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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (28 page)

—Le diré a Sher que creo que no es muy aconsejable que la vea —dijo la Eminente y arrugó el hocico como si estuviera oliendo venado podrido. Habían pasado años desde la última vez que había sido capaz de controlar a Sher.

—Entonces yo le prometeré que no le dejaré a solas con Selendra en la casa rectoral, si acaso decidiera venir a visitarnos —le concedió Felin.

—Eso será suficiente —dijo la Eminente con todo el aspecto de haber mordido una conserva estropeada—. Y déjala en casa cuando vengáis a cenar.

—Eso tampoco puedo hacerlo —dijo Felin—. No puedo dejarla en casa como si hubiera caído en desgracia.

—No puedo tenerla colgando bajo el hocico de Sher como si fuera un tierno bocadito que él ansia comerse de un mordisco —dijo la Eminente.

—Entonces, de momento, hasta que decida invitarnos a todos, los tres nos quedaremos en casa —dijo Felin.

La Eminente la miró amenazadora pero Felin se negó a ceder. Las dos dragonas se miraron fijamente y, aunque Felin le tenía cariño a su antigua tutora, sentía que se lo debía a Selendra, y a Sher también, los salvadores de su recién incubado, y que debía mantenerse firme. Sostuvo la mirada de la Eminente hasta que esta sacudió la cabeza.

—Muy bien —dijo—. Estoy decepcionada, Felin, pero eso servirá. Cuanto antes nos vayamos a Irieth, mejor.

—Espero que tenga allí una estancia muy agradable —dijo Felin al tiempo que inclinaba apenas la cabeza. Se volvió, salió de la estancia y dejó a la Eminente sola, dándole vueltas a las necesidades de su hijo como había hecho desde que este estaba en el huevo.

Sher la estaba esperando fuera.

—¿Te ha prohibido que traigas a Selendra aquí? —le preguntó, y parecía tan triste que Felin se derritió por completo y ni siquiera lo llamó tonto.

—Le he dicho que no aceptaremos ninguna invitación que no sea para los tres —dijo Felin—. También le he dicho que nunca te cerraré las puertas de mi hacienda, pero que no te dejaré allí a solas con Selendra.

—No creía que fuera a poner las cosas tan difíciles —murmuró Sher.

—Dale un poco de tiempo. Date a ti mismo un poco de tiempo. Ya sabes lo voluble que eres —dijo Felin.

—No lo soy —gruñó Sher. Felin se limitó a mirarlo con el recuerdo en lo más profundo de sus ojos grises—. Oh, Felin, supongo que lo soy. No quería ser cruel contigo y tú no me diste ninguna esperanza.

—Yo estoy felizmente casada con Penn —dijo la dragona—. Pero quizá te vendría bien plantearte cuánto tiempo quieres que dure esto, dado lo mucho que parece oponerse tu madre.

—¿Quieres que no vea a Selendra?

—Quédate aquí. Espera. Si todavía sientes lo mismo dentro de dos meses, y estaríamos hablando de la Noche de Profundoinvierno, entonces te tomaré en serio y lo arreglaré para que pases algún tiempo a solas con Selendra… fuera. Eso no lo prometí. Podéis ir a volar juntos. Pero asegúrate de estar preparado para la batalla que planteará la Eminente.

—Esperaré —dijo Sher con una sonrisa—. Sé que puedo. Gracias, Felin.

Felin sacudió la cabeza al pisar el saliente. Llevaba años cediendo ante él, de la misma forma que los dos llevaban años cediendo ante su madre. Podía ser muy difícil acabar con ciertos hábitos.

43
Conversaciones en la casa rectoral

En cuanto Felin se fue a la Mansión, Penn dejó la carta en la mesa y miró a Selendra.

—¿Cómo se le ha podido ocurrir a Avan demandar a Daverak? ¿Y cómo se te ha ocurrido a ti unir tu nombre al suyo?—Parecía profundamente irritado e incluso un poco preocupado.

—Estabas de acuerdo en que Daverak no tenía derecho a comer tanto del cuerpo de padre como comió —dijo Selendra sobresaltada—. Estabas furioso.

—Eso es diferente. Eso es un desacuerdo familiar. Personalmente, sí, estoy de acuerdo, Daverak no tenía ningún derecho. Eso argumenté en su momento. Pero Selendra, demandarlo, sacar este asunto fuera de la familia, nos expone de una forma que podría resultar muy incómoda. —Penn la miró impotente—. ¿Se le puede persuadir para que se retire?

—Se lo puedes preguntar, claro está, pero parecía inflexible al decir que seguiría adelante con ello —dijo Selendra—. Es Avan el más perjudicado por Daverak.

—Voy a escribirle ahora mismo para negarle mi cooperación —dijo Penn—. Y tú debes hacer lo mismo y retirar tu nombre de la demanda.

Selendra inclinó la cabeza.

—Haner me ruega lo mismo —dijo mientras acariciaba con los dedos la carta que acababa de recibir—. Dice que no podremos mantener nuestra amigable relación a menos que lo haga.

—Bueno, por supuesto que no —dijo Penn.

Selendra sintió que las lágrimas le corrían por los ojos y le caían al hocico.

—No podría soportar no ver a Haner —dijo, y las palabras se le atragantaban en la garganta.

—Entonces escríbele y retira tu nombre —la alentó Penn.

—Supongo que sí. Pero pobre Avan.

—¡Pobre Avan! Avan fue el que comenzó todo esto. No entiende todos los problemas que puede causar. Quieren que les cuente todo lo que padre dijo en su lecho de muerte —dijo Penn mientras se golpeaba la rodilla con la carta—. Es absurdo. Escandaloso. Imposible.

—¿Por qué? —preguntó Selendra.

—¿Por qué? —Los ojos de Penn se dirigieron de un lugar a otro con expresión incómoda—. Su privacidad, mi posición. Es impensable.

—Ya veo —dijo Selendra, aunque al no conocer las circunstancias de la confesión, no comprendía en absoluto por qué Penn no se limitaba a decirles lo que necesitaban saber.

—Les escribiré en persona de inmediato —dijo Penn, incorporándose y flexionando las garras para prepararlas para la pluma.

Selendra volvió a concentrarse en el cordero medio comido que tenía delante. No lo quería. Casi no había sido capaz de comer desde que Sher… desde el rescate de Wontas. No había visto a Sher desde su regreso. No había salido de la casa rectoral. Penn y Felin la habían tratado con una amabilidad extraordinaria al creer que la terrible experiencia de la cueva la había agotado. Ambos le —habían expresado su gratitud y Felin había hecho que Wontas le diera también las gracias. Nadie la había presionado para que hiciera algo que no quisiera hacer. Incluso había podido evitar el servicio del primerdía el día anterior, aunque Penn había venido a rezar con ella en su dormitorio. No le había importado. No deseaba descuidar a los dioses, de hecho deseaba implorar en especial la misericordia de Jurale. No había querido ir a la iglesia porque no quería ver a Sher.

Una de las criadas se asomaba por la puerta para ver si ya era el momento de llevarse los huesos.

—He terminado —dijo Selendra. La criada hizo una alegre reverencia, contenta con las sobras, sin duda. Selendra se puso en pie, cogió la carta de Haner y se fue a ver a los dragoncitos.

La niñera estaba volviendo a vendar la garra de Wontas y Gerin la estaba ayudando a entretener a su hermano durante todo el proceso. Después de comprobar que el olor de la fractura seguía siendo limpio, Selendra los dejó con su tarea.

Amer estaba sola en la cocina, haciendo una poción de olor nauseabundo. Las otras criadas seguían despejando el comedor.

—¿Eso es para Wontas? —preguntó Selendra.

—Es para mantener la fractura limpia —le explicó Amer. Luego se detuvo y frunció el ceño—. ¿Qué pasa, Selendra?

—Nada —dijo Selendra mientras intentaba evitar que sus ojos de color violeta derramaran más lágrimas—. Tengo una carta de Haner.

—¿Qué le ha pasado?

—No parece muy feliz. Avan ha demandado a Daverak y eso la inquieta. A Daverak le han llegado las llamas, mira.—Amer no sabía leer, así que Selendra podía enseñarle el dibujo sin revelar nada más.

Amer se echó a reír y apartó el papel.

—Léamela —dijo.

Selendra la leyó pero sin mencionar las bromas sobre Sher, que sabía que su hermana había escrito sin malicia pero que ahora le parecían una lanza atravesándole su tierno pecho. Cuando terminó, Amer sacudió la cabeza.

—¿No me dedica ni una palabra de saludo? ¿Y donde usted había puesto en su carta que yo le enviaba recuerdos, ella puso ese comentario sobre que la institución de la servidumbre es un error?

—Eso es —dijo Selendra—. Supongo que tiene razón, es injusto pero así es como funciona el mundo. Hay tantas cosas injustas… —suspiró.

Amer flexionó las alas un poco entre las ataduras.

—¿Y qué injusticia le ha traído a usted la vida? —le preguntó la anciana con gran generosidad. Quería mucho a Selendra.

Selendra miró a sus espaldas para asegurarse de que no había entrado ninguna otra criada sin que la vieran.

—Parece que los números estaban en mi contra con la poción —dijo bajando la voz.

—¿Está segura? —preguntó Amer.

Selendra se señaló el flanco, todavía de un cruel tono dorado.

—¿Quién fue? ¿La tocó?

—Sher —admitió la muchacha con un susurro.

—¿El eminente Benandi? —preguntó Amer—. ¡Muy alto aspira a llegar, dragoncita mía!

—¡No fue así, en absoluto! —protestó Selendra—. Nunca pensé en él de ese modo hasta que él lo dejó claro. Creí que estaba prometido con Gelener Telstie.

—Y su madre también, sin duda —dijo Amer con una risita—. ¿Así que no pensó en ello con antelación? ¿La cogió por sorpresa? Eso podría ser razón suficiente para no cambiar de color.

—¡Tampoco esperaba a Frelt! —susurró Selendra indignada.

—No, pero Frelt se apoyó en usted y él sí que lo esperaba. ¿Se apoyó Sher?

—No, se acercó mucho, casi nos tocamos, pero no llegó a apoyarse.

Los ojos de Selendra giraron con expresión soñadora al recordar.

—¿La tocó en algún momento?

—Extendió la garra pero no me tocó. ¡Estaba mucho más cerca de lo que se supone que pueden llegar los dragones, Amer! Estaba justo a mi lado, a menos de treinta centímetros.

—Haga que se acerque aún más la próxima vez —le aconsejó Amer—. Podría ser la poción, pero quizá no. Acurrúquese contra él como lo haría con su hermana y a ver si con eso se ruboriza.

—No creo que haya otra oportunidad —dijo Selendra—. Le dije que se fuese. Y como acabas de decir, él es un noble eminente y yo no soy más que la hermana del pastor; se lo pensará bien y se alegrará de que lo rechazara. —Las lágrimas le corrían ya por el rostro.

—Bueno, cuando no llora para estar dorada, llora para ponerse rosa —dijo Amer.

Selendra se atragantó.

—No tiene gracia —dijo, y se echó a reír a pesar de sí misma.

—Si le importa, lo volverá a intentar —dijo Amer con tono consolador—. Déle una oportunidad y acérquese a él. Tóquelo. No tiene nada que perder aunque no se ruborice.

—Solo mi dignidad —dijo Selendra.

—¿Y qué vale eso en el mercado? —preguntó Amer.

—Pero si no puedo cambiar de color, no puedo darle hijos. No haría bien en casarme si no puedo tener hijos.

—Nadie ha visto jamás que una dragona se case y siga siendo doncella —dijo Amer en voz bastante alta cuando volvió a la cocina, con un montón de huesos descarnados, la doncella que había estado limpiando el comedor—. Llévele esta poción al respetado Wontas, si no le importa, respetada Selendra, ya está terminada. Y si va a escribirle a la respetada Haner, dígale que me interesaría saber más de lo que decía en su carta.

Selendra cogió el tarro de la poción y se fue.

44
Una conversación en la sombrerería

Mientras volaba a casa, Felin pensó en lo que le contaría a su marido y a su cuñada con respecto a la conversación que había sostenido con la Eminente. Sí bien había defendido a Selendra con tanta fuerza como se había atrevido, no estaba muy segura de cómo debía abordar el tema con ella. En cuanto a Penn, Felin no sabía cómo reaccionaría su marido. Dependía de la Eminente para mantener su cargo de pastor de Benandi, un cargo que le proporcionaba a la familia tanto un hogar como unos ingresos fijos. Quizá se enfadara con su hermana por causar problemas y con Felin por no haber accedido a todo lo que quería la Eminente. Sería más fácil no abordar el tema con ninguno de los dos. Sin embargo, ambos se darían cuenta de que no llegaba ninguna invitación de la Mansión y habría que dar alguna explicación.

A su regreso a casa se encontró a Selendra jugando con los dragoncitos. No adelantó ninguna información y Selendra también guardó silencio.

Cuando Penn salió de su estudio limpiándose la tinta de las garras, la joven madre había tenido tiempo para pensar en su estrategia. Se llevó a su marido aparte, a la salita.

—La Eminente desea mantener separados a Sher y Selendra —le dijo.

—¿Qué? ¿Por qué? —La mente de Penn seguía inmersa en las intrigas de Avan y en el riesgo que suponían para su profesión.

—Al parecer cree que Sher se encariñará demasiado con ella —dijo Felin.

—¿Sher? Qué tontería. Con todas las doncellas de Tiamath lanzándosele a la cabeza, ¿por qué iba a mirar a una cosita tan pálida como Selendra? —preguntó Penn con cierta crueldad.

Felin, que había supuesto que esa seria su reacción, se limitó a extender las manos.

—¿Quién sabe lo que hace que a la Eminente se le metan esas ideas en la cabeza? —preguntó—. Pero durante un tiempo no vamos a ir a la Mansión para las reuniones de sociedad. Como es natural, tú subirás solo para todo lo que harías de forma habitual y yo también, pero no los visitaremos como familia para cenar ni nada parecido hasta que Sher vuelva a irse.

—Si eso es lo que la Eminente quiere… —dijo Penn con el ceño fruncido—. ¿Pero de verdad se imagina eso de Selendra?

—¿Crees que no tiene edad suficiente? —preguntó Felin.

Penn no quería discutir el incidente de Frelt con Felin, así que se limitó a gruñir. Marido y esposa se reunieron entonces con Selendra para cenar, unidos con esa confianza perfecta que el perdurable estado del matrimonio inspira en tantos dragones.

Pasaron varias semanas de esta forma. La familia de la casa rectoral y la familia de la Mansión se encontraban solo en los servicios del primerdía. La Eminente se aseguraba de que Sher permanecía a su lado en esas ocasiones. Selendra no volvió a faltar a la iglesia pero se sentaba con la cabeza inclinada, consciente de que Sher la miraba pero sin atreverse a devolverle esa mirada. Sher no intentó visitar la rectoría y Selendra no preguntó a qué buena fortuna le debía el no verse obligada a visitar la Mansión. Primerinvierno se convirtió en inviernohelado y todavía Sher y la Eminente permanecían en Benandi. Inviernohelado hizo honor a su nombre y los cubrió de nieve. Durante la segunda semana de inviernohelado trajeron la noticia de la muerte de Berend a Benandi, lo que sumió a Penn y Selendra en la melancolía, aunque ninguno de los dos había estado demasiado unido a su hermana desde que se había casado.

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