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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (35 page)

—¿Haner? —preguntó Daverak.

—¿Qué? —La joven levantó la cabeza, sorprendida de que se dirigieran a ella—. ¿Las intenciones de padre? Yo no sabía nada de ellas, ya te lo he dicho, y eso será lo que le diré al tribunal.

—Bien. Sé que no dirás nada que pueda hacerme daño. Al menos entiendes de dónde viene la carne que te mantiene.—La amenaza solo estaba velada por una sonrisa muy fina.

Frelt sonrió ante el tono duro de Daverak.

—Estoy seguro de que la respetada Agornin no haría nada impío.

—Contaré la verdad como dice en la Orden que me enviaron —dijo la dragona con tono neutro—. Quizá no sepa mucho, pero lo que sé lo diré.

—Cuando haya destruido a tu hermano tendrás tu recompensa, en tu dote, como te dije —dijo Daverak. Haner se estremeció un poco, y sabía que Frelt la vio temblar.

—No estoy seguro de que esta doncella quiera casarse —dijo Frelt con tono sedoso.

—Oh, ya tiene un moscón, Londaver, un vecino nuestro —dijo Daverak con tono casual pero no con crueldad.

—Eso lo explica todo —dijo Frelt—. Debería haberlo dicho cuando le hice una oferta en lugar de irse corriendo. No sé qué estaba esperando.

—¿Usted? —Daverak levantó la cabeza y lo miró; la sangre de la ternera le resbalaba por las mandíbulas. Consiguió poner más desprecio en esa única palabra de lo que Haner habría conseguido en una semana.

Frelt se echó a reír, incómodo. Haner se puso en pie.

—He terminado, creo que voy a retirarme —dijo.

—No —dijo Daverak con sequedad—. Siéntate.

Haner se sentó muy obediente.

—Frelt, no sé si está enfermo o qué es lo que le hace pensar que podría aspirar a casarse con alguien relacionado con mi familia, pero ya puede ir sacándoselo de la cabeza —dijo Daverak. Lo cual fue mucho más cortés de lo que lo habría sido si no hubiera sabido que necesitaba el testimonio de Frelt—. Debería casarse con alguien de su clase, la hija de un pastor —continuó—. Veré si puedo encontrar alguna para ponérsela en su camino. Ahora, disfrute por favor de la hospitalidad de mi casa, pero deje a mi cuñada en paz.

Frelt balbució.

—No tenía intención de hacer insinuaciones indebidas.

—Ya puedes irte, Haner —dijo Daverak.

Y por segunda vez esa tarde, Haner huyó.

53
La partida de Benandi

Felin casi podría haber sentido pena por la Eminente durante el torbellino de preparativos que siguieron al vuelo de profundoinvierno de Sher y Selendra. Sher antes siempre intentaba hechizar y engatusar a su madre, o bien no le hacía ningún caso y se iba a otro sitio. Ahora exigía y se mostraba insistente. Exigió que se abriera al instante la Casa Benandi de Irieth, que se trasladaran de inmediato y que organizaran diversiones mientras estuvieran allí para la poca compañía que se pudiera encontrar en Irieth en pleno invierno, y que además se ofreciera hospitalidad a la familia de la casa rectoral. Y en medio de todo eso, exigió que su madre le diera la bienvenida a su futura esposa. Felin quizá se hubiera reído de la confusión que todo aquello provocó, si no hubiera sido capaz de ver la sincera angustia de la Eminente.

—Está decidido por completo a hacer las cosas a su manera —le dijo a Felin con tristeza, mientras al mismo tiempo realizaba listas de lo que debía guardarse—. Podría haber estado haciendo esto desde hace semanas, solo que se negó a considerar el traslado. Y ahora tiene que hacerse todo enseguida. No, no puedes ayudarme, yo sé lo que hay que hacer. —Una lágrima caliente le corrió por el hocico—. Ahora he perdido a mi hijo. Y el hecho de que sea culpa mía no hace que sea más fácil soportarlo.

—No lo ha perdido —dijo Felin—. Selendra será una buena nuera si solo se permite aceptarla.

—¿Después de un comienzo así? Me parece que no. —La Eminente sorbió por la nariz y de nuevo fue todo sentido práctico—. Podrías decirme cuántos sirvientes te vas a traer, y si de verdad quieres ayudar quizá podrías disponer la reserva de cuatro vagones del tren para nosotros, desde aquí a Irieth.

Felin dejó a la Eminente en su tarea de crear orden.

Encontró a Sher sentado en la casa rectoral hablando con Selendra y los niños. Sher parecía aturdido, como cualquier novio. Los niños parecían emocionados. Wontas todavía cojeaba, pero solo un poco, se tranquilizó Felin, como hacía cada vez que lo veía. Se curaría y nadie notaría la diferencia. Nadie pensaría de él que era un débil que corría peligro de ser consumido. Selendra se había sentado enroscada con Gerin entre ella y Sher. Habría tenido todo el aspecto de una novia, salvo que conservaba aquel tono dorado reluciente y puro que había tenido desde que Felin la conocía. No quería hablar con Felin de ello, se limitaba a decir que le había puesto unas condiciones a Sher y no pensaba ir más allá hasta que fuera una situación sin retorno, hasta que se hubieran cumplido sus condiciones. Felin temía esas condiciones y temía por Sher, salvo que cuando, como ahora, veía a Selendra mirando a Sher, la tranquilizaba el amor que cruzaba bien visible los ojos femeninos, aquellos ojos que giraban poco a poco. Peor que la negativa de Selendra a hablar de esas condiciones era la negativa de Penn a discutir el color de Selendra. Se sentía violento y cambiaba de tema cada vez que Felin intentaba sacarlo. Selendra era su hermana, claro está, pero él era un pastor de la Iglesia y no solía mostrarse delicado con tales temas.

Los cuatro estaban haciendo planes ridículos sobre lo que iban a hacer con el tesoro. Felin todavía no se creía del todo que hubiera un tesoro, aunque le habían mostrado las piezas que habían sacado los dragoncitos, y también la cadena de Selendra. Suponía que ser ricos en lugar de pobres sería un pequeño consuelo si quedaban arruinados, aunque las riquezas sin posición son algo vacío, como decía Penn. La joven madre era incapaz de asumir del todo las riquezas o la ruina. Parte de ella seguía creyendo que la vida volvería a la normalidad después del juicio, y que siempre viviría allí.

—¿Cómo está mi madre? —preguntó Sher cuando Felin lo hubo saludado.

—Agobiada —dijo Felin.

Selendra sonrió, y no era una sonrisa demasiado agradable.

—Lo hará todo a la perfección cuando llegue el momento —dijo Sher.

—Estoy deseando llegar a Irieth —dijo Selendra—. El teatro. Un cotillón.

—Iremos allí durante la temporada e iremos a los bailes —dijo Sher—. Pero también harás bien en divertirte cuanto puedas antes de que se ponga todo aburrido.

—Tendremos que comprarte unos sombreros nuevos —dijo Felin mientras pensaba en su propia escasez de tocados.

—No demasiados —advirtió Sher.

—¿Por qué? —preguntó Wontas—. Tenemos el tesoro, la tía Sel se puede permitir todos los sombreros que quiera.

—Sí, ¿pero nunca te has en fijado que las dragonas compran sombreros que hagan juego con sus escamas? —preguntó Sher dirigiéndose a Wontas pero mirando a Selendra—. Las escamas de la tía Sel son ahora de un hermoso color dorado, pero pronto serán de un tono rosa nupcial aún más bonito y necesitará un juego completo de sombreros nuevos.

Felin miraba a Selendra y pensaba que parecía más angustiada que halagada por aquella idea.

—La Eminente quiere saber cuántas sirvientas nos llevamos —dijo Felin—. Yo pensé que solo dos.

—¿Podemos llevarnos a Amer? —preguntó Selendra—. Sé que le gustaría ver a Haner y a Avan.

—Necesito que Amer se quede aquí a cuidar de los niños —dijo Felin—. No me gusta dejarlos solo con la niñera. Amer tiene más experiencia.

—¿No podemos ir? —preguntó Gerin.

—Yo nunca he estado en Irieth —dijo Wontas.

—Podríamos encontrar más tesoros —dijo Gerin mimoso.

—No —dijo Felin horrorizada—. La última vez ya fue más que suficiente caza del tesoro. Os podríais haber matado todos.

—¿Por qué no llevarlos si prometen no ir a la caza de más tesoros? —preguntó Sher—. Hay sitio.

Felin tampoco había estado nunca en Irieth. Por muy diversas que fueran las razones de este viaje, le hubiera gustado poder disfrutar lo que pudiera de su estancia sin la responsabilidad de los dragoncitos. No podía decirlo con ellos allí, prendidos en silencio de cada una de sus palabras.

—Deberían quedarse aquí, sin meterse en problemas —dijo Felin y los dos dragoncitos gruñeron—. A la Eminente no le va a gustar —dijo; sabía que eso surtía efecto con los niños.

—A mi madre no le importará —dijo Sher con tanta decisión como lo decía todo en los últimos tiempos. Los niños aplaudieron.

Una semana después, tras haber recogido todo lo posible, los siete, acompañados de diecinueve sirvientes, se dirigían a Irieth en cinco vagones. Penn parecía distraído, los niños demasiado emocionados y Sher dichoso; Selendra ostentaba un aspecto dorado y tranquilo, la Eminente parecía un volcán apenas contenido y Felin estaba segura de que ella tenía todo el aspecto de necesitar una semana de sueño en lugar de una semana de diversiones en la capital. Le proporcionó cierta satisfacción ocuparse de que los dragoncitos se acomodaran con cuidado con Sher y Selendra, y sentarse ella con toda comodidad en otro vagón con Penn y la Eminente.

54
Haner da un paseo

Haner le dejó a Lamith instrucciones estrictas: debía decir que no se encontraba bien y no dejaría entrar a nadie. La joven dudaba de la habilidad de Lamith para hacerlo si Daverak insistía, pero no era probable que lo hiciese, ni siquiera que se despertase. Eran todavía las primeras horas de la mañana cuando la joven se aventuró fuera de la hacienda y partió hacia su cita.

Había leído
El yugo de los sirvientes
y luego, con gran atrevimiento, le había escrito al editor para expresarle su admiración. Había recibido una carta del propio Calien Afelan y desde entonces se habían cruzado varias cartas. La muchacha sabía que no debía mantener ninguna correspondencia sin la aprobación de su tutor, pero dado que Daverak daba por hecho que todo el correo que recibía era de Selendra, no le prestaba más atención. Haner siempre se cuidaba de llevar las cartas al correo en persona. Sentía ciertos escrúpulos sobre la naturaleza no autorizada de sus actividades, pero se consolaba pensando que su auténtico tutor era Londaver y que él le había dado el libro y lo habría aprobado. Lo que no se paró a considerar fue si Londaver hubiera aprobado que recorriera sola las calles de Irieth para encontrarse con un extraño.

Sabía bien que no debía ir sin un acompañante a la casa de un extraño, así que había quedado en encontrarse con Calien en un parque público al lado del río. Para llegar allí desde la Casa Daverak tenía que caminar una distancia considerable. No se atrevía a volar entre las peligrosas contracorrientes. Se abrió paso con dificultad pero diligencia a través de la nieve sucia de la ciudad, tan diferente de los pliegues blancos de la nieve del campo a la que estaba acostumbrada.

Haner no había aprendido el truco de Sebeth de quitarse el sombrero, así que atrajo unas cuantas miradas curiosas mientras recorría las calles cubiertas de nieve medio derretida. Las doncellas solas cuyos sombreros proclamaban su condición de respetadas no eran una visión muy común en ninguna ciudad. Dos veces, dragonas de escamas rojas y aspecto maternal, que habían salido temprano a hacer unas compras con una sirvienta pisándoles los talones, le preguntaron si se había perdido o necesitaba ayuda. Las dos veces la joven se disculpó y siguió caminando. Tres veces dragones ancianos e indigentes se acercaron a ella y la importunaron para pedirle una corona, que la joven le dio al primer solicitante. Después ya no tenía nada que dar, pues solo se había provisto de una única corona para su expedición y lo único que podía hacer era esbozar una sonrisa de disculpa. Sintió haberla perdido cuando pasó por el pequeño mercado con sus tentadores aromas a cerdo recién matado, aún caliente, y a peras bañadas en miel.

Después del mercado, el camino la llevó por los enormes mataderos y corrales. Los dragones que trabajaban en ellos eran todos sirvientes con las alas atadas que se apuraban de un lado a otro con los animales. La nieve estaba aquí revuelta y más amarilla y marrón que del color gris que había sido. De vez en cuando pasaban carretas a su lado y la rociaban con aquel desagradable estiércol líquido. Estaba empezando a tener frío, y un poco de nieve se había hecho una bola y le incomodaba uno de los pies. Empezó a caer una nieve fina y fresca.

Por fin llegó al parque de la orilla del río donde había quedado con Calien. Se quedó allí buscándolo con los ojos. Llevaba un ejemplar de su libro, como habían acordado como seña de identificación. El parque estaba desierto. Los dragones que trabajaban en las oficinas y fábricas cercanas ya estaban en sus puestos de trabajo y los miembros de la buena sociedad que estaban en Irieth en aquel momento aún no se habían levantado. Haner dio unos cuantos paseos. Aquí la nieve estaba dura y resbaladiza, salvo allí donde la recién caída lo cubría todo con una fina capa de blandura. Al menos era blanca. Haner caminó hasta el rio y contempló el gran Toris, la arteria de Tiamath. El hielo se extendía por las orillas, pero el centro del rio era oscuro y la corriente rápida.

Calien se acercó a su lado mientras ella se encontraba allí.

—¿Usted es la respetada Haner Agornin? —preguntó.

La joven se volvió sorprendida, y la sorpresa fue aún mayor al ver que el extraño de escamas negras lucía los cordones rojos de sacerdote y medía poco más de tres metros.

—¿Respetable… quiero decir, bienaventurado Afelan?

El dragón se inclinó.

—Soy Calien Afelan. Pensé que podíamos cruzar el río a pie hasta el Skamble y podría mostrarle cómo viven algunos de mis feligreses —dijo.

Haner ya estaba cansada de caminar por Irieth, pero asintió. Mientras caminaban, hablaron de las diferentes condiciones en las que vivían los sirvientes en el campo y en las ciudades.

—Vi algunos trabajando en los corrales —dijo Haner.

—No se encuentran con la crueldad y los abusos que podrían padecer en una hacienda del campo; el problema aquí es más bien la dejadez. —Calien suspiró—. Se producen muchos accidentes en los mataderos. Son necesarios, por supuesto, una ciudad del tamaño de Irieth necesita tener el aprovisionamiento de carne organizado o todos pereceríamos enseguida. Sin embargo, se podrían dirigir pensando más en los dragones que trabajan en ellos.

Haner asintió con la cabeza.

—En realidad yo no sé nada sobre las ciudades —dijo. Mientras él le hablaba sobre las condiciones en las que se vivía en Irieth, Haner no podía evitar pensar en el misterio de lo pequeño que era, para ser un pastor de la Iglesia y un dragón con un origen y educación suficiente para haber escrito y publicado un libro. No se atrevió a preguntar. Si su parroquia estaba entre los pobres, él sería así mismo pobre pero, ¿es que entre los pobres no había matanzas selectivas y muertes, como en todas partes? Y la parte del pastor tendría que recaer en su pastor, ¿no?

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