Fragmento de historia futura (10 page)

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Authors: Gabriel Tarde

Tags: #Ciencia ficción

POSFACIO DE H. G. WELLS
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Resulta muy notable que para mucha gente un tema tan palpitante como el porvenir material de la humanidad no pueda abordarse más que mediante el rodeo metódico de una discusión seudocientífica, concienzudamente técnica, lo que en efecto apenas merece el nombre de abordamiento, o por medio de una ligereza absoluta. No conozco ningún libro que yendo en esta dirección pretenda obtener un éxito completo, combinando una conveniente incomprensión con un mínimo de credibilidad para el lector. Cabe preguntarse por qué se ha llegado a esto. El tema, al parecer, es tan grave y tan profundo que resulta totalmente incompatible y desproporcionado con los asuntos y las condiciones de la vida individual que constituyen el objeto de nuestras preocupaciones cotidianas. Oh, sí, estamos interesados en ello pero al mismo tiempo hallamos que el tema excede a nuestro entendimiento. Volver hacia el mismo nuestra atención es exponerse a la presunción, el esfuerzo vano, el extravagante absurdo. Es como si se tomase una simple pala para derribar una montaña, mientras que la tendencia individual consiste en valorizarse uno a sí mismo, de forma inmediata, a los ojos del prójimo, por una floración de indudables ironías. Es la misma tendencia, en realidad, que la de las payasadas a que se entregan los estudiantes para defenderse cuando se embarcan en una empresa desesperada, o cuando se hallan completamente fuera de juego.

Dar una forma concreta a especulaciones sociológicas es despojarlas de sus pobres pretensiones y hacer que tiemblen en medio de una palpable insuficiencia. Y no es que la cuestión carezca de importancia, sino porque, al contrario, es desmesuradamente importante que esas bromas sobre el futuro, esta ficción fantástica e irónica continúen, puesto que ésta es la única manera de expresar las ideas vagas, informes y nuevas con las que todos trabajamos. No existe ninguna medida de nuestro sentido real de las proporciones en el hecho de que el futuro aparezca en la literatura como una especie de bufonada y de arlequinada después del grave drama del presente, en que los protagonistas de ambos sexos de aquél adoptan posturas nuevas e indignas. Sin embargo, éste es el único método, al parecer, actualmente disponible para que podamos hablar del destino material de nuestra raza.

Gabriel Tarde, en el caso singular que nos ofrece en su obra, desarrolla una serie de ironías desconcertantes. Ya se burla de las ideas contemporáneas imaginando su realización burlesca; ya, bromeando, cambia unos hechos contemporáneos transportándolos a extrañas circunstancias; ya inserta fantasías muy suyas sin otra justificación que ellas mismas, pero hábilmente presentadas con el equivalente literario de ese tono de bufonada que hace que se acepten en la conversación y provoquen la controversia. Es interesante destacar la claridad, el racionalismo tan francés y el orden al que, de cabo a rabo, obedecen estos conceptos. El autor piensa, como siempre parecen pensar los franceses, en términos de una humanidad a la vez más lúcida y más limitada que las demás. No hay carencias, ni nieblas ni misterios, ni completa insuficiencia, ni tampoco brutalidad ni engaño, y menos aún resplandores fugaces de la divinidad sobre esas gentes alertas y joviales, atrapadas, quinientos años después de nosotros, en la gran catástrofe solar. Han establecido un Estado mundial, eliminando a los feos y los débiles. Hay que imaginar en esta utopía a los caballeros desplazándose con gracia —uñas y barbas sabiamente recortadas— alrededor de unas damas sumamente elegantes, encantadoras, con su seducción altamente realzada por los
pince-nez
[quevedos], cuyo uso es universal. No hablan en esperanto
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sino en griego, lo cual desentona un poco en el cuadro general, y como todos ellos son seres más o menos afortunados y bellos, el deseo humano se precipita enteramente hacia el único terreno que queda abierto: la política. De la que pronto hay que olvidarse a causa de cierto filósofo financiero que inmortalizó su obra, como puede saber en detalle el lector de manera arrebatadora, erigiendo una estatua de Luis Felipe, en aluminio forjado, para prevenir otros diluvios universales. ¿Qué queda, pues? La flor más delicada de la poesía y el arte.

Se ignora hasta qué punto Gabriel Tarde, en la primera parte de su historia, presenta burlonamente, los proyectos, las finalidades, los dispositivos precisos pero aún bien situados, comunes a sus compatriotas, y hasta qué punto él participa en los mismos. A lo largo de esta primera parte el autor parece suponer que los hombres pueden efectivamente trazar planes bien perfilados, llevarlos a buen término, reglamentarlo todo para siempre, garantizando de esta forma esa situación de paseo elegante a través de las artes, mientras que todo el encanto y el interés de los proyectos residen en la convicción innata e instintiva de que jamás los realizará, haga lo que haga; en cambio, ejecutará cualquier otra cosa, algo aventurero, felizmente inesperado y diferente. Gabriel Tarde confiere a su mundo lo inesperado, pero esto sobrevive, no insidiosamente como una diferencia única en cada individuo y cada tema pertinente, sino desde fuera. Justo en el momento en que la humanidad, bella y seductora, se ha reagrupado gratamente, racionalmente, y ha fijado con el mejor gusto y para siempre, en sus apartamentos, los salones, las mesitas de juego, las mesas para invitados, los gabinetes particulares, ¡el sol se extingue!

Esta idea de extinción solar abre a la imaginación unas posibilidades extraordinarias, y el autor tuvo que reprimirse considerablemente para no dejarse llevar por ellas en contraste con la irónica ligereza de los párrafos precedentes. La concepción del sol presa de una opresión misteriosa y helada, como una llama vacilante que decae cada vez más en el cielo de un mundo ensombrecido, aturdido y aterrado, podría presentarse con imágenes de una majestad y un esplendor inusitados. Emergen visiones de ciudades oscurecidas y de multitudes indistintas, innumerables, en fuga hacia los grandiosos paisajes con glacial desesperación, de bestias muertas de miedo ante este eclipse final, y de murciélagos y otras aves nocturnas perdidos entre las criaturas diurnas, volando sin meta, con sus alas silenciosas. Y luego, bruscamente, brillan las innumerables estrellas, ahora visibles gracias a la gran abdicación del astro del día; y las masas tempestuosas de nubes que, espesándose en el cielo, las ocultan a su vez; el murmullo de un viento inmenso que sopla por la superficie del mundo; después, primero son pequeños copos y muy pronto el amontonamiento y la crueldad de la nieve que cae sin fin al asalto de la débil luz de las lámparas, de las ventanas, de las farolas de la calle, del alumbrado intempestivo. Más tarde los estremecimientos de frío, las manos que aprietan contra el cuerpo mantos y chales, el apresuramiento hacia el abrigo y la comodidad de un fuego, el esplendor de los fuegos. Se ve el reflejo rojizo de los rostros iluminados alrededor, se ven las miradas furtivas en las ventanas sacudidas por el viento, se oye a los extraños llamar furiosamente a la puerta, pues no es posible admitir dentro a todo el mundo. La oscuridad se espesa, los gritos mueren fuera y sólo queda la progresión y la caída de la nieve incesante de los tejados al suelo. De vez en cuando, las conversaciones, que llegan a retazos, cesan por completo, y en el silencio absoluto solamente se percibe el sonido débil, insistente, de la nieve que sigue cayendo...

—Hay algunos nutrientes allí abajo —dice alguien—. Los criados no deberían comérselos. Mejor sería encerrarlos arriba. Pues corremos el peligro de quedar bloqueados aquí por varios días.

Materia siniestra, en verdad, para el que quisiera tratarla de manera realista, lo cual le otorgaría al relato un acento sumamente penoso. Gabriel Tarde hizo bien al dejar que su pluma pasara con ligereza sobre este episodio a fin de extraer del mismo el efecto visual de un fuego de artificio con los colores rojo, amarillo, verde y azul celeste, dejando a sus personajes huir y morir como marionetas bajo las nieves de confetti en un pesebre navideño, y salir de la catástrofe sin haber perdido ni un ápice de su urbanidad. Su dardo bien disparado acerca de la resistencia de las modelos de artista, su agudeza sobre los efectos insensibilizantes del escote a la moda, dan la justa medida de su talento, de su virtuosismo. La mención del mobiliario de los hoteles sobre las morenas frontales de los glaciares alpinos resucitados, es uno de esos magníficos toques felices en la pintura de una realidad que, de haber estado demasiado recargada, habría destruido su propósito.

Cuando se piensa seriamente en algo como esa extinción del sol, es cuando se comprende lo absurdo y sin esperanzas que sería imaginar que la humanidad podría actuar de algún modo contra una fatalidad tan brutal como absoluta. Nuestra raza se comportaría exactamente como el individuo asaltado por la muerte súbita que entraña una crisis cardíaca. Se sentiría mal, querría sentarse para aliviar su extraño malestar, diría algo idiota o inarticulado, esbozaría un par de gestos torpes y se extinguiría. Y Gabriel Tarde ha preferido burlarse con un estilo fantasioso e irónico de nuestra vanidosa confianza en la aptitud de nuestra raza y ha fingido que los hombres se organizarían en bloque mucho más allá de sus capacidades. La gente huye en hordas hacia la Arabia Pétrea y el Sahara, para realizar allí prodigios de resistencia. Entonces aparece el héroe y salvador Milcíades, que predica un neo-troglodismo, ama a la intrépida Lydia y conduce bajo tierra al resto de la humanidad. De esta manera, el autor nos hace pensar que lo que más le importa es desarrollar la idea de un mundo introvertido, de una población que sigue la marcha regresiva del calor hacia el interior, generación tras generación, a través de galerías y túneles, hacia el corazón de la Tierra. Esta concepción le permite tejer los filamentos más ricos, más finos, más sugestivos de su vena fantástica.

Tal vez lo que mejor sostiene la trama de este tejido de una atracción admirable sea la completa satisfacción del historiador imaginario ante las nuevas condiciones de vida. La tierra se ha cambiado en un interminable panal de miel, siendo eliminadas las demás formas de vida, dejando al hombre aparte, y nuestra raza se ha convertido en una comunidad que mantiene un elevado nivel de felicidad y de satisfacción, apelando a los «tónicos sociales». Medio burlón, medio aprobador, Gabriel Tarde indica con su obra un nuevo concepto de la interacción humana y critica con un alejamiento ampliamente sugestivo las relaciones sociales actuales. Pasa ligera pero significativamente sobre los abismos de las posibilidades humanas; es en estos últimos párrafos donde hallamos realmente a nuestro autor. Tal vez quepa lamentar que no haya llevado más lejos la feliz ocasión que tenía de tratar a todos los tipos sociales contemporáneos como fósiles aprisionados en el hielo, pues su comentario sobre el aldeano y el artesano es tan tenue que abre el apetito. Rechaza la proposición de que la sociedad consiste en un intercambio de servicios con el aplomo que debe a sus muy precisos análisis. Enuncia con claridad lo que algunos de nosotros empezamos a captar confusamente, o sea que la sociedad consiste en un intercambio de reflejos. Los pasajes que siguen a esta declaración harán crecer las simientes de numerosos desarrollos llenos de interés para todo espíritu suficientemente acorde con el suyo. Constituyen el cuerpo, la seria realidad en relación a la cual todo el resto de ese libro es vestidura, ornamentos y velos. Somos muchos, creo, los que soñamos con la posibilidad de unos grupos humanos fundados en el atractivo y en un impulso creador común, más que en la justicia y el tráfico de ayudas y servicios; no experimento, por tanto, ningún escrúpulo en subrayar fuertemente y anotar al margen el rasgo más íntimo de Gabriel Tarde. Una página más lejos, volvemos a encontrarlo con su máscara irónica, bromeando sobre la «tribu de los sociólogos», la más asocial de toda la humanidad. A continuación, ironías, sugerencias pintorescas, fantasías, caprichos filosóficos se alternan de forma siempre deleitosa hasta el final —pero siempre la claridad de una intención precisa surge visiblemente a la superficie—, y uno acaba por ser un neo-troglodita medio convencido, invadido por un gran anhelo intelectual de los variados atractivos de este mundo inaccesible con su amor irradiante e irradiado. La descripción del desenvolvimiento de la ciencia, y especialmente de la astronomía troglodita, desprovista de su material, es un maravilloso prodigio de fantasía intelectual, mientras que el sueño filosófico de la lente de concentración de la vida humana bajo la forma final de un ser único omnisciente y por lo mismo tan capaz de retrospección como de anticipación, de un ser despojado de la túnica del tiempo, es una de esas sugerencias que tiene a la vez algo de insidiosamente plausible y una especie de colosal y absurda monstruosidad. Si puedo permitirme una intervención personal a este respecto, existe un singular paralelismo entre el «Ultimo Hombre» anunciado por el filósofo estalactítico de Gabriel Tarde y un tal «Gran Lunar» que yo describí en un libro titulado
Los primeros hombres en la Luna.
Y recuerdo haber hallado la misma idea en un libro de Merejkovski,
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cuyo título he olvidado. Pero no añadiré nada más sobre esta sugerencia curiosamente atractiva y profunda. Mi papel aquí, ante todo y según pienso, es guiar al lector más allá de la ligereza y la amable superficialidad de las partes introductoras de este libro y permitirle superar lo que pueda tener de decepcionante aunque justificable en el plano crítico, en el modo de tratar la catástrofe para conducirle hacia la parte oscura, pero sumamente estimulante y llena de interés, de las cavernas, túneles y galerías donde se agazapa el verdadero e inasequible pensamiento de Gabriel Tarde, y eso a la intención de los que han seguido tal pensamiento, lo han captado y lo han comprendido.

H. G.W.

CRONOLOGÍA

(Según Jean Milet,
Gabriel Tarde et la philosophie de l'histoire,
Vrin, París, 1970, el estudio más completo sobre Tarde hasta la fecha.)

1843 Nacimiento de Jean Gabriel Tarde en Sarlat (Dordoña), en el Périgord.

1854-1860 Años de estudio en el colegio de los jesuítas de Sarlat, primero como externo, a partir del tercer curso como interno.

1865 Bachiller en ciencias, se dedica por su elección a la filosofía, luego al derecho y termina sus estudios en París en 1866. Violentas crisis de oftalmía, una aguda miopía le afecta con una ceguera casi total. Con algunas pausas, persisten durante toda su vida. Lecturas de Maine, de Biran, Cournot, Hegel, los estoicos.

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