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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (13 page)

El combate discurría en un silencio sobrecogedor. El sordo batir de las alas, los gruñidos de los guerreros que encajaban golpes con sus escudos o asestaban estocadas con pesadas espadas blandidas con las dos manos, el susurrante baile de los pies en constante acción y el tintineo metálico de dagas contra espadas era todo cuanto podía oírse. Había habido dos aventureros más, observó; ambos yacían ahora inmóviles a poca distancia del círculo donde se luchaba. Los hombres estaban intentando desplazarse para poder ponerse a cubierto.

Mientras ella vigilaba, uno de los hombres corrió unos pocos pasos, abandonando la protegida posición que le habían proporcionado unos fragmentos de ruina a sus espaldas, y uno de los demonios alados cayó en picado sobre él. Shandril contuvo el aliento, pero la escapada no era más que una treta. El guerrero se volvió con brusquedad y lanzó un barrido de espada con ambas manos que decapitó al demonio y que festejó con un triunfante gruñido. Shandril pudo ver la negra y humeante sangre corriendo por los bordes de la hoja plateada del guerrero mientras éste se volvía y cortaba el cuerpo en pedazos. El cuerpo empezó a arder sin llama, despidiendo hacia arriba serpenteantes hileras de humo.

El hombre no intentó siquiera recoger la daga del diablo caído, porque dos más descendían hacia él con gritos de cólera y cuerdas tensadas en sus manos. El guerrero miró a uno y luego a otro, y huyó lleno de terror blandiendo su espada con desesperación. Los demonios se abrieron en vuelo para cogerlo desde ambos lados. Shandril tragó saliva y miró a otra parte.

Por las reacciones del resto de la partida, aquel guerrero debía de haber sido el líder. Sus compañeros de aventura echaron a correr en todas direcciones, gritando y maldiciendo, mientras los demonios desgarraban el cuerpo de su jefe. Los otros demonios volaban en círculo. Shandril, que podía ver desde allí el brillo de sus colmillos, decidió huir antes de que la batalla terminase y pudieran reparar en ella.

Se adentró a rastras entre los árboles, con la esperanza de poder alejarse de la ciudad. A juzgar por el sol, probablemente se dirigía hacia el sur, pero no tenía idea de si se hallaba cerca del límite de la ciudad o no.

Tras veinte minutos de trepar y sortear ruinas y ocultarse, concluyó que decididamente no se hallaba cerca del confín de la ciudad. Por todas partes había piedras caídas y edificios vacíos. Nudosas y retorcidas ramas de árboles se habían abierto camino a través del mármol y de todo cuanto encontraban a su paso en su crecimiento, formando hermosos pináculos y altos puentes arqueados. La mayoría de los viejos puentes se habían agrietado y caído; algunos pocos seguían intactos, aunque ahogados por la hiedra y otras plantas trepadoras y viejos nidos. Shandril permanecía siempre en el nivel inferior y trataba de evitar espacios abiertos, pues aquí y allá sus ojos descubrían por entre las ruinas espantosos demonios; unos negros y relucientes, otros de un rojo sanguíneo, con púas y escamas, y otros de color malva o verde amarillento. éstos aparecían encaramados en semidesmoronados pináculos o tumbados cómodamente sobre puentes o montones de piedra derrumbada. Algunos, en especial las mujeres-demonio aladas —aunque también otros horrores con cuernos, cola vertebrada y escamas—, volaban ociosamente en círculos en torno a las ruinas. Si aquello era Myth Drannor, no dejaba de ser asombroso que existieran todavía valles habitados. ¿Qué los concentraba allí... y qué les impedía volar en todas direcciones y causar todo tipo de estragos?

Eso no importaba ahora. Shandril sólo quería saber cómo escapar de allí. Estaba acurrucada tras el borde de un bloque de piedra tallado con una hermosa escena de sirenas e hipocampos, ahora destruida para siempre. Sus holgadas botas le estaban dejando las pantorrillas en carne viva al rozarlas a cada paso, y la espada que había tomado del guerrero muerto era demasiado pesada para levantarla con rapidez en la lucha. Contra estos demonios, ni se atrevía a pensar en luchar. Ni el capricho de Tymora podría salvarla contra uno solo de aquellos monstruos, y uno podría además llamar, si se le daba tiempo, a todos los que ella había visto en las cercanías. Temblaba ante la idea, y pasó un buen rato hasta que se atrevió a abandonar el escondrijo del bloque de piedra.

El sol proyectaba largas sombras a medida que el día daba paso al crepúsculo. Shandril sabía que tenía que actuar pronto o sería atrapada en las ruinas en cuanto oscureciera. Se alejó de allí pasando por más edificios derruidos y aterrada ante la idea de que pudiera estar moviéndose inútilmente en círculos sin otro resultado que posponer lo inevitable.

La ciudad en ruinas no parecía tener fin, aunque comenzaba a ver más árboles entre las piedras que antes. «Quizás estoy más cerca del fin de las ruinas», pensó Shandril esperanzada. Suspiró y miró con cautela a su alrededor, quizá por milésima vez. Fue entonces cuando los vio.

En un lugar cubierto de montones de piedra desmoronada, donde todos los edificios se habían derruido por completo, había dos figuras erguidas enfrentándose mutuamente entre los escombros. Un hombre con ojos vivos y hábitos de color de vino tinto, subido sobre la agrietada base de una columna largo tiempo caída, se enfrentaba a una alta y delgada mujer de aspecto cruel y vestida de púrpura que estaba de pie sobre lo que quedaba de un antiguo muro.

—Muere pues, Shadowsil —dijo el hombre con frialdad, y sus manos se movieron como serpientes enroscadizas. Shandril observó bien agachada y silenciosa.

Las manos de la mujer también se movieron. Shandril se preguntó por un momento si todos los seres de Faerun llegarían a Myth Drannor antes de que ella pudiese salir de allí.

De la mano del hombre salió una escarcha luminosa en forma de cono blanco que se extendió en el aire con un fragor al tiempo que se cerraba en torno a la hermosa mujer. ésta se puso rígida y sus brazos brillaron con la escarcha, pero ya de sus manos habían salido disparadas cuatro bolas de fuego que, girando vertiginosamente y resplandeciendo a través del desvaneciente cono de escarcha, dejaban atrás una estela de chispas.

Shandril se arrastró deprisa sobre manos y rodillas en torno al montón de escombros y fue a ocultarse tras la esquina de un edificio derruido. Y menos mal que lo hizo porque, un instante más tarde, hubo un resplandor y un estruendo, y una ola de intenso calor pasó por delante de su cara.

Cuando volvió a mirar con cuidado hacia los escombros, algo más tarde, el hombre había desaparecido. Había una gran mancha negra sobre las rocas y la mujer de púrpura caminaba con aire triunfal entre montañas de piedras hacia el lugar donde momentos antes se alzaba su enemigo. La agrietada piedra crujió mientras se enfriaba; la mujer giró sobre sus talones para escrutar a su alrededor. De inmediato vio la cabeza de Shandril y sus ojos se detuvieron. Shandril retrocedió apresuradamente a gatas hacia la esquina y salió huyendo por una calle en ruinas. Al llegar al final, se escondió tras una esquina; la sangre martilleaba en su cerebro. Mordiéndose los labios para silenciar su jadeo, pensó que era imposible que hubiese escapado con tanta facilidad.

De repente, el aire hirvió a su alrededor y la dama de púrpura apareció erguida ante ella.

—¿Quién eres tú, pequeña? —preguntó con suavidad; Shandril tembló. La dama era muy hermosa—. Yo soy Symgharyl Maruel, conocida como Shadowsil —agregó la mujer.

Shandril sostuvo su espada en alto como callada respuesta. La maga se rió y sus manos se movieron con destreza. Shandril se precipitó hacia ella, pero sabía, antes de arrancar, que la mujer estaba en realidad demasiado lejos. Llena de miedo y de ira, avanzó con los ojos fijos en la maga, distanciada aún unos cuantos pasos, cuando sus miembros se paralizaron en mitad de su zancada y quedó inmovilizada.

Los hábitos purpúreos se agitaron más cerca de ella. La dama se desató una cuerda de la cintura mientras se aproximaba.

«Tymora, ayúdame», pensó Shandril con desesperación mientras la maga enrollaba despacio la cuerda en torno a la muñeca de la mano con que la inmóvil muchacha sostenía la espada. Después la enrolló también alrededor de su cuello ajustándola fuertemente sobre su garganta, y dijo:


Ulthae
(enrédate).

La aspirante a ladrona sintió un erizamiento de horror en su cuero cabelludo mientras la cuerda se deslizaba por sí sola sobre su piel, apretándose en torno a sus brazos, cuello y rodillas, e inmovilizándola por completo. Cuando esto terminó, Shandril estaba atada de arriba abajo, verdaderamente indefensa, y un corto tramo de cuerda conducía desde un gran nudo en su muñeca hasta la lánguida mano de la dama de púrpura.

«Al menos —pensó Shandril—, esto significa que me sacará de aquí... aunque, con la suerte que la Gran Señora Tymora me ha concedido hasta ahora, algún demonio aparecerá y la matará, y yo seré una comida preparada para cualquier monstruo que pase.» Le vino un breve recuerdo de la cosa que había visto en el pozo, y se estremeció... o, más bien, se dio cuenta entonces, con gran horror y desesperación, de que no podía estremecerse. Su propio cuerpo era su prisión.

Symgharyl Maruel tiró de la cuerda que la envolvía y Shandril cayó al suelo indefensa y se estrelló contra las rotas piedras que hacía mucho tiempo habían sido una agradable y sinuosa avenida de la Ciudad de la Belleza. Un lado de su cara rozó dolorosamente la roca; sus ojos se llenaron de lágrimas por el escozor, y la espada cayó de sus paralizados dedos. Atrás se quedó ésta cuando la dama de púrpura comenzó a arrastrar poco a poco a la muchacha.

—No sé quién eres —dijo Symgharyl Maruel con una malevolencia algo burlona mientras tironeaba de Shandril y le hacía dar tumbos sobre las quebradas piedras salientes—. Me recuerdas a alguien... ¿no serás tú uno de esos testarudos de Oversember que se ha escabullido? ¿Eres tú, hmmmm? ¿La muchacha que iba con la Compañía de la Lanza Luminosa, pero cuyo nombre no aparecía en su cédula real? Ya me lo dirás, muchacha. Sí, me lo dirás. Seas o no la que perdieron, el Culto pondrá en alto valor tu sangre, querida, si eres virgen —de nuevo tintineó su risa burlona—. Pero tú serás mi regalo para Rauglothgor, en cualquier caso. Tan bonita...

Shandril ni siquiera podía llorar.

Narm se despidió de los dos caballeros en el sendero del bosque donde él y Marimmar se habían encontrado con el elfo y su señora, y se quedó muy sorprendido ante la presencia, en aquel mismísimo lugar, de las dos damas que había visto en la posada del Valle Profundo, las que habían logrado apaciguar a los encolerizados aventureros tras resultar muerto el ladrón. Sin creer que se acordarían de él, Narm saludó a las mujeres con una inclinación de cabeza mientras Torm hacía las presentaciones a Sharantyr y Storm.

Para sorpresa suya, ambas le sonrieron con mirada atenta. La más joven de las dos puso una mano en su brazo y dijo:

—Sí, ya nos hemos visto. En La Luna Creciente, en el Valle Profundo, aunque tú estabas bajo la severa mirada de... ¿era tu maestro en el arte? Un hombre riguroso.

Narm asintió. Sí, eso es lo que era Marimmar.

La mujer bardo de pelo plateado también recordó entonces al joven. Torm explicó rápidamente la decisión de Mourngrym de permitir que Narm fuera a la ciudad. Las damas cogieron sus bolsas y el arpa y se despidieron de él.

Mientras montaban, Storm se inclinó hacia adelante y le dijo a Narm:

—Hasta el próximo encuentro. Creo que nuestros caminos pronto se cruzarán de nuevo, buen señor. Que os vaya bien en Myth Drannor —y, dicho esto, ella y Sharantyr emprendieron su camino.

—¿Decididamente piensas ir a la ciudad? —preguntó Torm después de ver cómo desaparecían las mujeres entre los árboles.

—Sí —dijo Narm con una sonrisa forzada.

—Que Tymora te sonría, pues —gruñó Rathan—. Aun estando tan loco y todo, necesitarás todo el favor de la Dama Fortuna, siquiera para llegar vivo a mañana. Acuérdate bien de correr por tu vida, ahora. Los demonios tienen alas.

—La mayoría de ellos —recalcó Torm con una sonrisa—. Aunque puede resultarte difícil verlos si tus ojos están bañados en sangre.

—Sí, eso es muy cierto —asintió Rathan con gravedad.

Narm sonrió y agitó su brazo hacia ellos en señal de despedida, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza. ¡Una vida de lo más divertida debían de llevar los demás caballeros, sin duda, en compañía de aquellos dos bromistas! Y se alejó deprisa por el camino, antes de que su miedo pudiera hacerlo vacilar o volver atrás.

La ruinosa ciudad de Myth Drannor se elevaba sobre los árboles por delante de él. Solo ahora, Narm hacía lo que quería, libre de reglas y restricciones. Iba a ver demonios. Iba a mirarlos a la cara y, de un modo u otro, sobrevivir. ¡Por Mystra! Iba a hacer
algo
por su propia cuenta, ahora que Marimmar ya no estaba.

Con mucha cautela, siguió avanzando. Hacia su derecha podía ver una torre inclinada de piedra con su pináculo de aguja todavía grandioso. Delante de él había gran cantidad de pavimento levantado, apresado entre zarzas y plantas trepadoras. Vio de pronto unos escalones que descendían en amplia curva desde la calle hacia profundidades desconocidas. Una mujer delgada y alta con atuendos de color púrpura arrastraba por el suelo a alguien ligero y con cabello largo sujeto con una cuerda. El desventurado cautivo estaba completamente inmovilizado por las ataduras. Narm oyó una risa metálica y burlona según descendían perdiéndose de vista por la oscura escalera.

Cuando él llegó a la escalera, ya no se veía nada allá abajo. Apenas se detuvo a pensar antes de seguir adelante. ¡El arte! Gran magia, sin duda. Justo lo que Marimmar había deseado encontrar en aquel lugar!

La vía subterránea conducía directamente a un lugar donde, al principio, Narm tan sólo pudo ver un caprichoso resplandor. Con sigilo y cautela, caminó hacia él en la oscuridad, hasta que pudo ver cómo los sótanos se abrían a una caverna natural. Dentro de ella, la dama de púrpura y su cautivo estaban de pie ante la fuente de luz. Un óvalo de radiante luminosidad colgaba en medio del aire como una puerta. Magia, sin duda.

La dama de púrpura era más fuerte de cuanto sugería su delgada figura. Por la fuerza de sus brazos, sostenía erguido a su prisionero. Era una chica, y se debatía con violencia. La cuerda que la ataba parecía moverse por sí sola para contenerla. La muchacha consiguió desembarazarse de sus vueltas en torno a su cara y garganta. Narm apenas pudo creer lo que veía... ¡la conocía!

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