Fuckowski - Memorias de un ingeniero (6 page)

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Authors: Alfredo de Hoces García-Galán

La llamé. Si miles de yanquis se habían arrastrado por el barro en Vietnam por una causa estúpida, yo podía arrastrarme un poco por ella. Cogió mi llamada:

—Qué... —estaba llorando.

—Cariño,
siento haberte echado del sillón
. ¿Podrás perdonarme? —toneladas de barro. Iba a tener que ducharme de nuevo.

—Ohhh... ¡no sé! —se reía alegre y lloraba a la vez.

No tengo ni idea de cómo lo hacía. Sólo se lo había visto hacer a ella. Llorar y reír a la vez de esa manera. Era como un sí y un no juntos. Absurdo, imposible. Pero bonito.

Parece que ése iba a ser el trato. Yo me quedaba con el "dos y dos son cuatro por cojones" y ella con su mundo de color en que las mesas baratas de contrachapado eran monumentos al amor entre los pueblos. Para mí era una gilipollez, pero de su mundo ella sacaba un algo que compartía conmigo y que me hacía la vida más agradable. Yo utilizaría mi sentido común y mi mala leche para que nadie le jodiese a ella la inocencia. Esa inocencia que yo había perdido hacía mucho, cuando me llevé mi primera ración de hostias.

No sabía cómo iba a resultar a largo plazo, pero en principio no parecía mal trato. De vez en cuando tendría que reventar alguna bandejilla que otra, menos mal que los Motörhead habían sacado bastantes discos.

—Anda, perdóname, guapa. Vente a mi casa.

—¡Bueno...!
Si te portas bien...

Esa sí que la entendía. Significaba rascarse la cartera.

Total que reserva uno mesa para dos en un restaurante caro y romántico. Charlamos y nos miramos y reímos a la luz de las velas, y la vida vuelve a ser maravillosa. Hasta la próxima vez que "toca pollo".

6. El pirita

Nos llevaban diciendo todo el año que la empresa iba viento en popa. Todo eran gráficas ascendentes: cada vez más clientes, más facturación. También cada vez más trabajo; por eso contrataban personal de ventas continuamente. Cada diez o doce días veíamos aparecer caras nuevas, aunque a mí me parecían los mismos perros con distintas corbatas. Ese traje, ese portátil, esa sonrisa agresiva, esas prisas, esa manía de vociferar obviedades al teléfono, ese insufrible tono de “
esto es de vital
importancia
” en cada email.

El que siempre llevaba corbata rosa nos había escrito hacía unos días para indicarnos que debíamos cambiar el tipo de letra de la firma de nuestro programa de correo. La carta de Einstein al presidente Roosevelt advirtiéndole de la posibilidad de que Hitler estuviese a punto de desarrollar la bomba atómica estaba redactada en un tono más desenfadado.

Lo que los ingenieros no nos explicábamos era por qué, a pesar de los inmejorables resultados financieros del año, nos habían reducido drásticamente el
bonus
de Diciembre. Casi todos esperábamos recibir una explicación en la reunión. Era otra de esas interminables reuniones en las que nos cuentan lo chulos que somos y lo gorda que la tenemos. El de la corbata rosa no llevaba hablando ni diez minutos y yo ya estaba totalmente saturado. Me abstraje, se me fue el santo al cielo y muy oportunamente me acordé del
pirita
. En los primeros dos o tres años de colegio ningún niño hacía nada. No éramos nada, sólo lienzos en blanco dispuestos a ser engorrinados miserablemente. Por lo general callábamos y nos mirábamos. Al tiempo las personalidades de cada uno empezaron a dibujarse; muchos niños comenzaron a actuar, a expresarse, a diferenciarse. Uno hacía reír, otro cantaba, otro corría más rápido que nadie, otro saltaba más alto, otro hacía agudas observaciones sobre las cosas, otro siempre respondía correctamente a las preguntas de los profesores. Había un niño que era capaz de chuparse su propia nariz, otro que escupía por la ventana y llegaba al edificio de enfrente, e incluso uno que se había leído un libro entero, sin dibujos, y al parecer le había gustado. Se estaban gestando nuestras identidades.

Otros niños siguieron simplemente callando y mirándose. De ellos no se hablaba; se hablaba de los que por algún motivo destacaban. Destacar era bueno: mucha gente sabía tu nombre, te sonreía, te saludaba. Ya no te sentías un lienzo en blanco; eras algo. Algo bello, o quizás algo original, o puede que simplemente algo, pero algo eras. Y se te reconocía. A veces conseguías una caricia o un beso furtivo, y entonces sentías algo grande que no alcanzabas a entender, pero hasta la última de tus células gritaba:
por ahí vamos bien, chaval. La supervivencia de la especie está en juego.
Un día se me acercó un niño de los que siempre callaban y miraban. Yo no sabía su nombre.
Mira
, me dijo con aire misterioso. Se sacó del bolsillo un pedacito de metal dorado y me lo acercó. Me quedé mirando la minúscula bolita dorada unos instantes. Estaba mugrienta. Los dedos de aquel niño también. Levanté la mirada; su cara también estaba mugrienta. Me miró muy serio y me habló en voz baja, como si me estuviera revelando un importantísimo secreto:

—Esto no es oro —hizo una pausa—. Es
pirita
. Se quedó inmóvil unos segundos y se volvió a meter el pedacito mugriento en el bolsillo. Me miró, arqueó las cejas y se marchó con una sonrisa. Yo me quedé pensativo, sospechando algo. No sabía lo que era la pirita; suponía que nadie con siete años lo sabría. Pero aquel niño sí. Y tenía un trozo. Tenía que ser un gilipollas.

No le pregunté su nombre, no me interesaba. Para mí aquel chaval anónimo pasó a ser
el pirita
. A veces lo veía en el patio del colegio. Siempre andaba enseñándole a alguien su bolita mugrienta; los niños reaccionaban con interés, cogían la bolita para verla de cerca, se la pasaban unos a otros y se la devolvían al pirita, que sonreía satisfecho. Tardé un tiempo, pero al final saqué mis conclusiones. El pirita también quería destacar, pero no corría más rápido ni saltaba más alto que nadie.

Cuando te enseñaba aquella bolita, automáticamente pensabas que era oro. Él te sacaba de tu error.
Oh, habría jurado que era oro
, te decías. Y si tú estabas equivocado y él no, él tenía que ser más listo que tú. Tú eras un alumno de EGB que después del colegio se iba a casa a merendar pan con Nocilla viendo Barrio Sésamo. Al pirita lo recogía un helicóptero y se iba con sus padres, que eran unos científicos aventureros llamados Thomas y Linda, a explorar el Amazonas. En una de sus innumerables aventuras se habían perdido huyendo de la tribu de los temibles Potiguara (“comedores de hígados”), habían atravesado a nado el Orinoco sorteando cocodrilos y tiburones de agua dulce y luego se habían escondido en el volcán de las tarántulas pardas, donde encontraron por casualidad la entrada a la cueva del gran escorpión verde. Al fondo de aquella oscura gruta observaron un resplandor dorado. Se arrastraron por el suelo silenciosamente para no despertar a los sanguinarios murciélagos mutantes, y al llegar al fondo de la gruta se dieron de bruces con el escorpión, que medía tres metros, justo cuando el volcán entraba en erupción. Thomas se aferró al enorme aguijón verde y Linda saltó por entre las pinzas del escorpión en dirección a la resplandeciente veta dorada. En una de las paredes se abrió una grieta que empezó a escupir lava incandescente. Linda dirigió una mirada rápida a la pared, pero se armó de valor y volvió a la veta dorada. Parecía estar poseída. De pronto se oyó:

—¡¡¡Mamá, no!!! ¡¡¡Es
pirita
!!!

Linda salió del trance y los tres huyeron a toda velocidad, perseguidos por un río de lava y un escorpión gigante. Se colaron por un agujero inesperado y acabaron cayendo por las cataratas cristalinas a lo más profundo del lago de las sanguijuelas sedientas. Ya en la orilla del lago se arrancaban las sanguijuelas y sonreían aliviados mientras caía la tarde sobre la jungla.
Pero, ¿cómo
supiste que era pirita?
, preguntó Linda a su hijo. Él la miró, arqueó las cejas y se alejó en silencio hacia el crepúsculo.

Todo eso parecía insinuar el pirita, y la gente parecía creérselo. Yo pensaba que no era más que un gilipollas que llevaba en el bolsillo una bolita de mierda.

El de la corbata rosa seguía hablando de motivación, de esfuerzo, de estrategias de venta:
es un
mercado difícil y todos quieren un pedazo del pastel. Es una carrera, y hay que llegar el primero
. De pronto nos miró muy serio y formuló una pregunta:

—En esta carrera, ¿quién creéis que se lleva el pedazo más pequeño del pastel?

Segundos de silencio. Suspense, intriga.
El último
, susurró alguien. El de la corbata rosa sonrió maliciosamente, esperó unos instantes y dijo en voz baja, como revelando un importantísimo secreto:

—El
segundo
—hizo una pausa—. En esta carrera, el
segundo
no se lleva nada.

Más silencio. Expresiones de sorpresa.
Pues yo
habría jurado que era oro
, me pareció oír.

—Somos muy buenos. Pero tenemos que ser
los
mejores
—sentenció.

Luego llegó otro tipo parecido al anterior pero con corbata verde y nos hizo visionar un montón de gráficas en la pantalla mientras soltaba una monserga sobre el éxito de nuestro producto. De pronto apagó el proyector, nos obsequió con una sonrisa de complicidad y dijo:

—Tengo que confesaros algo.

Yo soy el hijoputa que os ha reducido el bonus
, pensé. La gente se miraba intrigada. El tipo se sentó en la esquina de una mesa y cruzó las piernas dejándonos ver uno de sus calcetines. Respiró hondo y dijo:

—Somos una empresa
muy odiada
.

Pausa. Dios mío, quién lo hubiera dicho. ¡Esto es el fin! ¡Con lo chachi que nos creíamos! ¡Estamos acabados, vamos de cabeza a la cola del paro!

—Aunque no lo creáis, nos odian —pausa—.
Nuestros competidores
nos odian a muerte. Nos odian porque donde nosotros hoy estamos,
ellos sueñan
con llegar
. Y cuando ellos lleguen, nosotros ya no estaremos: porque
habremos llegado mucho más
alto
.

Nos sonrió y arqueó las cejas. La gente aplaudía. Él se encaminó lentamente hacia el crepúsculo.

Sin duda seguíamos estando en el patio del colegio. Solo que algo había cambiado: los ingenieros, contratados porque corríamos más rápido, saltábamos más alto, leíamos libros enteros y contestábamos correctamente a todas las preguntas, callábamos y nos mirábamos. Ahora los que destacaban eran los gilipollas con sus pequeñas bolitas de mierda.

Ellos habían llegado alto, muy alto. Habían sorteado tiburones y tarántulas, habían matado al temible escorpión verde y habían conseguido hacerse con un buen trozo de la veta dorada. Solo que la empresa no se había dado cuenta de que aquello era pirita. Se lo había comprado a precio de oro y lo había pagado con nuestro bonus de Navidad. Mientras abandonaba la sala de reuniones sentí algo grande, muy grande. No sabía exactamente lo que era, pero hasta la ultima de mis células me gritaba:
mal vamos, chaval.

7. El blues del minuto

Hola amigos. Hoy analizaremos otro método recurrente de escaqueo y ocultación de incompetencia utilizado por ese personal altamente cualificado con amplia experiencia en [
pon aquí lo que quieras
] y que al final resulta no saber hacer la O con un canuto, pero que se las apaña para sobrevivir con una técnica parecida al ataque del salchichón, pero a la inversa: la técnica del ¿
Tienes un minuto
? Minuto en el que siempre preguntan exactamente aquello que les pagan por saber.

Veamos una historia basada en hechos reales:

Anuncio en el periódico: "Director de orquesta líder en el sector precisa de cuatro instrumentistas senior (bajo, guitarra, percusión, armónica) y un técnico de soporte, para proyecto de blues. Contrato hasta fin de obra. Salario acorde con la experiencia aportada".

El día de las entrevistas somos cinco seleccionados en la sala de espera: un individuo calvorota con un piercing en una ceja y una camiseta de Andy Warhol, una chavala con mirada de lechuza que no para de chasquear los dedos solfeando un tres por cuatro, un menda con cresta de pollo que sostiene en sus manos un libro titulado "
un acercamiento progresivo a la teoría de escalas filostras desde la perspectiva clásica
", y otro colega pelirrojo con una sudadera de "
Johnny K. Rebusqued
" con la portada de su LP "
Petulantic Forlayos
", conocido mundialmente en su casa a la hora de comer. Y ahí estoy yo con mi guitarra semi-acústica semi-cascada pensando: "
vaya, doce años tocando en grupos y ni se quién es el Rebusqued, ni entiendo de escalas filostras, ni sabía que hubiese blues a 3/4. Estos tíos deben de ser el no va más
"...

Después de un buen rato aparece el director de orquesta, con su pajarita, su resplandeciente batuta y su sonrisa de bienvenida. Da unos golpecitos de batuta en la mesa y nos habla:

—Buenos días y, ante todo, gracias por su asistencia. Somos una orquesta líder en el sector y necesitamos jóvenes talentos para desarrollar este proyecto...

Total que nos suelta todo el rollo. Hay que grabar un blues que se va a presentar a un concurso. Lo ha compuesto gratuitamente un estudiante de música, como proyecto de fin de carrera. A cada uno le dan su partitura y se graba en un día, se cobra por horas y hasta luego Lucas. Todo lo que se grabe es propiedad de la orquesta, nosotros cedemos cualquier derecho. Si la pieza gana algún premio o genera cualquier tipo de beneficio, no nos llevamos nada. Lo de siempre.

Nos entrega la partitura completa para que nos familiaricemos con el proyecto. Las hojas van pasando de mano en mano. Todos sonríen, asienten maravillados, comentan cosas. Yo me quedo ahí preguntándome que quién coño es "la orquesta", porque si la orquesta es la que se lleva los beneficios y nosotros que somos los músicos no nos llevamos nada, sólo me queda el espabilado de la batuta.

Le echo un ojo a la partitura. Un blues en Do mayor de un minuto de duración, bastante resultón, por supuesto a 4/4 y de doce compases. El chaval del PFC ha hecho un buen trabajo, lástima que no le vayan a pagar nada.

Al rato el batuta nos dice que le hablemos un poco de nuestra carrera profesional y nuestra impresión acerca del proyecto. Primero le toca al calvorota Warhol:

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