Authors: John Darnton
Jude hizo una llamada desde los teléfonos públicos del vestíbulo mientras Skyler paseaba nerviosamente.
Le pusieron inmediatamente.
—Raymond —comenzó Jude.
Se produjo una breve pausa. Jude imaginó a Raymond esforzándose en hablar con voz normal.
—Jude. ¿Dónde demonios estás?
No lo había conseguido. En su tono había una nota de urgencia.
—Aquí mismo. En Washington. Tengo que hablar contigo.
—Dime dónde estás e iré a verte.
—Quizá yo vaya a verte a ti.
—Ah, muy bien... ¿Cuándo?
A Jude le pareció percibir un matiz de satisfacción en la voz del federal.
—¿Qué tal ahora mismo?
—Muy bien. Estupendo. —Una pausa, tras la cual Raymond añadió—: ¿Estás solo?
¿Para qué darle la satisfacción?
—Sólo estamos yo y mi sombra —repuso diciéndose: espero que esto resulte lo bastante ambiguo.
—Muy bien. Te espero. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?
—Ya estoy aquí.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Estoy abajo, en el vestíbulo.
—Mierda. ¿Por qué no lo has dicho antes? Ahora mismo bajo.
—De acuerdo.
Colgó el teléfono. De pronto sentía dudas. Qué demonios, la suerte estaba echada. Al menos, volvía a formar parte del juego. Pero, entonces, ¿por qué experimentaba aquella inseguridad, por qué estaba tan poco convencido de haber hecho lo más adecuado? ¿Por qué notaba aquella desazón interior, aquel principio de temor?
Echó un vistazo a su alrededor. Había un control de seguridad, una garita de cristal atendida por vigilantes de paisano. Ante la garita había una pequeña cola formada por empleados que volvían del descanso de media mañana. Le sorprendió el modo de vestir de los hombres que entraban y salían por las puertas principales. Era normal, incluso elegante; él casi había esperado ver los anodinos trajes grises y los cortes de pelo de estilo militar de la época Hoover. Además, también había un montón de mujeres.
Al otro lado del los detectores de metales se hallaba el mostrador de recepción en el que se entregaban los pases de seguridad a los visitantes. Más allá estaban los ascensores. También había un quiosco de prensa con montones de diarios y revistas expuestos. Hacía fresco, y Jude notaba la corriente causada por los ventiladores del sistema de aire acondicionado.
¿Dónde estaba Skyler? Oteó rápidamente el vestíbulo. Al fin lo vio, al otro lado, aún con aquella ridícula camisa que había cogido en el hospital de Arizona. El joven estaba mirando las fotos enmarcadas que había en la pared.
Las fotos correspondían a los miembros del cuadro directivo de la agencia y estaban dispuestas en una pirámide jerárquica. Los altos mandatarios ocupaban la parte superior. En la cima estaba el director del FBI, debajo el subdirector, luego los directores adjuntos, después los jefes de división y así sucesivamente. Dos de las veinte fotos eran de mujeres. Skyler miraba los retratos con gran atención. Jude se le acercó y se volvió por si veía a Raymond, pues no deseaba que la llegada de éste lo cogiera por sorpresa.
Y entonces oyó una exclamación ahogada surgida de los labios de Skyler. Estaba paralizado y miraba con ojos muy abiertos una de las fotos. Después se volvió y miró a Jude. El periodista advirtió en sus ojos que lo que acababa de ver lo había dejado sobrecogido.
Skyler echó a correr de pronto y Jude lo vio cruzar el vestíbulo en dirección a la puerta principal.
El joven tropezó violentamente con una mujer que entraba. La gente se volvía hacia él boquiabierta, pero nadie hizo nada por detenerlo. Jude echó a correr tras él en un intento fallido de alcanzarlo antes de que llegase a la puerta. A través de los cristales lo vio allí, en la calle, mirando a uno y otro lado, inseguro, casi cómico, tratando de decidir en qué dirección corría.
—¡Jude! ¡Jude!
Alguien lo llamaba a su espalda, pero Jude no hizo caso. Corrió hasta la puerta, la empujó con todas sus fuerzas y un segundo más tarde ya volvía a hallarse en la húmeda calle, viendo cómo Skyler se alejaba a la carrera.
Corrió tras él, pero no logró alcanzarlo.
Dos manzanas, tres, cuatro. Skyler no aflojaba el paso. Jude veía su cabeza desplazándose rápidamente entre la multitud que llenaba la acera. En varias ocasiones, Skyler se volvió, vio que Jude lo seguía, y continuó corriendo.
«Es extraño, —pensó Jude—. Parece como si huyera de mí.»
Sin embargo, no era así. Muy al contrario. Skyler deseaba cerciorarse de que Jude iba tras él.
Momentos más tarde, cuando Jude llegó a un parque, se detuvo a tomar aliento y no vio a Skyler por ninguna parte, oyó que alguien lo llamaba con voz queda.
Era Skyler, que estaba sentado en un banco, parcialmente oculto por un macizo de rododendros. Estaba sin aliento.
—¿Qué ha pasado? —exclamó Jude—. ¿Por qué echaste a correr?
—La foto —explicó Skyler—. La del subdirector. Eagleton.
—¿Qué pasa con él?
—Lo había visto antes. En la isla. Cuando el doctor Rincón fue allí de visita, Eagleton formaba parte de su séquito.
El sobrio funeral se celebró en la capilla de la iglesia congregacionalista de Lake Drive.
La asistencia fue mayor de lo que Tizzie esperaba: sus padres tenían más conocidos de los que ella imaginaba. Muchos eran ancianos, viejas de aspecto dulce, con sombreros y guantes blancos, y viejos de arrugados rostros y pantalones impecablemente planchados. Todos se sabían al dedillo el ritual y el protocolo de los funerales. Lo único raro era que Tizzie apenas conocía a ninguno de ellos.
Su padre estaba excesivamente delicado para asistir al servicio, lo cual hizo que las cosas fueran aún más difíciles para Tizzie.
Después, los asistentes fueron a la que había sido la casa de los padres de Tizzie para dar el pésame. Había preparado un enorme buffet —ensaladas de todo tipo, huevos rellenos, canapés de atún y de jamón, cestos llenos de pan y pastelillos de cabello de ángel—, más que suficiente para que todos quedaran ahítos. Tizzie no sabía de dónde había salido aquello. Le daba la extraña sensación de que todo lo manejaban invisibles expertos en pompas fúnebres.
No comió nada. Y no porque la comida no fuera de su gusto, sino porque no tenía el menor apetito. Durante el servicio fúnebre se había mostrado serena, e incluso participó en el canto de los himnos. No se sintió anegada por la emoción ni próxima a las lágrimas. Muy al contrario, se sintió vacía, insensible. Aparte de los morbosos pero incontrolables esfuerzos por imaginar el cadáver en el interior del ataúd, apenas había pensado en su madre. Fue su padre el que durante todo el funeral ocupó sus pensamientos.
Por eso, mientras los visitantes seguían en la planta baja, Tizzie abandonó su puesto de anfitriona junto a la puerta y corrió escalera arriba en dirección al que había sido el dormitorio de sus padres. ¿Cuántas veces, durante su infancia, no habría hecho ella girar aquel tirador de cristal biselado para entrar en el sanctasanctórum? Ahora, Tizzie casi sintió que daba marcha atrás en el tiempo, que se iba haciendo pequeña según los años la iban abandonando, como Alicia en el país de las maravillas. En la penumbra del dormitorio vio a su padre, en la cama, con la cabeza apoyada en un montón de almohadas. El hombre apenas reparó en su presencia. Tizzie se sentó en el borde de la cama y lo miró. Ya apenas quedaba vida en él. Lo abrazó, escondió la cara en su hombro y acarició los ralos cabellos blancos.
Y en aquel momento se dio cuenta de que en la habitación había otra persona.
Sonó un ligero carraspeo procedente del sillón situado en un rincón del dormitorio. Tizzie no necesitó más para saber inmediatamente quién estaba allí, era tío Henry.
—¿Qué tal estás, querida? —preguntó el hombre—. ¿Cómo lo sobrellevas?
A ella le pareció que la pregunta no era sincera y que, por tanto, no merecía respuesta. Y tampoco quiso darle a su tío la satisfacción de ver que la había sobresaltado. Así que se encerró en un estoico silencio.
Tío Henry alargó la mano y encendió una lámpara de piel. La luz hirió los ojos de Tizzie, pero no iluminó en absoluto a su tío, que seguía hundido en el sillón, fuera del alcance de la luz.
—Sé lo apenada que te sientes. Todos estamos tristes. Quizá para el mundo exterior tu madre no era una persona demasiado... —movió una mano en el aire como buscando la palabra adecuada— ...impresionante. Sin embargo, los que la conocíamos y queríamos, sabíamos valorar sus cualidades.
El padre de Tizzie se removió en la cama.
—Y resulta especialmente doloroso que desaparezca uno de los miembros del grupo de más edad, uno de los fundadores, por así decirlo. Y que su muerte sea tan prematura.
El hombre había pronunciado aquella última frase en un susurro. Hizo una pausa y, en actitud casi profesoral, prosiguió:
—Sin embargo, no debemos mirar hacia atrás. Tenemos que seguir adelante. Hemos de pensar en los vivos. En los que aún tienen la existencia por delante, o en los que aún se siguen aferrando a ella... Como, por ejemplo, tu padre.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tizzie con ojos refulgentes.
—Nada que tú no sepas —respondió con voz seca, casi dura—. Tu padre no está nada bien. —Eso ya lo sé. —¿De veras lo sabes?
A ella le extrañó aquella réplica.
—Pues claro que lo sé.
—Entonces, ¿por qué no haces algo?
—No sé a qué te refieres.
—¿Por qué no colaboras con nosotros? Somos el grupo que intenta ayudarlo. Intentamos encontrar una cura para lo que mató a tu madre. No te engañes, no se murió de vieja.
—¿Cómo lo sabes?
—Vamos, Tizzie. Tú misma viste la rapidez con que la ancianidad se apoderó de ella. Envejeció treinta años en los últimos cinco. ¿Alguna vez habías visto algo parecido?
Tizzie permaneció en silencio, limitándose a negar con la cabeza.
—Y a tu padre le está ocurriendo lo mismo.
—¿Se trata de una enfermedad?
—Quizá. Tenemos a varias personas tratando de dilucidar esa cuestión, intentando encontrar una vacuna para el mal que aflige a tu padre. Quizá algún día tú misma te unas a la investigación. Te sobra capacidad profesional para ello.
—¿Es eso lo que quieres que haga? ¿Investigar?
Tío Henry tosió y se llevó un pañuelo a la boca para echar en él las flemas.
—Todavía no. En estos momentos puedes hacer algo mucho más importante. Tenemos enemigos. Necesitamos saber quiénes son y qué hacen.
A Tizzie se le cayó el alma a los pies.
—¿Qué puedo hacer?
—Muy sencillo, informarnos de lo que ellos han averiguado.
—¿Lo que ellos han averiguado? ¿A qué te refieres?
De pronto, la voz del hombre cambió, se hizo dura.
—No te hagas la tonta conmigo.
—No me hago la tonta. Lo que deseas es que espíe a Jude.
—Ahora sí te estás portando como la hija digna de tu padre. Queremos que nos informes sobre Jude... pero no sólo sobre él.
—También queréis que os informe sobre Skyler.
—Exacto.
Tizzie miró a su padre, cuyo aspecto no podía ser más frágil.
—¿Y servirá de algo?
—Claro que sí.
—Entonces, cuenta conmigo —dijo ella.
—Espléndido.
—¿Qué... tengo que hacer?
—Abajo, en el estudio, encontrarás papel. Sólo tienes que anotar todo lo que recuerdes: dónde han estado, qué han hecho, qué han dicho. Tómatelo con calma, espera a que la gente se marche, cosa que ya no tardará en ocurrir. Me gustaría que tu informe estuviera listo para esta noche.
—De acuerdo.
—Gracias, cariño.
—Lo anotaré todo. Estuvimos juntos... viajamos al oeste... estuvimos en Jerome.
—Estupendo. No te olvides de nada. Más adelante tendrás que hacer otras cosas.
Tío Henry apoyó ambas manos en los brazos del sillón, se puso en pie y apagó la luz. La habitación quedó en penumbra.
—¿Ayudarás a papá? —preguntó Tizzie.
—Sí, cariño. Y no sólo yo, sino también otros. Todos debemos arrimar el hombro.
El hombre fue hacia la puerta y se volvió para mirar a su sobrina.
—Quédate con él. Creo que tu padre se da cuenta de quién eres. Resulta enternecedor veros a los dos juntos.
—Adiós, tío Henry.
—Adiós, cariño. Me alegra que me hayas hablado de tus correrías por el país con esos dos muchachos. No hay nada como la sinceridad para que la verdad resplandezca. Naturalmente, ya sabíamos lo de vuestro viaje.
Tizzie oyó las pisadas del hombre alejándose por la escalera. Resultaba difícil decir si el comentario sobre la sinceridad había sido o no sarcástico. Tío Henry lo había dicho como si estuviera hablando con una niña, la misma niña que, años atrás, había hecho girar aquel tirador de cristal biselado.
Jude se sentía agitado a causa de lo que de modo accidental habían descubierto. Sus implicaciones eran alucinantes.
Condujo a Skyler a un pequeño bar de la calle K y, una vez en él, se acomodaron en un reservado para poder pensar con calma. Jude pidió cerveza para los dos.
O sea que Frederick C. Eagleton, el poderoso subdirector del FBI, uno de los puntales de la sociedad norteamericana, estaba implicado en aquel... ¿qué? En aquella conspiración.
Eagleton no era exactamente un personaje popular, pero sí muy conocido entre los políticos, los periodistas y cuantos seguían con interés los juegos de poder que tenían lugar en Washington. Desde los tiempos de Hoover, ningún director había vuelto a tener poderes absolutos; algunos incluso habían sido simples figuras decorativas. Pero el subdirector era otro cantar. Al subdirector no lo ponía y quitaba a capricho el presidente. El subdirector era una figura tan constante y ubicua como la próxima administración pública, y sobrevivía de una presidencia a la siguiente, acumulando más y más información, aumentando el tamaño de los expedientes, haciendo y recibiendo favores. Si el director era la figura decorativa, el subdirector era el que, con mano de hierro, movía las palancas y apretaba los botones. ¿Para qué servían aquellas palancas y aquellos botones? Jude no tenía ni la menor idea.
Si Eagleton estaba implicado en el asunto, ¿quién más lo estaría? Sólo Dios sabía cuál era la magnitud de aquel asunto. Y, si se trata de una conspiración, ¿qué la mantiene en pie? Si existe una telaraña, ¿hasta dónde llega y cuál es la araña que ocupa su centro? Rincón, desde luego. Pero... ¿cómo lo hace? Jude bebía su cerveza a pausados sorbos. Y... ¿cuál sería exactamente la implicación de Eagleton? ¿Lo habrían sobornado para que protegiese al Laboratorio? ¿Estaría el hombre en la nómina del grupo? Eso era absurdo. Si estaba en la nómina, ¿para qué iba a viajar hasta la isla? No era el tipo de cosas que hacen los empleados. Por como Skyler lo había descrito, más que un viaje de trabajo se trató de una peregrinación. Eagleton fue con los otros sólo para rendir pleitesía a Rincón.