Authors: John Darnton
Los peligros a los que Julia se estaba exponiendo aterraban a Skyler. Trató de hacerle comprender los riesgos a los que tendría que enfrentarse si la descubrían. Podían sorprenderla usando el ordenador en cualquier momento y, por lo que ella y él sabían, en el aparato podía quedar constancia del día y la hora en que era utilizado. Pero ella no atendía a razones. Se hallaba tan inmersa en sus investigaciones que estaba echando toda cautela por la borda, y afirmaba que Skyler tenía demasiada imaginación.
Sin embargo, mientras se removía inquieto en la cama, Skyler recordó de nuevo el cuerpo de Patrick en el depósito de cadáveres y la imagen le erizó los cabellos. Aquello no había sido su imaginación.
Cuando los primeros rayos del sol comenzaban a entrar por las ventanas, Skyler se levantó y se puso los pantalones. Los otros jiminis comenzaban a agitarse en sus camas carraspeando y emitiendo el resto de los sonidos habituales del despertar. Benny, un muchacho menudo que llevaba durmiendo encima de Skyler desde tiempos inmemoriales, tenía el brazo colgando hacia el suelo, como la mayoría de las mañanas. Skyler lo miró: la parte inferior de la axila estaba sucia. El muchacho solía tener problemas por su falta de higiene corporal.
En el exterior se oyó el tañido de la campana del rancho, que era la señal para iniciar las actividades, y en los camastros aumentó el movimiento. Los jiminis habían oído aquel sonido tantas veces que ya habían desarrollado un reflejo condicionado.
Skyler se peinó ante el espejo y contempló el rostro que lo miraba desde el cristal: sus ojos oscuros, su densa cabellera y su frente despejada. Hasta lo de Julia, nunca había prestado demasiada atención a su aspecto, pero ahora sí lo hacía. Cuando estaba en brazos de la muchacha, le gustaba que ella le dijese lo atractivo que era, aunque no estaba seguro de ser tan guapo como ella aseguraba.
Miró hacia el rincón donde otrora estuvo la cama de Patrick. Había desaparecido. Lo mismo ocurrió con Raisin: en cuanto murió, quitaron su cama, como si eso ayudara a los jiminis a olvidar la pérdida. Skyler se preguntó quién tomaría aquel tipo de decisiones, quién podía ser tan obtuso.
El muchacho de la cama de al lado, Tyrone, se aclaró la garganta, se pasó una mano por el rojizo pelo y se incorporó sobre un codo.
—El madrugón de costumbre —dijo.
Fue un comentario vano, con el que el muchacho pretendía mostrarse sociable, pero Skyler se limitó a asentir con la cabeza. No le gustaba Tyrone, y no se fiaba de él. De cuando en cuando, se preguntaba cómo conseguían los médicos mayores estar tan enterados de lo que hacían los jiminis, y si habría o no espías entre los muchachos. En una ocasión, cuando estaban viendo por televisión una película sobre la segunda guerra mundial, en el desarrollo del argumento apareció un espía, y los ordenanzas apagaron el aparato sin dar explicaciones. Si realmente existía un espía, Tyrone, con sus ansias de ser querido y valorado por los mayores, representaba el candidato predilecto de Skyler.
Pero quizá era injusto. El cambio que él mismo había experimentado desde que inició su solitaria cruzada para desentrañar el misterio de la presencia de todos ellos en la isla lo dejaba atónito. Ahora el recelo dominaba sus pensamientos y se sentía totalmente desvinculado de los otros de su grupo de edad. Ellos eran extraños para él; y él era un extraño para ellos.
Salió al porche de hormigón de la entrada y luego bajó por la escalera hasta el pardo terreno apisonado. La puerta de tela metálica se cerró ruidosamente tras de sí. Alzó la vista hacia el cielo cubierto de la mañana. El viento era fresco, se hallaban al principio de la estación de huracanes. Recordó la fascinación que antaño ejercían sobre él las grandes tormentas, ver cómo el viento hacía inclinarse las ramas y cómo los líquenes parecían cobrar vida e incluso volaban por los aires retorciéndose como nudos de serpientes.
Pero aquel cielo no tardaría en despejarse. Entre las nubes, hacia el oeste, había un pequeño claro por el cual se veía un retazo de cielo azul.
La puerta de tela metálica volvió a sonar y los otros jiminis salieron del barracón y se congregaron a su alrededor. Se lavaron la cara con el agua fresca y clara de la vieja pila metálica empotrada en el hormigón. Estaba tan fría que los hizo tiritar. De cuando en cuando, uno de ellos se acercaba a la bomba para accionar la palanca, y por el caño oxidado salía un chorro intermitente que iba a caer en la pila. Era la rutina de todas las mañanas, algo que todos hacían sin pensar.
Pero tal vez hoy las cosas fueran distintas, pensó Skyler. Se lo decía el corazón.
Camino de la casa de la comida, Benny se colocó a su lado.
—¿Qué tal estás? —preguntó.
—Otras veces me he sentido mejor —contestó Skyler.
Aparte de Julia, Benny era el único miembro de su grupo de edad en el que Skyler confiaba lo suficiente como para compartir con él alguno de sus secretos. Le había hablado de la expedición a la sala de archivos, y de cómo Julia y él habían descubierto el cuerpo de Patrick. Benny se puso muy pálido y no supo cómo reaccionar.
—Debía de estar muy enfermo —dijo—. De lo contrario, sería totalmente inexplicable.
Por toda respuesta, Skyler se encogió de hombros.
Benny dijo que le preocupaba que Skyler pudiera meterse en graves problemas.
—Recuerda cuál era la actitud de Raisin poco antes de morir —añadió, con la vista clavada en el suelo—. Tú te estás poniendo, si no igual, sí muy parecido.
Ahora el muchacho permanecía en silencio. El grupo de jiminis pasó ante la casa grande.
Skyler miró hacia la deteriorada mansión. La visión de aquel lugar le inspiraba temor. Se veían grietas y manchas de humedad en las paredes cubiertas de desvaída pintura rosa. Las cuatro grandes columnas de la fachada posterior se estaban pelando, y la pintura se desprendía de ellas como los pétalos de una flor. El fondo de la piscina, una piscina que ellos jamás habían visto llena, se había combado y agrietado y, en la tierra acumulada en las grietas, crecían matojos que alcanzaban los treinta centímetros de altura. Las viejas estatuas de mármol que rodeaban la piscina estaban manchadas y tenían verdín en los pliegues de los brazos y en la parte en que se unían los muslos.
Los ojos de Skyler se sintieron atraídos por la puerta del sótano, que permanecía cerrada, inescrutable.
Siguieron caminando hasta llegar a la casa de la comida, que estaba elevada medio metro sobre el suelo por pilotes de madera empotrados en bloques de hormigón. Junto a ella había una tosca cocina que contenía un fogón de leña, una nevera y una estantería que se usaba a modo de despensa. Como siempre, los muchachos se prepararon su propio desayuno, cogiendo el cereal de grandes barriles de madera y rebuscando en las cestas de fruta alguna que no estuviera ni golpeada ni excesivamente madura. La leche, recién ordeñada, estaba tibia.
Desayunaron en un silencio casi total, lo cual resultaba insólito. Todo el mundo sigue alterado por lo de Patrick, se dijo Skyler.
Apenas habían terminado de comer cuando un ordenanza golpeó la puerta con la parte lateral del puño para indicar el comienzo de la hora de gimnasia. El sol estaba a la espalda del hombre, así que al principio les fue imposible ver cuál de ellos era, pues la mejor manera de distinguir a uno de los otros era por la ubicación de los blancos mechones que todos tenían en el pelo. El ordenanza resultó ser Timothy, el que peor les caía.
Timothy los condujo como siempre al pisoteado terreno del patio de ejercicio y los jiminis se colocaron en formación. Timothy desplegó una silla de madera, se sentó en ella y comenzó a ladrar las órdenes. Los bufidos y resoplidos de los muchachos llenaron el aire de la mañana. Skyler se hallaba al fondo de la formación y realizaba los ejercicios descuidadamente, concentrándose en ellos sólo cuando el ordenanza miraba en su dirección. Sin embargo, a causa de la humedad, no tardó en tener el cuerpo empapado en sudor.
Al fin llegó el momento que Skyler esperaba.
—¡Flexiones de pecho! —gritó el ordenanza.
El grupo giró a la izquierda y todos se tiraron al suelo. Desde aquella posición, a Skyler le era posible divisar el barracón de las mujeres. Al cabo de poco rato, las muchachas salieron en grupo y se encaminaron charlando entre ellas hacia la casa de la comida.
Skyler ya comenzaba a sentir la comezón del pánico cuando al fin vio a Julia. Una ola de alivio le recorrió el cuerpo en cuanto divisó la familiar figura de la muchacha y la oscura melena que le caía sobre los hombros y la espalda.
Momentos más tarde, Timothy se puso en pie, dio una palmada y con ello concluyó la clase de gimnasia. Los chicos cruzaron el campus y, por mera coincidencia, llegaron a un cruce de caminos en el mismo momento que las chicas. Durante varios segundos, los dos grupos se mezclaron. Skyler se colocó detrás de Julia, tan cerca que podría haberla besado con sólo inclinarse. Luego, cuando el muchacho ya se disponía a seguir su camino, ella se volvió hacia él y le susurró:
—Creo que ya lo tengo. Creo que conozco la clave de acceso.
La sorpresa lo dejó sin habla, observando cómo el grupo de mujeres se alejaba. Luego alzó la vista, miró hacia las marismas, iluminadas ahora por el sol, y contempló cómo se disolvían los últimos jirones de niebla matinal. El viento estaba arreciando, y las hojas mostraban sus pálidas partes inferiores. Al final parecía que habría tormenta.
Tras conducir un rato a escasa velocidad por Main Street, Jude encontró sin dificultad la comisaría de policía, un edificio cuadrado de ladrillos rojos similar a docenas de otros que había visto en las deterioradas ciudades de los alrededores de Nueva York. Estacionó el coche en el aparcamiento trasero, bajo un angosto ventanuco que supuso pertenecía a uno de los calabozos, y rodeó el edificio para entrar por la puerta principal. A los policías les molestaba que uno utilizara atajos para entrar en su territorio.
El agente sentado tras el mostrador de recepción lo recibió con la típica hospitalidad, sin interrumpir la lectura de la revista
People
que tenía entre las manos. Jude conocía el artículo que el hombre estaba leyendo y también a su autor. Por un momento estuvo tentado de informarle de que sólo un cuarenta por ciento de lo que estaba leyendo era verdad. Pero, en vez de ello, puso una mano sobre el mostrador, dentro del campo de la visión periférica del hombre. Éste respondió a su presencia con un gruñido y al fin alzó la vista. Jude sacó la cartera, le mostró la tarjeta amarilla de prensa y le expuso el motivo de su visita.
—Tendrá usted que hablar con el sargento Kiley.
Aquello era un mal comienzo, pues los encargados de relaciones públicas de la policía solían ser sargentos.
—¿Quién?
—Kiley. Él se encarga de las relaciones públicas.
El hombre continuó con su lectura.
—¿Quién lleva la investigación?
—Tendrá usted que hablar con el sargento Kiley.
Jude estaba a punto de entrar en la inhóspita sala de espera cuando reconoció a un reportero del
Daily News
que estaba sentado de espaldas a él. Volvió sobre sus pasos y se dirigió al teléfono público que había en un rincón. Sacó una moneda del bolsillo, marcó el número del periódico local y pidió que le pusieran con el responsable del turno de noche. Estaba corriendo un riesgo calculado: a algunos periodistas les agradaba recibir en su pequeña ciudad a periodistas de la gran metrópoli y se sentían halagados por el hecho de que los tratasen de igual a igual; otros consideraban tales visitas como intromisiones y se negaban a soltar prenda. Jude tuvo suerte. Mencionó un par de nombres y logró que lo pusieran con la persona que cubría la historia. Era una reportera llamada Gloria que le dijo que estaba a punto de ir a ver al forense y lo invitó a acompañarla.
Diez minutos más tarde Jude se hallaba junto a Gloria, una joven más o menos de su edad poseedora de un agraciado y amable rostro, en el porche de la oficina de Norman McNichol, médico forense de Ulster County. La oficina se encontraba en una blanca casa de madera situada en la calle Broad, una avenida cuyas aceras se combaban a causa de la irresistible presión de las raíces de los olmos que la bordeaban.
La idílica Norteamérica provinciana, pensó Jude contemplando la calle. Gloria estiró un dedo con una larga uña pintada de color verde pálido y oprimió el blanco botón con forma de perla. En el interior se oyó un lejano dingdong. Bajo el botón había una discreta placa de bronce con la inscripción: FUNERARIA MCNICHOL.
—O sea que el forense se dedica también a las pompas fúnebres —comentó Jude—. Debe de resultarle fácil conseguir clientes... Pero puede tratarse de un caso de conflicto de intereses.
—Bueno, el doctor es todo un tipo. Ha enterrado a varias generaciones: abuelos, padres, hijos... lo que se te ocurra.
McNichol, un hombre alto y flaco, de edad imposible de determinar y poseedor de una bien cuidada barba gris, abrió la puerta y besó a Gloria en ambas mejillas, a la europea. Luego estrechó con cordialidad la mano de Jude, lo que impresionó favorablemente al periodista.
—Tenemos que ir a Poughkeepsie —dijo—. Allí es donde nos espera nuestro amigo.
Desapareció en el interior de la casa y volvió a salir con un anticuado maletín negro de médico.
—Síganme en su coche —les dijo mientras bajaba la pequeña escalinata delantera.
McNichol conducía como un loco, lo cual, pensó Jude, era lógico en alguien que trataba a la muerte como a una compañera de trabajo. Al cabo de muy poco se detuvieron frente a un imponente edificio de ladrillo que tenía ante sí una rampa de acceso circular, en cuyo centro se alzaba un gran letrero metálico con la inscripción: HOSPITAL PRESBITERIANO DE POUGHKEEPSIE.
Siguieron a McNichol al interior, pasaron ante el mostrador de recepción y se dirigieron hacia la escalera situada en la parte trasera. La escalera conducía a una sala de autopsias ubicada en el sótano del ala de maternidad. En la puerta principal, un gran letrero anunciaba con letras rojas: ZONA RESTRINGIDA. Entraron a través de una oficina lateral, pasaron frente a la serie de pequeños cubículos con escritorios grises de metal destinados a los residentes y entraron en la sala de esterilización. En ella había una serie de armaritos pegados a las paredes, cestos para ropa y dos grandes lavabos. En el interior de un armario se apilaban las batas verdes y los amplios delantales blancos, y también había mascarillas y cubrezapatos de plástico.