Fundación y Tierra (26 page)

Read Fundación y Tierra Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Eso debería bastar para matar un perro y producir un fuerte estampido.

El ruido serviría para espantar a los perros, y, de esa forma, él ahorraría un poco de energía.

Con sumo cuidado, apunté a un perro que había en medio de la manada, un perro que (al menos en su imaginación) parecía más maligno que los otros, tal vez porque permanecía quieto y, por tanto, daba la sensación de estar dispuesto a lanzarse fríamente sobre su presa. Ahora, el perro miraba el arma con fijeza, como si se burlara de lo que Trevize podía hacer.

Éste pensó que nunca había disparado un blaster contra un ser humano, ni había visto hacerlo a nadie. Sólo lo había hecho durante la instrucción, contra muñecos de cuero y plástico llenos de agua, la cual se calentaba casi de inmediato hasta llegar al grado de ebullición y rasgando la cubierta al estallar.

Pero, ¿quién, fuera del caso de una guerra, dispararía contra un ser humano? ¿Y qué ser humano sería capaz de disparar un blaster? Sólo allí, en un mundo convertido en patológico por la desaparición de los seres humanos.

Con esa rara capacidad del cerebro de advertir situaciones que no vienen al caso, Trevize se dio cuenta de que el sol se había ocultado detrás de una nube…, y entonces disparó.

Hubo un tenue resplandor en la atmósfera, a lo largo de una línea recta que iba desde el cañón del blaster hasta el perro; un vago destello que habría pasado inadvertido si el sol hubiese seguido brillando.

El perro debió sentir la primera oleada de calor, pues hizo un ligero movimiento como si fuese a saltar. Y, entonces, estalló cuando una parte de su sangre y del contenido celular se evaporaron.

La explosión hizo un ruido decepcionante por lo débil, pues la piel del perro no era tan resistente como la de los muñecos con los que él había practicado. Carne, piel, sangre y pedazos de hueso salieron despedidos en todas direcciones, y Trevize sintió que el estómago se le revolvía.

Los perros se echaron atrás, bombardeados algunos de ellos con desagradables fragmentos cálidos. Pero aquella vacilación fue momentánea. De repente, se apretujaron de nuevo, para devorar lo que les era dado de balde. Trevize sintió que sus náuseas aumentaban. No los había espantado; los estaba alimentando. En todo caso, jamás se irían de allí.

Antes al contrario, el olor a sangre y a carne caliente atraería a más perros, y, tal vez, también a otros predadores más pequeños.

—Trevize, ¿qué…? —gritó una voz.

Él volvió la cabeza. Bliss y Pelorat habían salido de las minas. Ella se había detenido en seco, «tendiendo un brazo para que Pelorat no continuase andando. Miró a los perros con fijeza. La situación resultaba evidente. No hacía falta preguntar.

—Traté de alejarlos de aquí —grito Trevize—, sin comprometeros a Janov y a ti. ¿Puedes detenerlos?

—A duras penas —dijo Bliss, sin gritar, de modo que a Trevize le costó trabajo oírle aunque los gruñidos de los perros habían cesado, como sí alguien hubiese echado sobre ellos una manta que absorbiese el sonido. Después, prosiguió—: Son demasiados, y no estoy familiarizada con su actividad neurótica. En Gaia no tenemos esas bestias salvajes.

—En Términus tampoco. Ni en ningún planeta civilizado —gritó Trevize—. Mataré a todos los que pueda y tú intenta contener a los demás.

Si elimino a algunos, tendrás menos trabajo.

—No, Trevize. Matándoles, atraerías a otros. Quédate detrás de mí, Pel. No puedes protegerme. Tu otra arma, Trevize.

—¿El látigo neurónico?

—Sí. Eso produce dolor. Baja su potencia. ¡Baja su potencia!

—¿Tienes miedo de hacerles daño? —gritó Trevize, con irritación—. ¿Es momento de considerar el derecho sagrado a la vida?

—Es por Pel. Y por mí. Haz lo que te digo. Poca potencia, y dispara contra uno de ellos. No puedo seguir conteniéndolos mucho más tiempo.

Los perros se habían alejado del árbol, rodeando a Bliss y a Pelorat, que se hallaban de espaldas contra una pared en ruinas. Los animales que se encontraban más cerca hacían vacilantes intentos para acercarse, aullando un poco, como si quisiesen resolver el enigma de estar sujetos cuando no había nada que los retuviese. Algunos trataron inútilmente de encaramarse a la pared para atacarles por detrás.

La mano de Trevize temblaba al ajustar el látigo neurótico a baja potencia. Este gastaba mucha menos energía que el blaster y un solo cartucho podía producir centenares de latigazos, pero ni siquiera recordaba cuándo había cargado el arma por última vez.

Apuntar con ella era lo de menos. Como disponía de energía suficiente, podía barrer la masa de perros con el látigo. Era el método tradicional que solía emplearse para contener a las turbas que daban signos de volverse peligrosas.

Sin embargo, siguió la indicación de Bliss. Apuntó a uno de los perros y disparó. El perro cayó, agitando las patas, y lanzó fuertes y estridentes gemidos.

Los otros se apartaron de él, con las orejas gachas. Después, gimiendo a su vez, dieron media vuelta y comenzaron a alejarse; primero, despacio; —después, más rápidamente; y, por último, a toda velocidad. El perro que había sido alcanzado de lleno se levantó trabajosamente y se alejó cojeando y gimiendo, a gran distancia de los demás.

Los aullidos se extinguieron a lo lejos.

—Será mejor que subamos a la nave —dijo Bliss—. Volverán. Y si no, vendrán otros.

Trevize pensó que nunca había abierto tan deprisa la puerta de entrada de la nave. Y era posible que nunca volviese a hacerlo.

La noche había caído antes de que Trevize sintiese algo que se pareciera a la normalidad. El pequeño parche de piel sintética aplicado sobre el arañazo de su mano había mitigado el dolor físico, pero tenía un arañazo en su psique que no resultaba tan fácil de curar.

No era la simple exposición al peligro. Podía reaccionar a éste tan bien como cualquier persona valerosa. Era la dirección totalmente imprevista de la que le había llegado el peligro; de su sentimiento del ridículo. ¿Cómo quedaría él si la gente se enteraba de que había sido obligado a refugiarse en un árbol por unos perros gruñidores? Casi sonaría como si hubiese sido puesto en fuga por el aleteo de unos canarios irritados.

Permaneció escuchando durante horas, esperando un nuevo ataque de los perros, sus aullidos, sus patas arañando el casco de la nave.

En comparación con él, Pelorat aparecía muy tranquilo.

—Yo no dudé un instante, viejo amigo, de que Bliss resolvería la situación, pero debo decir que disparaste el arma muy bien.

Trevize se encogió de hombros. No estaba de humor para discutir sobre ese asunto.

Pelorat llevaba en la mano su biblioteca (el disco macizo donde había almacenado todo lo que había aprendido durante su vida sobre mitos y leyendas), y con ella se retiró a su dormitorio, donde disponía de un pequeño aparato lector.

Parecía satisfecho de sí mismo. Trevize lo advirtió, pero no quiso preguntarle nada. Ya habría tiempo para ello, cuando su mente no estuviese tan absorta en los perros.

—Supongo que te pillaron por sorpresa —dijo Bliss con cierta indecisión cuando estuvieron solos.

—Completamente —repuso Trevize, malhumorado—. ¿Quién me iba a decir a mí que al ver un perro, un perro, correría para salvar la vida?

—Después de veinte mil años sin contacto con el hombre, los perros han dejado de serlo. Esos animales deben ser los grandes predadores dominantes.

Trevize asintió con la cabeza.

—Así lo pensé cuando me encontraba sentado en la rama de aquel árbol como presunta presa. En verdad, tenías razón cuando hablaste de una ecología desequilibrada.

—Desequilibrada, sí, desde el punto de vista humano, pero considerando la eficacia con que los perros parecen llevar tus asuntos, me pregunto si Pel estaría en lo cierto al decir que la ecología podía equilibrarse por sí sola, al ser llenados diversos huecos del medio ambiente por variaciones en evolución de las relativamente pocas especies que fueron transportadas antaño a un mundo determinado.

—Es extraño —dijo Trevize—, pero a mí se me ocurrió la misma idea.

—Siempre, por supuesto, que el desequilibrio no sea tan grande que el proceso de solución requiera demasiado tiempo, En tal caso, el planeta podría hacerse imposible antes de que consiguiese aquello.

Trevize gruñó, y Bliss lo miró, reflexiva.

—¿Cómo se te ocurrió armarte?

—De poco me sirvió —dijo Trevize—. Fueron tus facultades las que…

—No del todo. Necesitaba tu arma. En tan poco tiempo, con sólo un contacto hiperespacial con el resto de Gaia, con tantas mentes individuales de naturaleza desconocida, nada habría podido hacer sin tu látigo neurónico.

—El blaster resultó inútil. Lo probé.

—Con un blaster, sólo desaparece un perro. Los otros pueden sorprenderse, pero no espantarse.

—Peor aún —dijo Trevize—. Se comieron los restos. Fue como un cebo para inducirles a quedarse.

—Sí, ya veo que éste pudo ser el efecto. El látigo neurótico es diferente. Inflige dolor, y el perro alcanzado se lamenta, de manera que los otros lo entienden, y entonces, por reflejo condicionado, si no por otras razones, se espantan a su vez. Como los perros estaban predispuestos a la huida, sólo tuve que influir un poco en sus mentes para que se marchasen.

—Sí, pero tú comprendiste que el látigo era el arma más eficaz en este caso, algo en lo que yo no pensé.

—Yo estoy acostumbrada a explorar las mentes, y tú no. Por eso insistí en la baja potencia y en que apuntases a un solo perro. No quería un dolor tan agudo que matase al perro y le hiciese callar. Ni quería que el dolor se dispersase tanto que produjese unos simples gemidos. Quería un dolor fuerte, concentrado en un solo punto.

—Y lo conseguiste, Bliss —reconoció Trevize—. La cosa funcionó a la perfección. Te estoy muy agradecido.

—Sientes amargura porque te parece que representaste un papel ridículo. Sin embargo, repito, nada habría podido hacer yo sin tu arma.

Lo que me intriga es el hecho de que pensaras en armarte cuando yo te había asegurado la no presencia de seres humanos en este planeta, algo de lo que sigo estando convencida. ¿Previste los perros?

—No, En absoluto —reconoció Trevize—. Al menos, no de un modo consciente. Y no suelo ir armado. Ni siquiera se me ocurrió llevar un arma en Comporellon. Pero tampoco quiero caer en la trampa de imaginarme que fue por arte de magia. Supongo que, cuando empezamos a hablar antes de ecologías desequilibradas, tuve la impresión inconsciente de animales que se habían vuelto peligrosos debido a la ausencia de seres humanos. Esto parece claro, visto retrospectivamente, pero es posible que tuviese una ligera inspiración. Sólo eso.

—No lo tomes a broma —pidió Bliss—. Yo participé en la misma conversación sobre ecologías desequilibradas y no tuve esa previsión tuya. Y es esta previsión especial que tú posees lo que se valora en Gaia. Pero también comprendo que debe resultar irritante para ti tener unas dotes de previsión cuya naturaleza desconoces; actuar con decisión, pero sin un motivo aparente.

—En Términus suelen llamarlo «corazonada».

—En Gaia decimos «saber sin pensar». Y a ti no te gusta saber sin pensar, ¿verdad?

—Me preocupa, sí. No me agrada dejarme llevar por las corazonadas.

Presumo que detrás de éstas hay una razón, pero el hecho de no saber qué es me produce la sensación de que no controlo mi mente: una especie de locura leve.

—Y cuando te decidiste en favor de Gaia y Galaxia, también fue debido a una corazonada, y ahora buscas la razón.

—He dicho eso doce veces al menos.

—Yo me he negado a aceptar tu declaración como verdad absoluta.

Te pido disculpas. No volveré a contradecirte en esto. Espero, sin embargo, que podré seguir alegando cosas en favor de Gaia.

—Siempre que reconozcas, a tu vez, que yo puedo no aceptarlas —dijo Trevize.

—Entonces, ¿has pensado que este Mundo Desconocido está volviendo a una especie de estado salvaje, y tal vez a una desolación e inhabitabilidad definitivas, debido a la desaparición de la única especie capaz de actuar como inteligencia directora? Si este mundo fuese Gaia o, mejor aún, parte de Galaxia, esto no habría ocurrido. La inteligencia directora seguiría existiendo en forma de Galaxia como conjunto, y la ecología, por desequilibrada que estuviese debido no importa a qué causa, tendería a equilibrarse de nuevo.

—¿Quieres decir que los perros dejarían de comer?

—Claro que comerían, igual que lo hacen los seres humanos. Sin embargo, lo harían con un propósito, en orden a equilibrar la ecología bajo una dirección deliberada, y no como resultado de circunstancias casuales.

—La pérdida de la libertad individual puede carecer de importancia para los perros —dijo Trevize—, pero no para los seres humanos. ¿Y qué pasaría si todos los seres humanos dejasen de existir en todas partes y no solamente en uno o varios planetas? ¿Qué ocurriría si Galaxia se quedase sin un solo ser humano? ¿Seguiría siendo una inteligencia directora? ¿Serían capaces todas las otras formas de vida y la materia inanimada de forjar una inteligencia común adecuada?

—Semejante situación —dijo Bliss tras una leve vacilación —no se ha dado nunca. Y no parece probable que vaya a ocurrir en el futuro.

—¿Pero no te resulta evidente que la mente humana es cualitativamente diferente de todo lo demás, y que, si desapareciese, la suma de todas las otras conciencias nunca podría sustituirla? Luego, ¿no es cierto que los seres humanos son un caso especial y como tal deben ser tratados? No pueden confundirse entre ellos y, mucho menos, con objetos no humanos.

—Sin embargo, tú decidiste en favor de Galaxia.

—Por una razón esencial que no soy capaz de descubrir.

—¿No podría ser esta razón esencial un atisbo de los efectos de las ecologías desequilibradas? ¿Que pensaras que todos los mundos de la galaxia se hallan sobre el filo de una navaja, con inestabilidad en ambos lados, y que sólo Galaxia puede evitar desastres como los que se producen en este planeta, por no hablar de los continuos desastres interhumanos de la guerra y los fracasos administrativos?

—No. Yo pensaba en las ecologías desequilibradas cuando tomé mi decisión.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Puedo no saber qué es lo que preveo, pero si después me es sugerido algo, reconoceré si es o no es en realidad lo que había previsto.

Según parece, pude prever animales peligrosos en este mundo.

Other books

The red church by Scott Nicholson
FlakJacket by Nichols, A
Stunning by Sara Shepard
Mercy's Angels Box Set by Kirsty Dallas
Lucien's Khamsin by Charlotte Boyett-Compo
Into Oblivion (Book 4) by Shawn E. Crapo
An Honorable Rogue by Carol Townend