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Authors: David Monteagudo

Fin (29 page)

—¿No has pensado que... que a lo mejor eso es lo que quiere?

Nieves habla para Ginés, pero éste sigue pedaleando sin inmutarse, sin dejar de mirar hacia delante, al cambio de rasante que se burla de ellos, cercano, pero inalcanzable.

—Quiere... quiere que actuemos—añade Nieves, pegándose a la rueda de María—, que sigamos el juego, y entonces nos va liquidando uno... uno tras otro. Sabe... sabe lo que vamos a hacer, hacia dónde vamos a ir. Lo que tendríamos que hacer es... es lo contrario... Tenemos que plantarnos... entonces... entonces no podrá jugar...

Ginés sigue mudo. Las miradas de Amparo y María viajan hacia él, se clavan en su nuca silenciosa, inexpresiva.

—Tú has tirado, Ginés... has tirado del grupo todo el rato—prosigue Nieves precipitadamente, como si tuviera prisa por expresar su idea—. Lo... lo has hecho bien; precisamente... precisamente lo has hecho muy bien, has... has hecho lo que haría... lo que dicta la lógica, como tú dices...

El discurso de Nieves se hace cada vez más entrecortado a causa del esfuerzo. Amparo, incluso María, la miran de reojo y luego miran a Ginés, como esperando algo de él. Pero Ginés sigue pedaleando con el mismo ritmo inalterable.

—Has hecho...—dice Nieves después de unas cuantas respiraciones—has hecho lo que haría un hombre... y eso es previsible, otro... otro hombre lo puede predecir... puede anticipar tus pasos uno a uno... Nosotras... nosotras somos mujeres...

Amparo mira alternativamente, con rápidos movimientos de cabeza, a Nieves y a Ginés. Ginés sigue pedaleando tercamente, con la vista fija en la carretera. Mientras se desarrolla la conversación, el grupo no ha dejado de avanzar, y el cambio de rasante cada vez está más cerca, apenas a unas decenas de metros.

—Ginés...—dice Amparo—a lo mejor deberíamos...

Amparo se interrumpe. Ginés se ha levantado del sillín y empieza a pedalear con más ímpetu, dejando caer todo el peso del cuerpo en cada pedalada. Las tres mujeres que le siguen, instintivamente, se han aplicado con renovada fuerza a los pedales, para no separarse de él.

—Muy bien—dice Ginés elevando el tono gradualmente, como si el volumen de su voz estuviera relacionado con la aceleración que está imprimiendo a la bicicleta—. Has hecho... has hecho un verdadero esfuerzo de... de imaginación. Nos... nos has impresionado a todos; nos has hecho... nos has hecho pensar, nos has hecho... ¿Y todo eso por qué?... ¿Por qué precisamente ahora quieres que nos paremos? ¡¿Por qué?!

—¡Porque yo soy la siguiente, joder... porque yo soy la siguiente!

—¡Acabáramos!—dice Ginés, dejándose caer de nuevo sobre el sillín. Acaban de superar el cambio de rasante. Una perspectiva descorazonadoramente parecida a la anterior se despliega ante su vista. Pero al menos hay un buen tramo de bajada suave, unos cuantos centenares de metros hasta que la carretera se vuelva a empinar de nuevo. Todos han dejado de pedalear, simultáneamente, mientras las bicicletas, como efecto de la bajada, empiezan parsimoniosamente a adquirir velocidad.

—No sabemos quién será el siguiente—dice María—, no sabemos, ni siquiera, si habrá un siguiente.

—Sí, sí que lo sabemos—dice Nieves—, lo sabemos, claro que lo sabemos; yo al menos lo sé... Le insulté, me... me burlé de él, una vez... no sé cómo... cómo no he ido yo antes que Maribel...

—¿Tú?—dice Amparo con incredulidad—, ¡pero si tú siempre fuiste... siempre le trataste muy bien! Le escuchabas, yo... yo no tenía tanta paciencia.

—Menos aquel día—dice Nieves.

»Fue al final...—añade, rompiendo el silencio de expectación que se ha creado—, una de las últimas veces, en uno de esos guateques que... que hacíamos en casa de Rafa...

Nieves se interrumpe, como si dudara o cogiera fuerzas para continuar. María aprovecha la pausa para introducir un irónico inciso:

—Me muero por saber la cosa tan terrible que ocurrió en un guateque...

—Estaba tumbado en el suelo, de cara al suelo—prosigue Nieves, obviando el comentario—, en aquella moqueta...

—¿Quién? ¿Quién estaba tumbado?

—El. Estaba con Maribel, y con Rafa, porque había el altavoz y Rafa... no sé si había alguien más. Entonces Rafa y Maribel aún no salían, y yo... yo me fijé en que él... Andrés, estaba muy cerca de Maribel, casi pegado a ella... Llevaban un rato hablando, y cuando se levantaron... él tenía una erección...

—¡El Profeta... empalmado!—exclama Amparo, mirando un momento para atrás, hacia Nieves, mientras las bicicletas siguen avanzando.

—¡No seas bruta!

—Pero... ¿estabais desnudos?—pregunta María.

—No, hombre, no—dice Amparo—. Y tú... ¿estás segura?—añade, dirigiéndose a Nieves.

—Nadie se dio cuenta, porque había poca luz, pero... era evidente, y además él intentaba... disimular...

—Pero entonces...—dice Ginés—insinúas que Maribel...

—¡No, ella no! Ella hablaba con Rafa.

—¿Y ya está?—dice María—. ¿Eso es todo?

—Sí, ya ves qué tontería. Podía haberme callado... al fin y al cabo... pero, la verdad, me dio rabia, no lo pude evitar; me dio rabia por la hipocresía, porque él siempre iba de... de santurrón, y presumía... presumía de estar por encima...

—Pero mujer—dice Ginés—, eso a veces, en los hombres... no siempre es por...

—Ya, ya...—dice Amparo—. Piensa mal y acertarás, sobre todo tratándose de hombres.

—Pero ¿qué le dijiste—dice María—al tipo ése?, ¿qué...?

—¡Chist, callad!—dice Ginés—. ¿Qué es eso? ¿No oís?

Las voces cesan de golpe. Las cuatro bicicletas ruedan por su propio impulso, con sus ciclistas mudos, inmóviles, la mirada fija en la carretera pero sin verla, cerrada en sí misma, escudriñando el silencio con los oídos. No hay cigarras en el paisaje seco, con los árboles más cercanos a centenares de metros; se oye, en cambio, el vuelo de otros insectos menores, y el crepitar del piñón de las cuatro bicicletas. Pero hay algo más, otro componente de la calma que el oído no puede omitir, porque además va aumentando gradualmente, a medida que las bicicletas avanzan pendiente abajo: es como un lamento, un lamento inarmónico formado por una infinidad de voces, un grito inarticulado y grave, sonoro y vibrante, múltiple, como el que podría producir un fabuloso, un gigantesco instrumento de metal. Es un lamento, pero no parece humano, aunque tiene el inconfundible sello del dolor, y de la desesperación.

—¡Dios mío...! ¿Qué será eso?

—Pero... ¿Dónde... de dónde viene?

—¡No paréis! ¡No paréis!

—¡Pero es que... cada vez se oye más!

Es cierto que cada vez se oye con más intensidad, y cuanto más cercano más horrible resulta el quejumbroso bramido. Las bicis siguen rodando, pero se acercan al seno que forma el siguiente cambio de rasante, y cada vez van más despacio, con los ciclistas inmóviles, petrificados por el espanto, incapaces de decidir si sería mejor pararse de golpe, dar media vuelta, o acelerar para salir cuanto antes de la zona. Lo más terrible, lo más desconcertante es no saber de dónde sale, qué origen tiene el monstruoso quejido que lo llena todo y que suena cada vez más fuerte, cada vez más fuerte.

No se ve nada alrededor. La vista es amplia, hasta el horizonte, pero el paisaje está quieto, no da ninguna pista, no muestra nada que no sea lo que los ciclistas vienen contemplando desde hace kilómetros. Pero «aquello» suena cerca, tiene que estar cerca.

Las bicicletas están a punto de pararse. Ahora el clamor ha alcanzado una intensidad insoportable, no tanto por el volumen como por su horrible resonancia. Pero en cambio, por primera vez, suena un poco más localizado, a la izquierda de la carretera. Todos los ojos miran con pavor en esa dirección. Nada: campos y más campos, algún árbol, un edificio alargado, un silo, probablemente de cereal, quietud, inactividad.

Las bicicletas se paran. Los pies se apoyan en el suelo, por puro instinto; los corazones laten en el pecho con desmesurada violencia; las bocas permanecen abiertas, lo mismo que los ojos, agrandados por el pánico. Nieves está a punto de desmayarse, de gritar ella misma, sobreponiéndose al estruendo.

—¡La granja, es la granja—exclama de pronto María—, hay... hay animales, son los animales!

—¿Qué granja? ¿Dónde hay una granja?

—¡Allí, son vacas, seguro que son vacas... llevan días sin comer, nadie les ha dado de comer!

De pronto, todo parece adquirir un sentido. El edificio alargado tiene verdadero aspecto de granja, y los bramidos, aunque lo llenan todo, bien pueden proceder de allí. Probablemente, lo que contiene el silo que asoma tras el tejado es el pienso para los animales. Pero hace cuarenta horas que el motor que lo extrae no funciona, que nadie distribuye el pienso ni el agua por los pesebres.

El mugido de los animales parece haberse intensificado. Mirando hacia la granja, los ciclistas tienen que alzar la voz para hacerse oír entre ellos.

—¡Llevan casi dos días sin comer!—dice María.

—¡Ahora gritan más—berrea Amparo—, debe ser porque nos han oído!

—U olido...

—¡Pobres!—dice Nieves—, ¡pensarán que por fin llega el granjero!

—¡No sabía que las vacas hicieran este ruido!—grita Amparo—. Parecía... parecía algo...

—Yo sí que las había oído a veces—dice Nieves—, no tanto pero sí... no sé cómo no me he dado cuenta...

—El miedo, nena, el miedo—la interrumpe Amparo—, estábamos todos... ¡Oye, para ya!

El manillar de la bicicleta de Nieves, que ya le había rozado en algún momento, se apoya ahora, como una verdadera molestia, en la cadera de Amparo. Nieves estaba a la derecha de la carretera, al lado de Amparo, en el momento en que las bicis se pararon. Pero al mirar todos hacia la granja, ella quedó, por decirlo así, en la última fila que contemplaba el espectáculo.

Amparo se dispone a recriminar a Nieves, porque el manillar se le está clavando en el hueso, pero cuando se da la vuelta Nieves ya no está allí: tan sólo está su bicicleta, inclinada, todavía en pie precisamente porque se apoyaba en su trasero. Amparo da un grito. Ginés se da la vuelta y comprende al instante lo que ha ocurrido.

—¡Mierda!—dice con verdadera rabia, en el momento en que María se da la vuelta, y la bicicleta de Nieves cae al suelo, como resultado del empujón que le ha dado Amparo.

MARÍA-GINÉS-AMPARO

Ginés, María y Amparo están en una gasolinera, a la sombra del cobertizo que da techo a los surtidores. Están sentados en unas sillas, en un lugar en el que nadie, en circunstancias normales, habría tomado asiento, pues es lugar de tránsito y parada para los coches. Frente a ellos, apoyadas en los surtidores de gasolina, reposan las bicicletas, dos de las cuales han sido cambiadas y equipan alforjas que contienen botellas de agua y un botiquín de primeros auxilios. Detrás de los ciclistas está el edificio que alberga la caja y una pequeña tienda. No hay cristal en el escaparate; la enorme luna rectangular yace por el suelo hecha añicos; y sólo en su periferia, adheridos al marco, sobreviven algunos trozos de vidrio cuarteado, como un mosaico.

Aparentemente, la gasolinera estaba operativa en el momento en que se produjo el apagón y cesó bruscamente su actividad, pero los tres supervivientes no han encontrado manera de abrir la puerta de entrada al negocio, de accionamiento eléctrico, y han optado por la solución expeditiva de romper el cristal. Por lo demás, el hecho de que el local se haya mantenido cerrado les ha permitido acceder a algunos alimentos intactos y en un aceptable estado de conservación. Han podido ver, a lo largo del día, los estragos que los perros y otros animales han causado en cualquier comestible que haya quedado al descubierto, y el recuerdo de esa corrupción les ha hecho escoger lo más aséptico que han encontrado dentro de la escasa oferta proteica de la gasolinera: unos emparedados de origen industrial, cada uno con su envase de plástico de forma triangular, alineados sobre el blanco higiénico de los estantes de una vitrina frigorífica, ahora templada.

Los rayos del sol ya son bastante oblicuos, pero todavía hace calor, incluso a la sombra, y la luz, clara y luminosa, aún no amarillea. Más allá del cuadrado de sombra que cubre la zona de los surtidores se despliega un panorama de papeleras y guardarraíles, de asfalto manchado de aceite y macizos de hierba agostada. La vista tiene que viajar muy lejos, hasta el horizonte, para divisar el azul de las sierras remotas, brumoso y gris por la calima estival.

Después de haberlos olisqueado repetidamente, con aprensión, con desconfianza, María y Ginés mastican en silencio los primeros bocados que han arrancado a sus respectivos emparedados. Comen sin apetito, con expresión hosca, abatida, con la mirada perdida y absorta en sus cavilaciones.

Amparo consume su merienda con parecida desgana, pero su expresión tiene un matiz de indiferencia, un velo de insustancial distracción que oculta o sustituye a su auténtica mirada. Mientras distrae en su boca los bocados a medio masticar, pobremente insalivados, Amparo mira a un lado y a otro, a las grises papeleras, al techo que les da sombra, con la indolente curiosidad de un niño al que han puesto en una clase nueva. Y de pronto, como si se acordara súbitamente de algún asunto importante, empieza a rebuscar en los bolsillos de su pantalón, hasta que su mano emerge abrazando, ocultando un pequeño objeto.

Con los ojos bajos, subrepticiamente, María observa los movimientos de Amparo, e inmediatamente frunce el ceño al darse cuenta de que es un teléfono móvil lo que su compañera sujeta entre las manos, entre las dos manos, porque además ha dejado el sándwich a un lado, sobre el mismo suelo. Entonces María busca el rostro, la expresión que acompaña a esos gestos; pero Amparo, con la cabeza baja, ladeada, oculta la mirada a su acompañante y la concentra toda en el teléfono, cuyos botones ha empezado a tocar con obsesiva insistencia.

Parece que María va a decir algo, que le va a decir algo a Amparo, incluso llega a abrir la boca para empezar a hablar. Pero su boca se cierra emitiendo algo parecido a un suspiro, su cuerpo se afloja, y la mirada preocupada, pensativa, se posa sin verla en la bicicleta que tiene delante, a cuatro metros de distancia.

Ginés—sentado al otro lado, a la izquierda de María— no ha percibido estos sutiles movimientos: con una botella de zumo, ya mediada, junto a una pata de su silla, mastica con aire distraído, con la mirada ausente, una mirada que delata el fluir constante de sus pensamientos. Y de pronto el fluir se detiene, la mirada se intensifica y la masticación se va haciendo más lenta, más lenta, hasta que se detiene por completo, y Ginés se queda inmóvil, con la boca llena, con el bocadillo sujeto con ambas manos, a la altura del pecho.

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