Experimento (9 page)

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Authors: John Darnton

Jude alcanzaba a ver hasta la parte posterior de la pared abdominal. Por un momento, pudo contemplar el sistema urinario —los riñones, los uréteres y la vejiga—, pero en seguida el forense lo retiró todo en un solo bloque.

—Mire los datos que anoté en la hoja de autopsia —le pidió McNichol a Jude—. ¿Qué edad dije que tenía este tipo?

—Entre veintidós y veintiséis años.

Por un momento y por primera vez, McNichol pareció confuso y menos seguro de sí mismo.

—Demasiado joven. Viendo estos órganos me doy cuenta. Sí, demasiado joven. ¿Cómo he podido equivocarme tanto?

El forense estudió minuciosamente cada órgano, como un joyero examinando alhajas. Los limpió de sangre y grasa, los pesó, los fotografió y los cortó en secciones o «rebanadas», como él las llamó. Cada una fue sondada y segregó fluidos que fueron absorbidos por la omnipresente jeringa. Las secciones, del tamaño de un dólar de plata, fueron colocadas en el cubo de plástico o en el «ataúd». Luego, explicó McNichol, las cortarían en láminas del grosor de un cabello, las montarían en un portaobjetos y las colocarían bajo el microscopio para proceder al examen histológico.

Al fin le tocó el turno al plato fuerte: el cerebro. McNichol cortó una línea perfecta a lo largo del borde del cuero cabelludo, de oreja a oreja, y retiró la capa de carne. Utilizó la sierra circular para seccionar el hueso, lo que produjo un sonido agudo y un olor acre. Después levantó la tapa craneal y la dejó a un lado con un gesto de preocupación, como un jugador de ajedrez que aparta a un lado un peón comido. Jude supuso que el médico estaba examinando la herida mortal.

McNichol tomó un cuchillo con borde de sierra y lo utilizó para cortar la duramadre, la membrana más superficial de las que rodean el encéfalo, y procedió a seccionar los vasos sanguíneos de la base. A continuación levantó el cerebro y, sosteniéndolo en una mano, dijo:

—Bueno, aquí lo tenemos.

Con la enguantada punta de un dedo, extrajo un achatado proyectil que procedió a colocar en un pequeño frasco. El resto del cerebro lo introdujo en un tarro grande lleno de formalina.

Jude volvió a pensar en la hora de cierre de edición, que cada vez estaba más próxima y miró el reloj. Aparentemente, McNichol ya estaba terminando. Puso en su lugar la tapa craneal y la placa torácica, y limpió la sangre con un paño azul.

—No es mi intención meterle prisa —dijo Jude—. Pero... ¿por qué, según dijo usted, merecía la pena esperar?

—No se preocupe, que no me he olvidado.

Se situó en la parte superior de la camilla, tras la cabeza del cadáver, que ahora estaba cortado, despedazo y ensangrentado. Se inclinó y le abrió la boca, de la que ya había extraído los fluidos, e indicó a Gloria y Jude que examinaran el interior. Lo hicieron y luego miraron al médico desconcertados.

—No lo entiendo —dijo ella—. No veo nada.

—Exacto —contestó McNichol, henchido de satisfacción—. No ve usted nada. Ni un solo empaste. Todos los dientes se encuentran sanos y perfectos. En un hombre adulto. ¿Cuándo han visto ustedes una boca como ésta?

Jude y Gloria se miraron.

—Naturalmente —siguió el forense—, esto complica aún más el problema.

—¿Qué problema?

—El de la identificación. Es como si este hombre nunca hubiera ido al dentista. No habrá ni radiografías ni historial odontológico. Lo cual hace que resulte prácticamente imposible identificarlo.

Jude pidió una oficina con línea telefónica, y lo condujeron a una situada en el segundo piso. Desde el escritorio se veía el estacionamiento posterior del edificio. Una secretaria le llevó una taza de café, que bebió con gusto.

Encendió su ordenador, se puso a trabajar y en media hora estuvo listo. Escribió setecientas palabras, haciendo especial énfasis en los detalles forenses —las yemas de los dedos quemadas, la dentadura perfecta—, para dejar claro que había sido testigo presencial de la autopsia. También tuvo buen cuidado de describir a McNichol como a una especie de héroe, recordando al hacerlo el consejo que recibió años atrás de un redactor jefe: «Es buen negocio mostrarse generoso con la gente que puede devolver el favor.» Conectó el módem a la línea telefónica, marcó el número especial del periódico, oyó el peculiar sonido de la conexión y envió el artículo al 666 de la Quinta Avenida.

Por la noche, mientras regresaba en su automóvil a la ciudad, Jude pensó en Gloria. Después de mandar el artículo, la había llevado hasta su periódico.

—¿Quieres que luego, cuando yo haya terminado, nos veamos? —le había preguntado Gloria yendo directamente al grano—. Si te apetece, conozco un excelente restaurante especializado en comida natural.

A él no le había apetecido. Sospechaba que la oferta implicaba algo más que una simple cena y, por algún motivo, cuando pensaba en el largo camino de regreso a Nueva York, en la autopsia que había presenciado e, incluso, sin saber bien por qué, en los dolorosos insultos que Betsy le había dedicado hacía meses, lo último que le apetecía era sexo.

Le había tendido la mano a Gloria para despedirse. Ella se la estrechó y, con una sonrisa ligeramente irónica, dijo:

—Así que tienes prisa, ¿no? Los grandes reporteros como tú venís aquí por un solo día, nosotros os ayudamos todo lo que podemos y, pese a ello, vosotros siempre confundís algún detalle.

El comentario le dolió.

Sin embargo, se dijo, el artículo que acababa de mandar no estaba mal. Y no se había equivocado en ningún detalle, de eso estaba seguro.

Encendió la radio a tiempo de escuchar el resumen de titulares de la emisora 1010 y le agradó advertir que no habría muchas noticias que compitieran con la suya. Comenzó a idear titulares para su historia, lo cual era uno de sus pasatiempos favoritos. «Un mutilador anda suelto.» O bien «Un cadáver que no suelta prenda». Quizá «El desfigurado rostro del horror». Bajó las dos ventanillas para airear el coche, sintonizó una emisora de rock y subió el volumen.

Se sentía satisfecho, contento de sí mismo.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando bajó en pantalón corto y camiseta a comprar el periódico en un quiosco, se llevó una desagradable sorpresa. No sólo su artículo no aparecía en primera plana, sino que, a primera vista, no se encontraba por ninguna parte. Apoyó el periódico en un buzón y comenzó a pasar páginas con creciente irritación. Al fin dio con él, en la página 42, rodeado de anuncios de sujetadores. Y lo habían reducido a cuatro párrafos.

»¡Cristo bendito!

»Tantas molestias... Conducir todos aquellos kilómetros, conseguir estar presente en la autopsia, anticiparse al
Daily News
...

»Y, después de todo eso, hacen pedazos mi artículo y lo entierran en la página 42. »

Volvió a toda prisa a su apartamento, se cambió y se dirigió al periódico. Nada más llegar, vio a Leventhal al otro extremo de la redacción y gritó su nombre.

Leventhal le hizo seña de que pasara a su despacho, que tenía una pared acristalada desde la que le era posible ver la redacción. Lo malo era que los de redacción también podían ver el interior. A Jude no le importó, pues sabía que lo asistía toda la razón.

—No lo entiendo —gritó—. Era una gran noticia. ¿Por qué demonios la tuviste que resumir?

Leventhal lo miró inexpresivamente por unos momentos, simulando no entenderlo, y al fin pareció comprender.

—Ah, te refieres a lo de New Paltz. ¿Es eso lo que te tiene tan furioso?

—¡Pues claro! ¡Tendría que haber salido en primera!

—¡En primera!

Leventhal cogió de su mesa el periódico del día y se lo arrojó a Jude.

—¡Mira! ¡Esto es una noticia de primera!

Jude leyó el titular: DOBLE DILEMA. Un subtítulo aclaraba: «Gemelos idénticos implicados en un asesinato. ¿Cuál de los dos lo hizo?»

Leyó el primer párrafo. La historia se refería a dos abogados gemelos, uno de los cuales era sospechoso de haber asesinado a una mujer rubia en el Upper East Side. El otro hermano iba a defenderlo en cuanto se resolviesen las dudas acerca de quién era quién.

A Jude no le hizo la menor gracia admitirlo, pero Leventhal estaba en lo cierto.

—De todas maneras, no hacía falta enterrar mi historia como la enterraste.

—¿Que la enterré? Recibió todo el espacio que merecía, Harley. De acuerdo, el asunto posee un cierto atractivo morboso, pero de momento no tenemos más que un cadáver anónimo. Cuando logres ponerle nombre y apellido, ya veremos qué se hace con tu noticia. ¿De acuerdo?

Jude trató de volver a su indignación, pero los argumentos de Leventhal lo habían dejado sin armas. Alzó la mirada y trató de ver cuántos colegas le habían visto hacer el ridículo. Media docena como mínimo. Leventhal también lo notó y enrojeció de exasperación.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Yo soy el editor encargado del fin de semana, y decido lo que aparece en el periódico del lunes. ¡Estoy hasta la coronilla de que la gente critique mis decisiones! ¡Y ahora ya te estás largando de una vez!

Jude salió del despacho. Pero luego, cuando pensó en lo sucedido, le pareció extraño. Leventhal no solía gritar ni ponerse tan furioso. Aparentemente, la reacción de él mismo también había sido un poco exagerada. Le comentó esto a Clive, para ver qué pensaba, pero el redactor se limitó a encogerse de hombros.

CAPÍTULO 5

Skyler llamó a la puerta de la cabaña de Kuta. Sabía que el anciano estaba dentro porque había visto su viejo bote amarrado al embarcadero, y el mugriento motor fueraborda colocado sobre un cercano tocón, sometido como siempre a reparaciones. En la pequeña bahía, el fuerte viento hacía aumentar el tamaño de las olas.

Estaba asustado. Se había sentido así durante toda la mañana y luego durante la tarde, mientras llevaba las cabras a pastar. Sus temores comenzaron cuando se encontró con Julia y ella le susurró lo de la clave de acceso. Skyler esperó a la muchacha en las proximidades de la pista de aterrizaje todo el tiempo que pudo. Como Julia no apareció, él le dejó un mensaje en el buzón indicándole que se reuniera con él por la tarde en casa de Kuta. Era la primera vez que se atrevía a hacer algo así, tan desesperado se sentía. Ahora se disponía a esperarla. Quería ver con sus propios ojos que la muchacha estaba bien, porque le embargaban los malos presentimientos.

Se abrió la puerta y Kuta lo miró con ojos enrojecidos.

—Chico, estás hecho un asco. ¿En qué andas metido?

Sin esperar respuesta, el negro se hizo a un lado y lo dejó pasar. El interior de la cabaña era fresco.

—Siéntate —dijo señalando él sillón, y puso agua a calentar para el té.

Skyler permaneció un rato sentado en silencio, y luego, poco a poco, fue desahogándose. Le contó a Kuta lo de la muerte de Patrick, y le explicó que Julia y él habían descubierto el cuerpo en el depósito de cadáveres del sótano; habló del servicio fúnebre, de las averiguaciones que Julia estaba haciendo. Habló en términos muy generales de los temores que sentía por ella, pero hacerlo le resultó difícil, y las palabras se le atascaron en la garganta. Al fin, el muchacho quedó en silencio.

Kuta movió lentamente la cabeza.

—Están pasando muchas cosas extrañas —dijo al fin—. Llevo años y años diciéndolo. Un montón de cosas extrañas. Y ésta es una más. No es natural que un muchacho tan joven muera. Creo que los tipos del Laboratorio son una especie de adoradores satánicos. Seguidores del Anticristo.

Desde hacía unos años a Kuta le había dado por la religión, e incluso había intentado enseñarle a Skyler las Escrituras, para contrarrestar lo que él llamaba «toda esa falsa instrucción».

El negro se levantó, cogió dos viejas tazas de una alacena, puso una bolsa de té en una de ellas y las llenó de agua caliente. Al cabo de un minuto, pasó la bolsa de té a la otra taza.

—Eso explica lo del avión —continuó—. Parece que cada vez que se produce una muerte, el aparato despega. Lo oí regresar hace menos de dos horas.

Se refería a una avioneta de hélice que permanecía encerrada en un pequeño hangar situado en las proximidades de la pista de aterrizaje. Skyler había oído el ruido del motor en diversas ocasiones, pero nunca le prestó atención.

—¿Cómo que eso lo explica? ¿Para qué crees que utilizan el avión, aparte de para llevar el correo?

—No lo sé. Lo que sí sé es que me he dado cuenta de que el avión despega siempre que hay algún problema. Quiero decir algún problema médico.

—¿Qué quieres decir? ¿Adonde quieres ir a parar?

Skyler, cada vez más preocupado, comenzaba a lamentar haber ido hasta allí.

—No quiero decir nada ni quiero ir a parar a ninguna parte. Calla y tómate el té.

Un minuto más tarde, Kuta le hizo una pregunta:

—¿Crees que lo operaron?

—¿A Patrick?

—Sí.

Skyler hizo un gesto de asentimiento. No quería entrar en especulaciones con Kuta. Se sentía muy unido a él, más que a nadie, excepción hecha de Julia. Pero no le apetecía tratar de expresar con palabras las sospechas y temores que tanto lo preocupaban... Todo aquello pertenecía a una parte distinta de su vida que él sólo deseaba compartir con Julia. Y ahora que ella estaba ausente y tal vez anduviese perdida por alguna parte, le apetecía aún menos hablar de ello.

Se levantó y fue a encender la radio que había sobre la vieja nevera. En seguida sonaron las notas de un violín, una guitarra y un acordeón. Según Kuta, era música zydeco, típica de Louisiana. Skyler se sentó en el sillón y siguió esperando a Julia.

Cuando finalizó la tercera canción, Skyler ya estaba seguro de que algo malo había ocurrido. Por enésima vez miró hacia el viejo reloj de cocina colgado de la pared, cuyas gruesas manecillas negras parecían moverse a paso de tortuga. El trabajo de Julia en la sala de archivos debía de haber terminado hacía más de una hora.

De pronto el muchacho se puso en pie y apagó la radio. Al menos podía ir a buscarla. Cuando pasó junto a Kuta, detectó la expresión de preocupación en el rostro del viejo, pero seguía sin apetecerle dar explicaciones y, además, no deseaba perder ni un momento. De pronto su inquietud se había convertido en pánico incontrolable. Le parecía oír la voz de Julia en el interior de su cabeza pidiéndole ayuda.

Salió por la puerta y echó correr. La voz de su cabeza gritaba ya en vez de hablar.

Mientras corría por el sendero vio a alguien entre los matorrales, un rostro asombrado que lo vigilaba. Era Tyrone. Quizá lo había seguido y estaba espiándolo. No le importaba. Apenas pensó en ello. No pensaba pararse hasta que encontrara el rostro de Julia. Corrió por el bosque sorteando árboles y saltando sobre ramas caídas. Se estaba fraguando una tormenta. El viento había arreciado y los líquenes se agitaban en las ramas. Notaba los latidos de su corazón acompasados con el ritmo de sus zancadas. «Algo espantoso ha sucedido». Sus temores se estaban convirtiendo en certidumbres que lo impulsaban a correr con todas sus fuerzas.

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