Experimento (15 page)

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Authors: John Darnton

—Por eso tuve que irme el otro día, cuando me estabas entrevistando. Trataba de conseguir asistencia médica para ellos, pero por conferencia telefónica resulta difícil.

—¿Dónde viven tus padres?

—En Wisconsin. En una ciudad llamada White Fish Bay que se encuentra en las proximidades de Milwaukee. Un sitio precioso, con praderas verdes y casas blancas de madera. Me encantó pasar allí la infancia. Soy hija de los barrios residenciales. Tuve la típica niñez idílica norteamericana.

—Lo dices con sarcasmo.

Tizzie se echó a reír.

—Esto no es justo —dijo—. Tú ya me has entrevistado y sabes un montón de cosas acerca de mí, mientras que yo apenas sé nada acerca de ti.

—No hay gran cosa que saber.

—De todas maneras, cuéntame —le pidió ella colocando una mano sobre la de él—. Explícame, por ejemplo, cómo fue que te pusieron ese nombre tan raro. ¿De dónde se lo sacaron tus padres?

Él hizo una breve pausa pensando en contestar con una broma, pero no se le ocurrió ninguna.

—Aunque te parezca extraño —dijo—, no lo sé. Y no puedo preguntarles a ellos —añadió al tiempo que ella lo miraba con extrañeza—. Los dos han muerto.

Tizzie le puso la mano sobre el brazo.

—Lo lamento. ¿Cómo sucedió? ¿Qué edad tenías cuando murieron?

Jude tomó aliento y comenzó a contar. Y, para su sorpresa, le resultaba sorprendentemente fácil hablarle a la joven de su vida. Al principio lo hizo con voz neutra, excluyendo voluntariamente todo sentimentalismo, eludiendo la autocompasión; pero poco a poco fue poniendo en el relato más ardor. Le contó la historia de su vida y le explicó también cómo se había sentido él en cada momento. Le habló de su peculiar infancia, y de sus primeros años en Arizona.

Sus padres —y de esto él sólo tenía un vaguísimo recuerdo— eran miembros de una especie de secta que tenía su sede en las montañas del desierto. Corrían los años sesenta, y por entonces aquel tipo de cosas era frecuente.

Tizzie asintió con la cabeza y Jude le contó que sus padres se habían conocido allí.

—Me dijeron, aunque no sé quién, y quizá sólo lo haya imaginado, pero creo que es cierto, que mis padres contrajeron matrimonio en la casa del cabecilla de la secta. Supongo que era uno de esos tipos que querían construir una sociedad perfecta lejos del mundanal ruido, pero terminó gobernando su secta como un tirano enloquecido. El caso es que nací allí. Luego murió mi madre. Creo que fue por causas naturales, aunque no conozco los detalles.

—¿Qué edad tenías tú por entonces?

—Cinco años. No recuerdo a mi madre. Ni siquiera su rostro, y tampoco tengo fotos de ella.

Jude miró a su compañera y luego volvió la vista hacia el mar. Así le resultaba más fácil hablar.

—Lo más extraño es que yo trataba con todas mis fuerzas de recordar su rostro. Y cuando lo hacía, hace ya años que he dejado de intentarlo, no lograba evocar ninguna imagen suya. Pero en ocasiones recordaba una fragancia. O, más que una fragancia, un olor. Y, aunque resulte extraño, ese olor no era bueno, sino fuerte, acre. Como de antiséptico.

En este punto, Tizzie le puso una mano en el antebrazo.

—El caso es que mi padre se fue de la secta —continuó Jude—. No sé qué sucedió exactamente, pero probablemente él se sintió enormemente afectado por la pérdida de su compañera... Al menos, eso es lo que siempre he creído. Es lógico suponerlo, si él sentía afecto por mi madre. Y supongo que lo sentía, aunque el matrimonio fuera acordado por otros. Nos trasladamos a Phoenix. Y luego mi padre también murió, en un accidente de automóvil. En un cruce de carreteras, su coche chocó con otro cuyo conductor iba borracho.

—¿Qué edad tenías tú entonces? —preguntó Tizzie, que parecía sinceramente conmovida.

—Seis años. O quizá siete. No estoy seguro.

—¿Y qué ocurrió luego?

—Me acogieron unos vecinos. Los Armstrong. Ella era abogada y él, no sé, creo que se dedicaba a vender seguros. Yo los odiaba. Ya sé que no es justo y que probablemente eran buenas personas, pues de lo contrario no hubieran recogido a un niño huérfano. Pero, pese a todo, no lo pasé nada bien en aquella casa. Los Armstrong dormían, no ya en camas separadas, sino en dormitorios distintos. Recuerdo las interminables cenas, en las que él se sentaba a un extremo de la mesa, ella al otro, y yo en el centro. En los larguísimos silencios, lo único que se oía era el entrechocar de la dentadura postiza del señor Armstrong. No era un hogar feliz. Uno, de niño, se da cuenta de esas cosas. Nunca los oí pelearse abiertamente, pero siempre estaban metiéndose el uno con el otro por insignificancias. Así que cuando se separaron, o cuando me enteré de que se iban a separar, lo que sentí fue alivio. Luego me enviaron a un centro de acogida.

Jude miró a Tizzie y, anticipándose a la siguiente pregunta de la joven, explicó:

—Por entonces yo tenía quince años. Luego obtuve una beca para un colegio de secundaria privado: la Academia Phillips, de Andover, Massachusetts. La verdad es que no sé cómo conseguí la beca, pero el caso es que fui allí, y supongo que, aunque a mí no me gustaba demasiado, aquel lugar fue mi salvación. Había muchos niños ricos, bien educados, hijos de republicanos, ya sabes. Durante las vacaciones, yo me quedaba en el colegio y comía en la cafetería, con el servicio. O bien algún compañero me invitaba a su casa. Me recuerdo a mí mismo, sentado a la mesa el día de Acción de Gracias, tratando de recordar mis modales y sonrojándome cuando los padres de mi amigo me hacían alguna pregunta incómoda acerca de mi pasado. No puedo decir que me sintiera muy a gusto, pero lo cierto es que en el colegio adquirí una excelente educación.

Jude concluyó su disertación autobiográfica. No le había sido difícil. Muy al contrario, casi le había gustado hablar de su vida.

Pero la curiosidad de Tizzie aún no se había saciado.

—Y respecto a tus primeros años en Arizona... ¿Realmente no recuerdas nada?

—Casi nada. Pequeños detalles insignificantes.

—¿Por ejemplo?

—El calor, cuando bajábamos al desierto. Vivíamos en las montañas y allí era soportable; pero en el desierto el calor era asfixiante y las noches, gélidas. En los alrededores había minas.

—¿Minas? ¿Qué clase de minas?

—De las que tienen galerías y pozos. Recuerdo que yo jugaba en ellas, explorándolas, ocultándome en ellas, tirando piedras a simas que tenían docenas de metros de profundidad. Con quien más jugaba era con una niña.

—¿Quién era ella?

—Sus padres también pertenecían a la secta. A ella le gustaba más jugar con los niños que con las niñas, y yo la llamaba Tommy.

Jude se interrumpió de pronto.

—¿Qué te ocurre? —quiso saber Tizzie.

—Es curioso, pero acabo de recordar algo. Cuando mi madre murió, no solté ni una lágrima, y cuando murió mi padre, tampoco. Pero cuando nos fuimos de allí, cuando mi padre me llevó con él, lloré a moco tendido. Y todo por causa de aquella pequeña. Corría junto a la carretera tras el coche en que nosotros nos alejábamos. Yo no dejaba de mirar por la ventanilla posterior, y veía cómo Tommy se iba achicando y achicando en la distancia. Paramos en un motel y aquella noche, lo mismo que otras posteriores, me la pasé llorando. Pensaba que mi vida se había terminado.

Jude miró a Tizzie, quien suspiró y le apretó el brazo.

Luego ambos se pusieron en pie y echaron a andar por el paseo marítimo en dirección al tren elevado que traqueteaba a lo lejos.

CAPÍTULO 11

La iglesia baptista de Valdosta ocupaba un bajo edificio de madera cuyo único adorno era un campanario similar a una chimenea en el que no había campana alguna. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de pedazos de plástico adhesivo de colores, separados unos de otros por gruesas y serpenteantes líneas negras, que pretendían evocar el esplendor de los vitrales de las catedrales medievales europeas.

En el sótano, un lugar asfixiante, pese al aparato de aire acondicionado que no dejaba de zumbar y de gotear agua en los cubos de basura del exterior, Skyler permanecía tumbado en un incómodo camastro plegable de lona tensada. El hecho de ser plegable hacía que resultase fácil guardarlo con los demás camastros cuando llegaban los niños del programa de atención diurna y a los sin techo se les daba un rápido desayuno de cereales. Luego volvían a ponerlos en la calle.

Estaba deprimido, y no le faltaban motivos para ello. Llevaba allí... ¿cuánto tiempo? Días y más días, probablemente, más de una semana. Perdido, hambriento y desesperado, había vagado por las calles de la ciudad en lo que resultó ser una especie de curso acelerado para habituarse al nuevo y desquiciado mundo en el que había caído. Se sentía como un visitante de otro planeta. Los frenéticos movimientos, el ruido, la suciedad... Todo le pesaba como una enorme losa. No comprendía nada y ya ni siquiera aspiraba a comprender: se conformaba con sobrevivir. Los coches que doblaban las esquinas a toda velocidad, las atestadas aceras, el peligro acechando en las sombras. Todo era como en los peores programas de televisión que había visto en la isla.

El primer día, tras salir del aeródromo escabullándose a través de un seto, abordó a una muchacha para preguntarle en qué lugar estaba y ella giró sobre sus talones y echó a correr. Los niños se burlaban de sus viejas ropas y los perros le ladraban. Su aventura comenzó mal y siguió peor.

Aquella primera mañana se le había quedado grabada en la memoria de forma indeleble. La avioneta seguía en el aire cuando él despertó sobresaltado; el pánico era casi tan tangible como la bilis que notaba en el fondo de la garganta. Tras la siesta, se sentía aturdido y desorientado en el claustrofóbico compartimento portaequipajes. Tenía el brazo dolorido a causa del mordisco del perro. Necesitaba imperiosamente orientarse, ver cuál era la situación, así que, con gran cautela, alzó la cabeza para ver el interior de la cabina.

Allí estaba, como antes, la parte posterior de la cabeza del piloto, cubierta por la gorra de béisbol. Pero en el exterior todo había cambiado. Ya no se divisaba la enorme masa azul del océano. Sólo eran visibles inmensas cantidades de tierra que se extendía por doquier en todo cuanto abarcaba la vista. Los bosques formaban manchas verde oscuro, y los campos eran de color pardo y se parecían a los de la isla en la época de la siembra. Entre la ligera neblina se veían ríos color chocolate que serpenteaban por los campos y las colinas.

Había largas cintas negras —carreteras— y por ellas circulaban coches que iban y venían de un lado a otro, como pequeños animales poseedores de voluntad propia. El avión siguió volando y llegaron a una zona más poblada llena de tejados y calles. Vio un verdísimo campo con forma de diamante que lo tuvo un rato desconcertado, hasta que al fin comprendió que se trataba de un estadio de béisbol. Ahora volaban más bajo: nuevas casas, nuevas carreteras y coches, y una gran torre redonda de madera con algo escrito en ella. ¿Para qué serviría? La avioneta se ladeó, y en tierra Skyler vio algo grande y oscuro que se movía al igual que el aparato. Se sintió alarmado hasta que comprendió que se trataba de la sombra de la propia avioneta.

De pronto el piloto dijo algo. Skyler bajó la cabeza, aterrado y se quedó inmóvil como una estatua. El piloto habló de nuevo, pero su tono era despreocupado, mecánico, así que Skyler supuso que la cosa no iba con él. Una vez más, se arriesgó a mirar por encima del panel, y vio al piloto de perfil, con un mechón de pelo gris asomando a través del orificio delantero de la gorra que llevaba vuelta del revés. Skyler lo reconoció: era Bryant, el encargado de mantenimiento de la casa grande. Conocer la identidad del piloto hizo que todo pareciera más real y pavoroso. Bryant sostenía un micrófono en la mano y Skyler supuso que estaba comunicándose con alguien de tierra.

Poco después, la avioneta se ladeó de nuevo y tomó tierra. El tren de aterrizaje golpeó la pista con una fuerte sacudida. El sonido del motor se hizo más agudo, el aparato comenzó a reducir velocidad, giró bruscamente a la izquierda y siguió adelante hasta que el motor, tras toser un par de veces, se detuvo. A continuación se oyeron varios clics y chasquidos, y después pasos que avanzaban por el pasillo en dirección a Skyler. Consciente de que Bryant se hallaba justo frente a él, contuvo la respiración y quedó inmóvil y rígido, con la sangre golpeándole en las sienes. Luego, súbitamente, la lona se estremeció. Skyler se dispuso a saltar contra el ordenanza, y ya estaba reuniendo fuerzas para hacerlo cuando oyó que la portezuela se abría. Tanteó con una mano: la maleta que antes estaba a su lado había desaparecido. Bryant se hallaba ya fuera de la cabina.

Los pasos dejaron de oírse y, al cabo de un rato de silencio, Skyler descendió del aparato y se encontró en el interior de un hangar abierto con techo de metal corrugado. Miró en todas direcciones y no vio a nadie. En las proximidades se alzaba una torre de dos pisos coronada por grandes ventanas cuadradas y por un objeto giratorio redondo. Más allá había un edificio de ladrillo cuyas ventanas reflejaban la luz como espejos, y un estacionamiento de coches semilleno. A la izquierda del chico se alzaba una valla metálica y más allá, un seto, a través del cual era visible una carretera. El calor era infernal.

Echó a correr todo lo de prisa que le permitieron las piernas, saltó la valla como pudo, cortándose en el brazo con las púas de la parte superior, y luego se abrió paso entre el seto. Ya en la carretera, corrió otro trecho y se volvió a mirar. Nadie lo seguía. Aflojó el paso y miró en torno. Había grandes carteles sostenidos por postes. Uno anunciaba AQUALAND y mostraba a unos alegres niños descendiendo por un tobogán lleno de agua. Otro era el reclamo de una gasolinera. Al llegar a un cruce se encontró con un cartel en el que, con letras rojas sobre un fondo amarillo, se leía: VENGA A COMER CON NOSOTROS. No se veía a nadie en las inmediaciones. Más tarde apareció la muchacha caminando por la acera, él le pidió ayuda y ella giró sobre sus talones y se alejó corriendo.

Skyler se había pasado dos días vagabundeando por las calles, comiendo de los cubos de basura de los restaurantes y pidiendo limosna a los transeúntes. Nunca en su vida había utilizado monedas y tuvo que aprender a manejarse con ellas. Le creció la barba, el estómago le dolía constantemente, y palideció y se adelgazó de tal modo que tenía aspecto de anacoreta. Una mañana despertó en un parque, vio el cielo cubierto de negros nubarrones y advirtió que el viento estaba arreciando. Comprendió que se fraguaba una tormenta. Las calles se vaciaron y, en el momento en que comenzaba a llover, apareció un coche policial que lo recogió y lo condujo hasta el refugio para indigentes situado en el sótano de la iglesia.

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