Fundación y Tierra (50 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

—Tampoco a mí me atrae el tamaño excesivo, aunque estoy seguro de que Bliss no se cubre los senos debido a alguna imperfección de ellos.

—Entonces, ¿no te disgustan mi cara y mis formas?

—Estaría loco si me disgustasen. Eres hermosa.

—¿Y qué haces tú para divertirte en tu nave, cuando vuelas de un mundo a otro, si la dama Bliss te está prohibida?

—Nada, Hiroko. No hay nada que hacer. A veces pienso en los placeres y eso resulta bastante desagradable, pero los que viajamos por el espacio sabemos muy bien que hay veces en que uno tiene que abstenerse. Lo compensamos en otras ocasiones.

—Si es desagradable, ¿qué puedes hacer para remediarlos?

—Ahora me desagrada mucho más que hayas suscitado el tema. No sería cortés indicarte cómo lo remediaría.

—¿Sería descortés que yo te sugiriese una manera?

—Sólo dependería de la naturaleza de tu sugerencia.

—Que fuésemos complacientes el uno para con el otro.

—¿Me has traído aquí, Hiroko, para que llegásemos a esto?

Hiroko sonrió satisfecha:

—Si, sería un deber de cortesía de anfitriona para mí, y también un deseo.

—En tal caso confieso que también es mi deseo. En realidad, me gustaría muchísimo complacerte en esto. Estoy…, en ascuas por complacerte.

XVIII. El festival de música

El almuerzo se sirvió en el mismo comedor en que habían desayunado. Ahora estaba lleno de alfanos, y con ellos se encontraban Trevize y Pelorat, que habían sido muy bien recibidos por todos. Bliss y Fallom comían en un pequeño anexo, más o menos en privado.

Había varias clases de pescado, además de sopa con trocitos de lo que parecía ser cabrito hervido. Sobre la mesa, hogazas de pan para ser cortado, y mantequilla y mermelada para untar las rebanadas. Después, una ensalada, copiosa y variada, y se notó la falta de postre, aunque se sirvieron zumos de fruta en jarras, inagotables al parecer.

Los dos hombres de la Fundación tuvieron que comer poco después del abundante desayuno, pero todos los demás parecieron hacerlo a dos carrillos.

—¿Cómo se las arreglarán para no engordar? —preguntó Pelorat en voz baja.

Trevize se encogió de hombros.

—Tal vez gracias a mucho trabajo físico.

Saltaba a la vista que era una sociedad en la que el decoro en las comidas no se apreciaba mucho. Había una algarabía de gritos, risas y golpes dados en la mesa con los gruesos y, evidentemente, irrompibles vasos. Las mujeres eran tan vocingleras como los hombres, aunque en un tono más agudo.

Pelorat ponía mala cara, pero Trevize, que ahora (al menos temporalmente) no sentía en absoluto la incomodidad de que había hablado a Hiroko, estaba relajado y de buen humor.

—En realidad —dijo—, esto tiene su lado agradable. Esa gente parece disfrutar de la vida y tener pocas preocupaciones, suponiendo que tengan alguna. El tiempo atmosférico es como ellos lo desean y disfrutan de una comida extraordinariamente abundante. Para ellos, ésta es una edad de oro que se prolonga y se prolonga sin más.

Tenía que gritar para hacerse oír, y Pelorat gritó también al replicar:

—Pero hay demasiado ruido.

—Están acostumbrados.

—No sé cómo pueden entenderse con todo este bullicio.

En verdad, los de la Fundación no comprendían nada. El extraño acento, la gramática arcaica y la sintaxis del idioma alfano hacían imposible la comprensión a unos niveles tan altos de los sonidos. Para ellos, era como escuchar el ruido de un zoo presa de pánico.

Sólo después del almuerzo se reunieron con Bliss en una pequeña estructura que Trevize encontró bastante diferente de la casita de Hiroko y que les había sido destinada como su vivienda temporal. Fallom estaba en la segunda habitación, muy aliviada al encontrarse sola, según declaró Bliss, y tratando de dormir la siesta.

Pelorat miró por la abertura de la pared que hacía las veces de puerta y dijo, vacilando:

—Aquí hay muy poca intimidad. ¿Cómo podemos hablar libremente?

—Te aseguro que en cuanto corramos la cortina nadie nos molestará —dijo Trevize—. La lona hace que esto sea impenetrable por la fuerza de la costumbre social.

Pelorat miró las altas ventanas abiertas.

—Pueden oírnos.

—No tenemos que gritar. Y los alfanos no tratarán de escuchar lo que digamos. Recuerda que cuando estaban fuera del comedor a la hora del desayuno, se mantuvieron a respetuosa distancia de las ventanas.

—Has aprendido mucho sobre las costumbres de Alfa durante el rato que has pasado a solas con la gentil y pequeña Hiroko, y por eso confías tanto en su discreción. ¿Qué sucedió? —Bliss sonrió.

—Si has notado que las fibras de mi mente han experimentado un cambio favorable y puedes adivinar la razón —dijo Trevize—, sólo te pido que dejes a mi mente en paz.

—Sabes muy bien que Gaia no tocará tu mente bajo ninguna circunstancia, salvo de crisis vital, y también sabes la razón. Sin embargo, no estoy mentalmente ciega. Puedo percibir lo que ocurre a un kilómetro de distancia. ¿Es ésta tu costumbre invariable en los viajes espaciales, mi erotómano amigo?

—¿Erotómano? Vamos, Bliss; dos veces en todo el viaje. ¡Dos veces!

—Sólo estuvimos en dos mundos donde hubiese hembras humanas. Dos de dos, y permanecimos unas pocas horas en cada uno de ellos.

—Sabes que era lo único que podía hacer en Comporellon.

—Eso es lógico. Recuerdo la complexión de aquella hembra. —Durante unos momentos, Bliss se destornilló de risa. Después dijo—: En cambio, no creo que Hiroko te redujese a la impotencia con una presa o impusiese su irresistible voluntad a tu cuerpo desvalido.

—Claro que no. Me sometí de buen grado. Pero la idea fue suya.

—¿Siempre te ocurre lo mismo, Golan? —preguntó Pelorat, con un matiz de envidia en su voz.

—No puede ser de otra manera, Pel —dijo Bliss—. Las mujeres se sienten irremisiblemente atraídas por él.

—Ojalá fuese así —repuso Trevize—, pero estás equivocada. Y me alegro. Tengo otras cosas que hacer en mi vida. Pero, en este caso, fue irresistible. A fin de cuentas, éramos las primeras personas de otro mundo que Hiroko veía…, o que veía cualquiera de los que viven en Alfa. Supongo, por algo que se le escapó, y por algunas observaciones casuales, que tenía la excitante idea de que yo sería diferente de los alfanos, bien por mi anatomía, bien por mi técnica. ¡Pobrecilla! Temo haberla defraudado.

—¡Oh! —exclamó Bliss—. ¿Te defraudó ella a ti?

—No —dijo Trevize—. He estado en muchos mundos y tengo cierta experiencia. Y he descubierto que las personas son personas y que el sexo es sexo. Si existe alguna diferencia ostensible, suele ser trivial y desagradable. ¡Las cosas que vi en mis buenos tiempos! Recuerdo una joven que no podía animarse a menos que fuese al son de una música fuerte, una música que era como un chillido desesperado. Por consiguiente, tocó la música y entonces fui yo el que no se pudo animar. Te aseguro que…, si esta vez no pasó lo mismo, me doy por satisfecho.

—A propósito de música —dijo Bliss—, estamos invitados a una velada musical después de la cena. Por lo visto, una ceremonia muy formal, a celebrar en nuestro honor. Creo que los alfanos se sienten muy orgullosos de su música.

Trevize hizo una mueca.

—Su orgullo no hará que la música suene mejor a nuestros oídos.

—Escúchame —dijo Bliss—. Creo que se enorgullecen, sobre todo, porque tocan instrumentos muy antiguos con gran habilidad. Muy antiguos, Tal vez, por medio de ellos, podamos obtener alguna información sobre la Tierra.

Trevize arqueó las cejas.

—Una idea interesante. Y esto me recuerda que los dos podéis haber obtenido alguna información. Janov, ¿viste a ese Monolee de que nos habló Hiroko?

—En efecto —dijo Pelorat—. Estuve tres horas con él y te aseguro que Hiroko no exageró. Nuestra charla se convirtió en un monólogo por su parte y, cuando le dejé para venir a almorzar, se aferró a mí y no me dejó marchar hasta que le prometí volver en cuanto pudiese, para seguir escuchándole.

—¿Te dijo algo de interés?

—Bueno, él…, como todos los demás…, insistió en que la Tierra tenía una radiactividad mortífera y total; también en que los antepasados de los alfanos fueron los últimos en salir de allí, porque, si no lo hubiesen hecho, habrían muerto. Y lo dijo con tal convicción, Golan, que no pude dejar de creerle. Estoy convencido de que la Tierra es un planeta muerto y, por tanto, de que estamos empeñados en una búsqueda inútil.

Trevize se retrepó en su silla, mirando fijamente a Pelorat, que se había acomodado en un estrecho catre. Bliss, que había estado sentada junto a Pelorat y se había levantado, les miró a los dos.

Por último, dijo Trevize:

—Deja que sea yo quien juzgue si nuestra búsqueda es o no inútil. Cuéntame lo que te dijo el viejo parlanchín…, en pocas palabras, desde luego.

—Tomé notas mientras Monolee hablaba —dijo Pelorat—. Con esto reforzaba mi papel de erudito, pero no tengo que referirme a ellas. Sus palabras fluían a raudales. Cada cosa que decía le recordaba otra, pero desde luego, me he pasado toda la vida tratando de organizar la información para entresacar de ella lo importante y significativo, por lo que ahora me resulta natural condensar un discurso largo e incoherente…

—¿En algo igualmente largo e incoherente? —le interrumpió amablemente Trevize—. Ve al grano, querido Janov.

Pelorat carraspeó, confuso.

—Sí, viejo amigo. Trataré de hacer un relato coherente y cronológico. La Tierra fue la cuna de la Humanidad y de millones de especies de plantas y de animales. Y continuó siendo su morada durante innumerables años, hasta que se inventó el viaje hiperespacial. Entonces, se fundaron los mundos Espaciales, Éstos rompieron con la Tierra, desarrollaron sus propias culturas y llegaron a despreciar y oprimir al planeta madre.

»Al cabo de un par de siglos, la Tierra consiguió recobrar su libertad, aunque Monolee no me explicó la manera exacta en que eso se había producido, y yo no me habría atrevido a preguntárselo aunque me hubiese dado ocasión de interrumpirle, porque con ello habría hecho que se subiese por las ramas. Mencionó un héroe de la cultura llamado Elijah Baley, pero la referencia era tan característica de la costumbre de atribuir a un personaje los logros de varias generaciones que habría servido de poco intentar…

—Sí, querido Pel —dijo Bliss—, comprendemos esta parte.

Pelorat hizo una nueva pausa y volvió al grano.

—Desde luego. Disculpadme. La Tierra lanzó una segunda ola colonizadora y fundó muchos nuevos mundos de una manera nueva. El nuevo grupo de colonizadores resultó ser más poderoso que los Espaciales, los adelantó, los derrotó, sobrevivió a ellos y, en definitiva, fundó el Imperio Galáctico. Durante las guerras entre los Colonizadores y los Espaciales…, no, no fueron guerras, pues él cuidó muy bien de emplear la palabra «conflicto»…, la Tierra se volvió radiactiva.

—Esto es ridículo, Janov —dijo Trevize con clara impaciencia—. ¿Cómo puede un mundo volverse radiactivo? Todos los mundos son ligeramente radiactivos, en mayor o menor grado, desde el momento de su formación, y esta radiactividad va decreciendo poco a poco. No pueden volverse radiactivos.

Pelorat se encogió de hombros.

—Yo sólo repito lo que él dijo. Y sólo me contaba lo que les había oído de otros, que a su vez lo habían oído de otros, y así sucesivamente. Es Historia popular, contada y vuelta a contar durante generaciones, y quién sabe las alteraciones que se producirían a cada repetición.

—Lo comprendo, pero, ¿no hay libros, documentos, narraciones antiguas que hayan permanecido inmutables y puedan darnos datos más concretos que ese relato actual?

—En realidad, pude hacerle esta pregunta y él me respondió que no. Dijo vagamente que había habido libros sobre eso en épocas remotas, y que se habían perdido hacía tiempo, pero que él contaba lo que se decía en tales libros.

—Sí, pero deformado. La historia de siempre. En todos los mundos que visitamos, los datos sobre la Tierra han desaparecido de alguna manera. Bueno, ¿cómo te ha dicho que empezó la radiactividad en la Tierra?

—No me lo ha contado con detalle. Lo único que dijo fue que los Espaciales fueron los responsables, pero deduje que los Espaciales eran los demonios a quienes culpaba la Tierra de todas sus desdichas. La radiactividad…

Una voz clara le interrumpió:

—Bliss, ¿soy yo un espacial?

Fallom estaba plantada en la estrecha puerta entre las dos habitaciones, con los cabellos revueltos y en camisón (más indicado para la talla de Bliss) dejando al descubierto un seno subdesarrollado.

—Nos preocupamos de los curiosos de fuera —dijo Bliss —y nos olvidamos de la de dentro. Bueno, Fallom, ¿por qué has dicho eso?

Se levantó y se acercó a la jovencita. Fallom dijo:

—Yo no tengo lo mismo que ellos —y señaló a los dos hombres—, ni lo que tú tienes, Bliss. Soy diferente. ¿Es porque soy un Espacial?

—Lo eres, Fallom —dijo Bliss, en tono tranquilizador—, pero las pequeñas diferencias no tienen importancia. Vuelve a la cama.

Fallom se mostró sumisa, como siempre que Bliss quería que lo fuese. Se volvió.

—¿Soy yo un demonio? —preguntó—. ¿Qué es un demonio?

—Esperadme un momento —dijo Bliss por encima del hombro—. Volveré enseguida.

Al cabo de cinco minutos se reunió con ellos. Meneó la cabeza.

—Estará durmiendo hasta que la despierte. Supongo que yo hubiese debido hacer eso antes, pero toda modificación de la mente debe ser resultado de una necesidad. —Y añadió, en son de excusa—: No puedo permitir que se preocupe por las diferencias entre sus órganos sexuales y los nuestros.

—Algún día tendrá que saber que es hermafrodita —dijo Pelorat.

—Algún día —repitió Bliss—, pero no ahora. Sigue con tu relato, Pel.

—Sí —dijo Trevize—, antes de que cualquier otra cosa nos interrumpa.

—Bueno, la Tierra, o su corteza al menos, se hizo radiactiva. En aquellos tiempos, la Tierra tenía una cantidad de población enorme, concentrada en grandes ciudades, la mayoría de ellas subterráneas…

—Bueno —le interrumpió Trevize—, esto no tiene por qué ser cierto necesariamente. Quizás el patriotismo local ensalzó la edad de oro del planeta, y los detalles son una simple deformación de Trantor en su edad de oro, cuando era la capital imperial de todo un sistema de mundos de la galaxia.

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