—Por tu buen aspecto, muñeca.

Ella alargó una mano, le desanudó el cinturón y le abrió la bata. Mirando su desnudez, le devolvió el brindis:

—Y por el tuyo, Louie. Esto podría ser el principio de una bonita amistad.

Jude sonrió, rodeó la cama y se sentó junto a ella. Tizzie le preguntó por los objetos que adornaban la habitación, y él le explicó de dónde había sacado cada uno y qué le había hecho elegirlo. Había pinturas, pequeñas esculturas y cachivaches comprados en mercadillos. Ella manifestaba curiosidad e interés, y a él le encantaba darle explicaciones. Volvió a tomar conciencia de lo a gusto que se sentía junto a Tizzie. Pero no pudo por menos que reconocer que aquélla no era la íntima charla poscoital que había anticipado.

—¿Y qué me dices de eso? —preguntó Tizzie señalando hacia el armario entreabierto, en cuyo interior había un
négligé
negro de Betsy.

—Eso no es más que el vestigio de algo que probablemente nunca debió empezar y que, de todas maneras, ya ha terminado.

—No creas que estoy celosa, porque no lo estoy.

—¿Ah, no?

—No.

Tizzie dio un sorbo a su vino y comentó pensativa.

—Esa chica debía de estar auténticamente enfadada si no regresó a recogerlo.

—Pues sí, contenta no estaba.

—Lo de ir dejando por ahí la ropa de una es una mala táctica. Nunca sabes quién terminará poniéndosela. Podría ser yo, por ejemplo.

—Si te apetece, por mí no te prives —dijo él.

—El
négligé
no es tuyo, así que mal puedes darme permiso.

El tono había sido de reprimenda, y Jude, en vez de contestar, pasó un brazo en torno a Tizzie. Con la mano libre, acarició el cuerpo de la joven siguiendo sus curvas y contornos, hasta que de pronto encontró algo, una especie de costurón. Retiró la manta y miró el costado de la muchacha, donde había una larga y pálida cicatriz.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Una operación.

—Eso ya lo imagino. ¿Qué clase de operación?

—Hace muchos años, estuve enferma y perdí un riñón.

—¿Un riñón? ¿Y cómo fue?

—Tuve una mala reacción a un antibiótico que me administraron. Se llama gentamicina y es bastante corriente. Se utiliza para las infecciones urinarias, que era lo que yo tenía. Pero resulta que en casos muy contados tiene efectos nefrotóxicos y acaba con los riñones. Así que me trasplantaron uno.

—¡Por Dios!.

—No tiene importancia. Sucedió hace mucho. Ya ni siquiera pienso en ello. Incluso me gusta la cicatriz.

—A mí también me gusta —dijo él, y se inclinó para besarla.

Después de otra copa y de un nuevo rato de charla, Jude advirtió sorprendido que volvía a estar excitado. Excitado como llevaba tiempo sin estarlo. Alargó el brazo para acariciar la espalda de su compañera. Ella, tras unos momentos, respondió al avance colocándose encima de él e hicieron el amor otra vez.

Después, Jude quedó con la vista en el techo recordando los acontecimientos del día. Pensó en comentarle a Tizzie la extraña advertencia de Bashir y la conversación telefónica con Raymond, pero ahora todo aquello le parecía una nadería, pues lo que le estaba ocurriendo en esos momentos era muchísimo más importante.

Tomó a Tizzie entre sus brazos, pero ella, al cabo de unos momentos, se soltó del abrazo y le dijo que en aquella posición no le era posible dormir.

A la mañana siguiente, viernes, Jude tuvo un encuentro con Jenks Simmons.

Simmons era uno de esos tipos insufriblemente jactanciosos que hay en todos los periódicos, y que presumen de estar al corriente de todo cuanto ocurre, pero no en Bosnia, ni en el Ayuntamiento, ni en otros puntos críticos del mundo, sino en la propia redacción. No vivía para las noticias, sino para los chismes. Se decía de él que a veces, en sus artículos, omitía detalles clave —como que la policía sabía que el asesino era varón porque habían encontrado una ensangrentada huella dactilar en la parte inferior de la tapa del váter—, ya que prefería reservarse tales detalles para las tertulias de sobremesa. Le gustaba ser el centro de la atención. Para empeorar las cosas, y para aumentar la antipatía general que su persona inspiraba, Simmons tenía talento.

Se tropezó con él en la puerta de los servicios de caballeros cuando Jude salía y Simmons entraba.

—Bueno —dijo Simmons con una sonrisa de suficiencia—, ahora ya sabemos por qué te encargaron a ti el reportaje sobre los gemelos.

—¿Cómo? ¿A qué te refieres?

Pero Simmons ya había desaparecido en el interior del baño, así que Jude tuvo que esperarlo fuera, en el concurrido pasillo de la redacción. La espera fue larga, tanto que el hombre comenzó a pasear de arriba abajo, cosa que, generalmente, bastaba para que por la redacción comenzara a rumorearse que un reportero estaba teniendo dificultades con uno de sus trabajos.

Al fin, Simmons salió de los servicios y sonrió satisfecho al ver que Jude seguía allí. A Jude no le importó, pues necesitaba averiguar qué era lo que Simmons sabía.

—Explícame de una vez a qué te referías.

—¿A qué me refería? —preguntó Simmons simulando no entender.

—Lo que comentaste de los gemelos. ¿Qué demonios quisiste decir?

—Simplemente que está clarísimo por qué te encargaron a ti el trabajo. Fue porque tú mismo tienes un gemelo.

Jude se quedó totalmente desconcertado y sin saber qué decir.

—Y, si no tienes ningún gemelo —siguió Simmons—, entonces, debías de ser tú mismo el que ayer estaba en Central Park buscando comida en los cubos de basura. Al menos eso cuenta Helen, la que trabaja en Inmobiliaria. Dijo que el tipo se parecía mucho a ti. Salvo, naturalmente, por la forma de vestir, porque parece que el individuo carecía de tu proverbial elegancia y distinción. También dijo que el hombre... y parto de la base de que no eras tú, porque generosamente te concedo el beneficio de la duda...

—Simmons, como no hables más claro, te voy a borrar esa sonrisa de los labios...

—Vale, vale. Cálmate. Lo que Helen comentó fue que el tipo tenía un aspecto patético. «Parecía un perro apaleado», fue la expresión que usó.

Jude lo miraba con cara de pocos amigos, como si estuviera pensando en emprenderla a golpes con él.

—Bueno, no te sulfures. No era tu gemelo. Pero te conviene saber que por ahí anda alguien que se parece mucho a ti.

Jude dio media vuelta y comenzó a alejarse, pero Simmons lo hizo volverse con un último comentario:

—Bueno, ¿qué? ¿Merecía esperar por la noticia o no?

Al mediodía, Jude se encontró con Betsy en la cafetería. Él acababa de terminar sus espaguetis cuando la vio pagar en caja y dirigirse con su bandeja hacia lo que, con claro eufemismo, recibía el nombre de comedor. Clavó la vista en su postre, pero ella lo vio y fue a sentarse frente a él. La sonrisa que había esbozado Jude no tardó en borrarse, pues el interés que vio en el rostro de Betsy lo dejó desconcertado.

—Jude... ¿te encuentras bien? O sea... Supongo que si te ocurriese algo malo, me lo dirías, ¿no?

La mujer sonreía de oreja a oreja. Sólo la noticia de que él se había colgado de una viga le habría producido una satisfacción mayor.

—Sí, claro que me encuentro bien.

No preguntó a qué venía el interés, pues le daba la clara sensación de que, de todas maneras, Betsy se lo explicaría.

—Circulan extraños rumores sobre ti. Según Simmons, vagas por las calles como un mendigo y buscas comida en los cubos de basura. Si el que hacía todo eso no eras tú, era alguien que se te parece. ¿Qué te sucede?

De pronto, a Jude se le ocurrió que tal vez Betsy pensara que ella misma era la causa de sus miserias... que él había sido víctima del amor. Eso justificaría el brillo de satisfacción que relucía en los ojos de la mujer.

—Helen —dijo Jude.

—¿Cómo?

—Helen, la de Inmobiliaria. Al parecer, vio a alguien que se parece a mí y es Helen la que ha ido contando esas historias. Lamento defraudarte, Betsy, pero la verdad es que no tengo ni idea de lo que ocurre.

—Ya —respondió ella, arrugando la nariz como si acabara de ver a Jude rebuscando en un cubo de basura.

Normalmente, Jude no hubiera hecho caso de las habladurías. Pero lo cierto era que estaban consiguiendo ponerlo nervioso. Experimentaba una vaga sensación de ansiedad. Todo había comenzado con aquella inquietante charla con Bashir. Un hombre con un mechón blanco en el cabello. El pequeño afgano parecía tan seguro de lo que decía... Y ahora aquellos rumores de que él tenía un doble. ¿Qué demonios estaba ocurriendo?

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