La epopeya de la Fundación (
Fundación, Fundación e Imperio, Segunda Fundación
y
Los límites de la Fundación
) es la obra de ciencia ficción más leída de todos los tiempos. Una narración monumental que continúa con el presente título, la quinta y más emocionante novela de la serie. La humanidad, en un lejano futuro galáctico, busca sus orígenes en un planeta perdido llamado Tierra...
Isaac Asimov
Fundación y Tierra
ePUB v1.0
Horus0118.01.12
Título original:
Foundation and Earth
© Isaac Asimov, 1986
A la memoria de Judy-Lynn del Rey —1943-1986—,
un gigante en mente y espíritu.
ANTECEDENTES DE LA FUNDACIÓN
El 1 de agosto de 1941, a mis veintiún años, era estudiante graduado en Química en la Universidad de Columbia y hacía tres que estaba escribiendo ciencia ficción como profesional. Quería ver a John Campbell, director de Astounding, a quien había vendido cinco cuentos ya. Estaba ansioso de contarle una nueva idea que había concebido para un relato de ciencia ficción.
Pretendía escribir una novela histórica del futuro; relatar la caída del Imperio Galáctico. Mi entusiasmo debía ser contagioso, pues Campbell se mostró tan excitado como yo. No quería que escribiese un solo cuento. Deseaba una serie que bosquejase la historia de los mil años turbulentos entre la caída del Primer Imperio Galáctico y el auge del Segundo Imperio Galáctico. Todo ello iluminado por la ciencia de la «Psicohistoria» que Campbell y yo discutimos a fondo entre nosotros.
El primer cuento apareció en el número de mayo de 1942 de Astounding y el segundo en el de junio de ese mismo año. En seguida se hicieron populares y Campbell quiso que escribiese otros seis más antes de que la década finalizase. Los cuentos se fueron alargando. El primero tenía doce mil palabras. Dos de los tres últimos, cincuenta mil cada uno.
Cuando el decenio terminó, yo me había cansado de la serie, la abandoné y pasé a otras cosas. Pero entonces, varias empresas editoriales estaban empezando a publicar libros de ciencia ficción encuadernados en tapa dura. Una de esas editoriales era una pequeña empresa semiprofesional llamada «Gnome Press». Publicó la serie de mi Fundación en tres volúmenes:
Fundación
(1951);
Fundación e Imperio
(1952) y
Segunda Fundación
(1953). El conjunto de los tres libros fue conocido como la
Trilogía de la Fundación
Los libros no se vendieron muy bien, pues «Gnome Press» no disponía de capital para anunciarlos y promocionarlos. No percibí derechos de autor por ellos.
A comienzos de 1961, mi entonces editor en Doubleday, Timothy Seldes, me dijo que había recibido una solicitud de un editor extranjero para reimprimir los libros de la Fundación. Como no eran libros de Doubleday, me transmitió la petición. Yo me encogí de hombros.
—No me interesa, Tim. No cobro derechos de autor por estos libros. Seldes se horrorizó e inmediatamente inició gestiones para obtener los derechos sobre aquellos libros de «Gnome Press» (que a la sazón estaba moribunda). En agosto de aquel mismo año, pasaron (junto con
Yo, Robot
) a ser propiedad de Doubleday.
Desde aquel momento, la serie de la Fundación marchó por buen camino y empezó a devengar derechos crecientes. Doubleday publicó la Trilogía en un solo volumen y lo distribuyó a través del «Science Fiction Book Club». Gracias a eso, la serie de la Fundación alcanzó cotas de popularidad insospechadas.
En 1966, la «World Science Fiction Convention», celebrada en Cleveland, pidió a los aficionados que votasen en la categoría de «Las Mejores Series de Todos los Tiempos. Fue la primera vez (y hasta ahora, la última) que aquella categoría se incluyó en las nominaciones para el «Premio Hugo». La Trilogía de la Fundación ganó el premio, aumentando así la popularidad de la serie.
Con creciente insistencia, los aficionados al género me pidieron que continuase la serie. Les di las gracias, pero seguí negándome. Sin embargo, me fascinaba que hubiese personas más jóvenes que la serie, que se sintiesen tan atraídas por ella.
Pero Doubleday se tomó aquellas peticiones con mucha más seriedad que yo. Me habían seguido la corriente durante veinte años, pero como las demandas seguían creciendo en número e intensidad, los editores acabaron por perder la paciencia. En 1981, me dijeron simplemente que tenía que escribir otra novela de la Fundación y, para dorarme la píldora, me ofrecieron un contrato a base de un anticipo diez veces mayor que el acostumbrado.
Accedí con excitación. Hacía treinta y dos años que yo había escrito un relato de la Fundación, y ahora me pedían que elaborase una novela de 140.000 palabras, el doble de cualquiera de los volúmenes anteriores, y casi el triple de cualquier relato individual que yo hubiese escrito. Releí la Trilogía de la Fundación y, respirando hondo, puse manos a la obra.
El cuarto libro de la serie,
Los límites de la Fundación
, fue publicado en octubre de 1982, y entonces ocurrió algo verdaderamente extraño. Casi de inmediato, apareció en la lista de éxitos del
Times
de Nueva York. En realidad, continuó en ella durante veinticinco semanas, con gran asombro por mi parte. Nunca me había sucedido nada igual.
En seguida, Doubleday me encargó unas novelas adicionales y escribí dos que formaron parte de otra serie: Las Novelas del Robot. Y entonces llegó el momento de volver a la Fundación.
Por consiguiente, escribí
Fundación y Tierra
, la cual comienza en el momento en que
Los límites de la Fundación
termina y es el libro que ahora tienen ustedes en la mano. Quizá les sería de utilidad el echar un vistazo a
Los límites de la Fundación
para refrescarse la memoria, pero no es preciso que lo hagan.
Fundación y Tierra
se basta por sí sola. Espero que disfruten con ella.
I
SAAC
A
SIMOV
, Nueva York, 1986
—¿Por qué lo hice? —preguntó Golan Trevize.
La pregunta no era nueva. Desde que había llegado a Gaia, se la había hecho a menudo. Cuando despertaba de un sueño profundo, en la agradable frescura de la noche, advertía que aquella pregunta resonaba sordamente en su cerebro, como un débil redoble de tambor: ¿Por qué lo hice? ¿Por qué lo hice?
Pero ahora, por primera vez, había decidido formulársela a Dom, el anciano de Gaia.
Éste conocía la tensión de Trevize a la perfección, pues podía percibir el tejido de la mente del consejero. Pero no respondió. Gaia jamás debía tocar, en modo alguno, la mente de Trevize, y la mejor manera de inmunizarse contra la tentación era esforzándose en ignorar lo que percibía.
—¿A qué te refieres, Trev? —preguntó a su vez. Le resultaba difícil emplear más de una sílaba al dirigirse a una persona, mas eso carecía de importancia. De algún modo, Trevize se había acostumbrado a ello.
—A la decisión que tomé —respondió Trevize—. Elegir Gaia como el futuro.
—Hiciste bien —asintió Dom, sentado, mirando gravemente con sus viejos y profundos ojos al hombre de la Fundación, que estaba en pie.
—Tú dices que hago bien —repuso Trevize, con impaciencia.
—«Yo-nosotros-Gaia» sabemos que sí. Por eso te apreciamos. Tienes capacidad para tomar la decisión adecuada partiendo de datos incompletos, y la tomaste. ¡Elegiste Gaia! Rechazaste la anarquía de un Imperio Galáctico construido sobre la tecnología de la Primera Fundación, así como la anarquía de un Imperio Galáctico construido sobre la mentalidad de la Segunda Fundación. Decidiste que ninguno de los dos podía ser estable durante mucho tiempo. Por consiguiente, escogiste Gaia.
—¡Sí! —exclamó Trevize—. ¡Exacto! Escogí Gaia, un superorganismo; todo un planeta con una mente y una personalidad comunes, de manera que hay que decir «yo-nosotros-Gaia» como un pronombre inventado para expresar lo inexpresable. —Empezó a pasear con nerviosismo de un lado a otro—. Y, en definitiva, se convertirá en Galaxia, un super-superorganismo que abarcará todo el enjambre de la Vía Láctea.
Se interrumpió y se volvió hacia Dom casi con furia.
—Siento que hago bien —continuó—, como lo sientes tú, pero tú quieres el advenimiento de Galaxia, por eso te satisface mi decisión. Sin embargo, hay algo dentro de mí que no lo desea, y por esa razón no acepto con tanta facilidad que voy por buen camino. Quiero saber por qué tomé la decisión, sopesar y juzgar su acierto y sentirme satisfecho. El mero sentimiento de tener razón no es suficiente. ¿Cómo puedo saber que estoy en lo cierto? ¿Qué es lo que hace que yo tenga razón?
—«Yo-nosotros-Gaia» no sabemos cómo has llegado a la decisión adecuada. ¿Es importante saberlo, siendo así que aquélla ha sido tomada Ya?
—Hablas por todo el planeta, ¿verdad? Por la conciencia común de cada gota de rocío, de cada grano de arena, incluso del núcleo liquido central del planeta, ¿no?
—Sí, y lo propio puede hacer cada porción del planeta donde la intensidad de la conciencia común sea lo bastante grande.
—¿Y se contenta toda esa conciencia común con emplearme como una caja negra? Mientras la caja negra funcione, ¿no importa lo que haya dentro de ella? Eso no me convence. No quiero ser una caja negra. Deseo saber qué hay dentro. Necesito saber cómo y por qué escogí Gaia y Galaxia como el futuro, para que pueda descansar y estar tranquilo.
—Pero, ¿por qué no te gusta o desconfías de tu decisión? Trevize respiró hondo y dijo lentamente, en voz grave y forzada:
—Porque no quiero formar parte de un superorganismo. No deseo ser una parte prescindible que pueda ser arrojada por la borda cuando el superorganismo considere que eso puede redundar en beneficio del todo.
Dom miró a Trevize reflexivamente.
—Entonces, ¿quieres cambiar tu decisión, Trev? Sabes que puedes hacerlo.
—Me gustaría cambiarla, pero no puedo hacer eso por el mero hecho de que no me guste. Para hacer algo ahora, tengo que saber si la decisión es equivocada o correcta. No basta con sentir que es correcta.
—Si sientes que tienes razón, es que la tienes.
Aquella voz lenta y amable hacía que Trevize se excitara más, por el contraste con su propio torbellino interior.
Entonces, Trevize dijo, en voz baja y rompiendo la insoluble oscilación entre el sentimiento y el conocimiento:
—Debo encontrar la Tierra.
—¿Porque tiene algo que ver con tu apasionada necesidad de saber?
—Porque hay otro problema que me inquieta de un modo insoportable y siento que hay una relación entre los dos. ¿No soy una caja negra? Siento que hay una relación. ¿No basta esto para ser aceptado como un hecho?
—Tal vez —dijo Dom, con ecuanimidad.
—Dando por sentado que ahora hace miles de años, tal vez veinte mil, que la gente de la Galaxia dejó de preocuparse de la Tierra, ¿cómo es posible que todos hayamos olvidado nuestro planeta de origen?
—Veinte mil años supone mucho más tiempo del que te imaginas.
Hay muchos aspectos del Imperio primitivo de los que sabemos muy poco; muchas leyendas que son falsas casi con seguridad, pero que seguimos repitiendo, e incluso creyendo, por falta de algo que las sustituya. Y la Tierra es más vieja que el Imperio.