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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (32 page)

—¡Tengo que ir a Irieth! —dijo.

Penn miró a su hermana por encima de la Orden. Le brillaban los ojos de color violeta. Parecía más feliz de lo que había estado en varios días.

—¡Irieth! —dijo Felin. Ella nunca había estado en Irieth—. ¿Por qué?

—No habría pensado que Daverak fuera a exigir tu presencia —dijo Penn mientras ponía su papel en la mesa con todo cuidado.

—¿Daverak? Es Avan el que la exige —dijo Selendra.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Felin con tono lastimero.

Penn intentó hablar, pero se encontró con que no pudo.

—Mi hermano Avan ha demandado a Daverak, que estaba casado con Berend, ante los tribunales por lo que pasó con el cuerpo de padre —farfulló Selendra, todavía llena de inocente emoción.

Felin miró inquisitiva a Penn. Lo terrible de aquella mirada era que no había ningún reproche en ella, aunque la dragona debía de suponer que él ya lo sabía.

—Eso es —dijo él.

—¿Cuándo tenéis que estar en Irieth? —preguntó Felin con un tono curioso y alegre a la vez—. ¿Tendrás que estar fuera algún primerdía?

—El doce de profundoinvierno —consiguió decir Penn—. Así que me perderé un primerdía al menos.

—Eso es muy pronto —dijo Felin con tono neutro—. Le escribiré al bienaventurado Hape para ver si puede hacerse cargo de los servicios.

—Tengo que hablar contigo de esto —dijo él, y se dio cuenta al decirlo de que era cierto: ya no podía seguir manteniendo una venda en los ojos de Felin.

—Tendréis que iros el diez —dijo Felin, todavía con calma—. ¿Dónde os alojaréis en Irieth?

—Podríamos quedarnos con Avan —sugirió Selendra—. Siempre he querido ver la capital y él podría enseñárnoslo todo, la Cúpula, el teatro… ¿Crees que tendremos tiempo de ver una obra de teatro?

—No creo que debamos quedarnos en casa de Avan —dijo Penn—. No tiene mucho sitio. —Y se detuvo justo a tiempo, antes de añadir algo sobre la fulana que Avan tenía allí.

—¿Entonces, dónde? —preguntó Selendra—. Aparte de Avan, no creo que tengamos ningún conocido en Irieth.

Lo cual le devolvió el problema a Penn. Si estuviera solo se habría alojado en su club, pero eso era imposible con Selendra.

—Nos alojaremos en un hotel respetable —dijo Penn después de pensarlo un momento.

Felin hizo una mueca al pensar en el gasto que suponían dos noches de hotel en Irieth.

—¿Debes ir? —preguntó.

—Daría cualquier cosa por evitar tener que ir —dijo Penn al tiempo que le pasaba la Orden a su mujer.

—«Todas las consecuencias de la ley» —citó Selendra, casi como si saboreara la idea. Las hembras, pensó Penn, y no por primera vez, no llegaban a entender lo que era vivir con un miedo constante a tener que luchar por tu vida. No era la cobardía lo que lo había empujado hacia el sacerdocio, sino la necesidad de ganarse un sustento, pero le había sorprendido el cambio que habían supuesto los cordones rojos de la inmunidad para su forma de pensar. Había dado varios sermones sobre la incertidumbre de la vida.

—Le pediré a Sher que nos recomiende un hotel —dijo Felin.

—¿No a la Eminente? —preguntó Penn.

—Es más probable que Sher pueda recomendar algo más moderno —dijo Felin.

—Me pondré mi nuevo sombrero —dijo Selendra.

—Oh, de verdad, Selendra, ¿tienes que ser tan mundana? —preguntó Penn exasperado.

Para su asombro, su hermana se disolvió en lágrimas y Felin le lanzó una mirada en la que con toda seguridad había un reproche. Jamás entendería a las hembras, ni aunque viviera con ellas mil años. Felin sacó a Selendra de la habitación diciendo algo sobre descansar.

Penn esperó, sin apetito ya para terminarse el desayuno. Felin volvió al poco rato, una espiral de eficiente color rosa oscuro en el quicio de la puerta.

—¿Selendra está bien? —preguntó el dragón.

—Está un poco alterada, pero se pondrá bien —dijo Felin mientras entraba en la sala y se acomodaba—. Intenta por favor no ser tan brusco con ella cuando la pobrecita lo está intentando con todas sus fuerzas.

Penn frunció el ceño.

—No sé qué dije que fuera para tanto.

—Ahora ya no importa —dijo Felin—. Cuéntame por qué te ha disgustado tanto la idea de prestar declaración en este caso.

Penn, de forma muy poco digna, pensó en salirse por la tangente, decir lo mucho que lo angustiaba ver a su familia riñendo entre sí. Pero Felin era su esposa, su compañera; lo que hiciera recaer sobre él, lo hacía recaer sobre ella y sobre los dragoncitos.

—Perdóname —le dijo—. He hecho algo horrible. Lo hice con buena intención y pensando que permanecería entre los dioses y yo. De todos modos, debería habértelo dicho porque lo pone todo en duda.

—¿Todo? —preguntó Felin y sus ojos grises brillaron confusos—. ¿A qué te refieres?

—Cuando mi padre se estaba muriendo, me hizo una confesión, confesión, el rito de la Iglesia.

Vio que Felin tardaba un momento en comprender lo que aquello significaba.

—¿Tendrás que decirlo ante el tribunal?

—Seguro que preguntarán lo que dijo, lo que dijo con las palabras exactas. Aceptarán que la confesión es sagrada, por supuesto, pero se sabrá que escuché su confesión y le di la absolución.

—¿Te puede imponer el Tribunal alguna pena por eso? —preguntó Felin.

—¿El Tribunal? No. Pero todo se hará público y la Iglesia lo sabrá y entonces me echarán y la Eminente hará lo mismo y perderemos la casa rectoral y todo lo que tenemos.

—¿Pero por qué lo hiciste? —preguntó su esposa.

—Mi padre se estaba muriendo y era lo que deseaba —dijo Penn muy rígido. Luego gruñó—: Me he preguntado una y otra vez por qué fui tan estúpido. Quería darle consuelo y el rito está en el libro, no lo usamos por simple costumbre. Creí que permanecería en secreto. Los dioses me están castigando con este juicio.

—Quizá no te pregunten por eso —dijo Felin.

Penn sonrió con tristeza y enseñó los dientes.

—Esa es toda la esperanza que tenemos, y es bastante limitada. ¿Por qué están requiriendo mi presencia si no es para preguntarme lo que dijo mi padre en su lecho de muerte?

—Si pierdes tus cordones, yo te apoyaré —dijo Felin y se puso en pie—. Quizá tu hermano Avan te encuentre una posición en una oficina. Quizá Sher pueda recomendarte.

—Sher no querrá saber nada de un pastor despojado de sus cordones. Nadie querrá. No has pensado en el deshonor—dijo Penn—. Los dragoncitos y tú estaríais mejor si yo estuviera muerto. Al menos la Eminente cuidaría de vosotros.

—Tenemos un pequeño tesoro de oro —dijo Felin acercándose a Penn y abrazándolo—. Nos mudaremos a algún sitio donde nadie nos conozca y empezaremos otra vez. Quiero que vivas y luches, Penn, que luches por abrirte camino en la vida, y por mí y por los dragoncitos. No te rindas.

Penn volvió a gruñir y ocultó la cabeza bajo el ala de Felin.

—Eres mejor de lo que me merezco —dijo.

—Quizá si es costumbre y no doctrina, a la Iglesia no le importará —dijo Felin.

—Me llamarán Viejo Creyente —dijo Penn—. No cabe duda de que me echarán.

—Creo que eso es un gran error, echarte por aliviar el fallecimiento de tu padre —dijo Felin mientras se acomodaba una vez más con firmeza al lado de su marido.

—Fue error mío, no suyo —dijo Penn consolado por el pródigo apoyo de Felin.

—No, tú estabas haciendo lo que creías correcto —dijo Felin. En su mente, ya estaba empaquetando todos sus amados enseres de la casa rectoral y se preparaba para comenzar de nuevo en algún otro lugar, sin ingresos ni estatus. Había soportado el golpe, aunque había sido un golpe muy duro, y estaba lista para continuar—. La Eminente acogerá a la mayor parte de los sirvientes, podemos arreglárnoslas con una sola.

—¿Y qué pasa con Selendra? —preguntó Penn.

Felin recordó inquieta que Penn no conocía toda la historia de lo sucedido entre Selendra y Sher, ni que iban a verse al día siguiente.

—Creo que deberíamos esperar a decírselo hasta después del juicio. Quizá no pase nada, después de todo, y al final estemos todos a salvo. O en caso contrario, es posible que lleguemos a un acuerdo con Avan, si gana, para que se haga cargo él de Selendra.

—Mi hermana seguirá emocionada con todo esto —dijo Penn desesperado.

—Es una doncella joven, déjala estar tan libre de preocupaciones como pueda durante un poco más de tiempo. Que disfrute de esta visita a la capital. Hay muy poco que podamos hacer por ella en estos momentos, vamos a darle este tiempo.

—Lo he arruinado todo —dijo Penn—. Tenía mi vida planeada y avanzando con la firmeza de un tren, y de repente esto, que lo descarrila todo. Incluso si no me preguntan por ello, cosa que no puedo creer, quizá debería contárselo todo a la Santidad, hacer tabla rasa y acabar con los restos.

Felin se puso a pensar en una idea tan ridícula.

—¿De verdad crees que pecabas al escuchar la confesión de tu padre? —le preguntó.

Penn dudó un momento.

—Solo quería darle consuelo —dijo—. Pensé que iba contra la práctica actual de la Iglesia, pero no pensé que fuera contra la voluntad de los dioses.

—Entonces, si los dioses piensan que estuvo mal, saldrá en el juicio, y si no, no deberías hacer caer la pena sobre ti—dijo Felin con tanta seguridad como se atrevió a hablar.

—Tienes razón —dijo Penn y la abrazó con fuerza.

49
La sociedad

Más tarde, tras la comida, Selendra y Felin volaron hasta la estación para llevar al correo las notas que confirmaban que Penn y Selendra acudirían al Tribunal sin falta.

Felin se alegró de salir de la casa rectoral. Le dolía la cabeza por la preocupación y por el esfuerzo que suponía evitar que Selendra y los sirvientes llegaran a adivinar cuántas cosas podrían ir mal. El aire frío bajo las alas le hizo bien, como siempre, pero no cambió las proporciones del problema.

—¿Ya has preguntado por algún hotel? —preguntó Selendra con timidez cuando volvían.

—Pensé que podrías preguntar tú mañana —dijo Felin. Lo cierto es que se había olvidado por completo de ese asunto.

—Al menos de eso será fácil hablar —dijo Selendra, el recordatorio le había quitado toda la emoción—. Oh, Felin, me gusta Sher, mucho, pero casarme con él sería imposible.

—Si no es posible, no lo es —dijo Felin mientras se preguntaba si después de todo no debería decírselo a Selendra, para que pudiera rechazar o aceptar a Sher sabiendo cuáles eran las auténticas alternativas. No. Sher era más importante para ella que Selendra; el joven había sido su hermano casi toda su vida y Selendra había sido su hermana solo durante los últimos meses. Sher debería tener una esposa que lo amara, pasara lo que pasara.

Volaban en ese momento sobre la iglesia; Felin bajó la vista y vio que la nieve se había amontonado en gran cantidad sobre el tejado.

—Debería quitar una parte antes de que provoque algún daño —dijo mientras se lanzaba en picado.

—Te ayudaré —dijo Selendra. Bajaron flotando y el paso de sus alas hizo que parte de la nieve amontonada sobre el tejado se deslizara con suavidad al suelo.

Aterrizaron con habilidad en la nieve y empezaron a despejar el tejado. Cada una empezó por un lado y se aplicaron en silencio a su tarea. A Felin le hubiera gustado alegrar el humor de Selendra, pero estaba demasiado inmersa en su tristeza para hacerlo.

Una sombra se precipitó sobre ellas cuando estaban terminando. Selendra levantó la cabeza.

—Es la Eminente —dijo sorprendida—. Jamás la había visto usar las alas. Casi llegué a pensar que no sabía volar.

—Shh —dijo Felin en tono reprobador.

La Eminente bajó planeando y aterrizó con pesadez delante de la iglesia. Llevaba un sombrero anudado, hecho de vellón negro y blanco, que con toda seguridad era muy caro pero que la hacía parecer vieja y un poco patética.

—Pensé venir y echaros un ala para mayor gloria de la Iglesia pero ya veo que lo habéis hecho todo.

—Pero se agradece mucho el ofrecimiento —dijo Felin.

—Hace semanas que no os veo a ninguna de las dos —dijo la Eminente. Felin se inclinó y Selendra bajó la cabeza—. ¿Cómo estáis? ¿Alguna noticia?

Antes de que Felin pudiera detenerla, Selendra había empezado a explicar la historia de la demanda. Felin sabía que la Eminente tendría que saberlo en cualquier caso, ya que Penn debía ausentarse durante un primerdía y encontrar un pastor sustituto. De todos modos, hubiera preferido decírselo ella, y a su manera.

—Qué falta de propiedad —sorbió la Eminente por la nariz—. No entiendo por qué Penn y tú os habéis visto mezclados en esto.

—No querían tener nada que ver con ello, los ha citado en Irieth la Orden del Tribunal —explicó Felin antes de que Selendra pudiera empeorar las cosas diciendo cuánta razón tenía Avan.

—No es una buena época para visitar Irieth —declaró la Eminente, decidida a cambiar de conversación de inmediato, como Felin había sabido que ocurriría—. ¿Y dónde os alojaréis en la capital?

—En un hotel respetable —respondió Selendra enseguida.

—¿No con vuestro hermano? —preguntó la Eminente.

—Pensamos que sería mejor no hacerlo —dijo Felin con dulzura.

—Sí, es probable que no sea lo mejor, a la luz de la demanda —asintió la Eminente—. Hay un buen hotel con precios bastante razonables en el distrito migantino, la Cabeza del Majestuoso. Está al lado de la iglesia del Santificado Vouiver. No está por encima de vuestro presupuesto, diría yo, y tiene habitaciones pequeñas, apropiadas para un pastor y su hermana.

Felin no había querido preguntarle a la Eminente por hoteles porque sabía que Sher tomaría en consideración primero la comodidad y el coste, no lo más apropiado. Pero ahora que se había hecho la sugerencia, no se podía rechazar.

—Oh, gracias, Eminente, es maravilloso que usted sepa de algún lugar —dijo la joven madre mientras pensaba que, en ciertos sentidos, sería un alivio librarse de la protección de la Eminente y vivir en otra parte, aunque en el proceso descendieran por debajo de la posición de respetable—. Pero tendrá que ser para nosotros tres —añadió.

—¿Tú, Felin? —preguntó la Eminente—. No creo que te necesiten en absoluto.

—No, pero quiero ir para mantener a Penn y Selendra en orden —dijo Felin.

—¡Oh, eso es maravilloso! —dijo Selendra con una sonrisa—. Oh, será muchísimo más divertido contigo en lugar de solo con Penn.

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