Germinal (14 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

—¡Ah! Al fin estamos aquí —dijo la mujer de Maheu entrando en su casa, cargada de bultos y de provisiones, y empujando hacia adentro a Leonor y a Enrique, que llegaban muertos de cansancio.

Delante de la lumbre, Estrella berreaba como de ordinario, mecida por Alicia, que la tenía en brazos. Ya no tenía azúcar, ni sabía cómo hacerla callar, y se había decidido a darle el pecho para entretenerla. Pero aun cuando se desabrochaba el corpiño y le ponía los labios en su pechito de niña de ocho años, la criatura se exasperaba, viendo que por más que mordía la piel no sacaba nada.

—Dámela, dámela —dijo la madre en cuanto hubo dejado lo que llevaba en las manos—, porque no nos va a dejar entendernos.

Cuando hubo sacado su robusto pecho, la pequeña se le colgó con verdadera rabia, y calló, permitiendo así que se oyera lo que se hablaba. Todo estaba en orden. La pobre Alicia había cuidado de la lumbre, barrido la sala y colocado las sillas simétricamente, después de hacer la limpieza. Y ahora que había silencio, se oía al abuelo roncando como un bendito en la alcoba del piso alto, de la misma manera que cuando su nuera salió de casa por la mañana.

—¡Cuántas cosas! —murmuró Alicia, sonriendo a la vista de las provisiones—. Si quieres, mamá, yo haré la comida.

En la mesa ya no cabía nada más; estaba llena: un lío de ropa, dos panes, patatas, manteca, café, achicorias y media libra de carne de cerdo.

—¡Oh! ¡La comida! —dijo la mujer de Maheu, que no podía hablar de cansancio—. Era menester ir por guisantes y por cebollas… Mira, más vale que guises patatas… Ponlas a cocer, y nos las comeremos con un poco de manteca, y así acabamos antes… Luego tomaremos café… No se te olvide el café sobre todo.

Pero de pronto se acordó del pastel. Miró las manos vacías de Leonor y de Enrique, que, ya descansados, jugueteaban arrastrándose por el suelo. ¡Se habían comido aquellos pícaros todo el pastel en el camino! Su madre les dio a cada uno un cogotazo, mientras Alicia, que acababa de poner agua en la lumbre, procuraba calmarla.

—Déjalos, mamá. Si era para mí, ya sabes que lo mismo me da comer pastel que no comerlo. Tendrían hambre, habiendo andado tanto.

Dieron las doce, y se oyeron los zuecos de los muchachos que salían corriendo de la escuela. Las patatas estaban cocidas; el café, espesado con un poco de achicoria, pasaba por el colador, produciendo un olor agradable que abría el apetito. Desocuparon una esquina de la mesa; pero solamente la madre comió: los tres niños se contentaron con arrimarse a su falda; y todo el tiempo el chiquillo, que era de una voracidad extraordinaria, no hizo más que mirar al papel donde estaba la carne de cerdo, que le excitaba y le abría el apetito.

La mujer de Maheu tomaba el café a pequeños sorbos, con las dos manos puestas alrededor de la taza para calentárselas, cuando bajó el viejo Buenamuerte. Ordinariamente se levantaba más tarde, cuando ya el almuerzo lo estaba esperando puesto a la lumbre. Pero aquel día empezó a refunfuñar, porque no tenía sopa. Luego, cuando su nuera le dijo que no siempre se podían hacer las cosas como se deseaba, se puso a devorar las patatas en silencio. De cuando en cuando se levantaba e iba a escupir en el fuego, por limpieza; luego volvía a sentarse en su sitio, y como no tenía dientes se pasaba largo rato para comer una cucharada con la cabeza baja y los ojos apagados.

—¡Ah! Se me olvidaba, mamá… —dijo Alicia—. Ha venido la vecina… Su madre la interrumpió:

—¡Me carga!

Tenía odio a la mujer de Levaque, porque le había contado muchas penurias el día antes, para no tener que prestarle dinero; y ella sabía que precisamente en aquel momento estaba bien, porque el huésped Bouteloup le había adelantado una quincena. Verdad era que en el barrio no se prestaban dinero unos a otros.

—¡Mira!, ahora me recuerdas una cosa. Envuelve en un papel un poco de café —replicó la mujer de Maheu—, para llevárselo a la de Pierron, que me lo prestó anteayer.

Y cuando la niña hubo hecho el paquete, añadió que volvería enseguida para poner la comida de los hombres. Luego salió con Estrella en los brazos, dejando a Buenamuerte que comiera tranquilamente sus patatas, mientras Enrique y Leonor andaban a la greña para coger las mondaduras que se habían caído al suelo.

La mujer de Maheu, en vez de dar la vuelta, atravesó el jardín, temiendo que la mujer de Levaque la llamase. Precisamente el suyo se encontraba al lado del de Pierron y habían hecho en la verja de madera, que los dividía, un agujero, por el que se hablaban.

En aquel jardín estaba el pozo, de donde se proveían cuatro casas.

Era la una, la hora del café, y no se veía un alma por los jardines. Solamente un minero de los que trabajaban por la noche estaba haciendo tiempo para irse a la mina, sembrando en su huertecillo unas cuantas legumbres. Pero cuando la mujer de Maheu llegaba a la otra parte del edificio, desde donde se descubría toda la calle, se quedó sorprendida al ver que por detrás de la iglesia aparecían un caballero y dos señoras. Se detuvo un momento a mirarlos, y los conoció; era la señora de Hennebeau, que indudablemente iba enseñando el barrio de los obreros a los señores de París que había visto ella llegar aquella mañana a casa del director.

—¡Oh! ¿Por qué te has tomado ese trabajo? —le dijo la mujer de Pierron, cuando le hubo dado el café—. No corría prisa.

La vecina tendría unos veintiocho años escasos, y pasaba por ser la mujer más guapa del pueblo. Era morena, con una carita muy graciosa y animada, la frente pequeña, los ojos grandes, la boca diminuta, y coqueta y limpia como ella sola, y de formas esbeltas, porque no había tenido hijos.

Su madre, la Quemada, viuda de un obrero que había muerto en la mina, después de poner a su hija a trabajar en una fábrica jurando que no la dejaría casar nunca con un carbonero, rabió de lo lindo cuando ésta se casó algo más tarde con Pierron, viudo también, y que, por añadidura, tenía una chiquilla de ocho años. Sin embargo, en aquella casa eran muy felices a pesar de los chismes y de las historias que circulaban acerca de las complacencias del marido y de los amantes de la mujer: no debían a nadie nada, comían carne dos días a la semana, y tenían una casita tan limpia, que se veía uno la cara en las cacerolas. Para colmo de fortuna, la Compañía los había autorizado para que vendiesen bombones y bizcochos, que se veían alineados en una tabla, en la ventana, convertida en escaparate; aquello daba seis o siete sueldos de ganancia diariamente, y algún domingo que otro, hasta doce o catorce. Era una suerte; sólo la tía Quemada solía gritar en su rabia de antigua revolucionaria, y sólo la pobre Lidia recibía algún que otro pescozón.

—¡Qué gordita está! —replicó la mujer de Pierron, haciendo caricias a Estrella.

—¡Ay! ¡Si vieras lo que esto da que hacer! ¡Ni me hables! —dijo la vecina—. Dichosa tú, que no tienes chiquillos. Al menos, puedes estar limpia…

Por más que en su casa todo estaba en orden, y que lavaba todos los sábados, miraba con envidia aquella sala tan limpia, arreglada hasta con coquetería, con una porción de cacharros bonitos en el aparador, un espejo y tres cuadros con sus correspondientes cristales.

La mujer de Pierron se preparaba a tomar sola el café porque toda su familia se encontraba a aquella hora en la mina.

—Tomarás una taza conmigo.

—No, gracias; acabo de tomarlo.

—¿Y eso qué importa?

Y, en efecto, no importaba. Las dos, una enfrente de otra, empezaron a beber lentamente. Por entre los aparadores llenos de bombones y bizcochos que había en la ventana, sus miradas se detuvieron en las fachadas de las casas de enfrente, cuyas cortinillas, más o menos blancas indicaban la mayor o menor limpieza en sus dueños. Las de la casa de Levaque estaban muy sucias: eran verdaderos trapos, que parecían haber servido para limpiar el fogón.

—¡Yo no sé cómo pueden vivir entre tanta porquería!

Entonces la mujer de Maheu se despachó a su gusto. ¡Ah! Si ella tuviese un huésped como aquel Bouteloup, de seguro podría salir adelante sin apuros. Cuando una sabe arreglarse, un huésped es una ganga. Pero no se debía dormir con él, como hacía la mujer de Levaque. Por eso, sin duda, su marido se emborrachaba y le pegaba, y correteaba los cafés cantantes detrás de las mujeres perdidas de Montsou.

La mujer de Pierron demostró el asco que le daba pensar en aquello. Las cantantes de café contagiaban enfermedades a los hombres. En Joiselle había una que había puesto malos a todos los de una mina.

—Lo que me admira es que hayas permitido que tu hijo se arregle con la hija de ellos.

—¡Ah!, sí. ¡Quién impide eso!… Su jardín está contiguo al nuestro. En verano, Zacarías se pasaba el día con Filomena, detrás de las lilas, donde les veía todo el mundo que iba a sacar agua al pozo.

Era la eterna historia de la promiscuidad de sexos en el barrio; los hombres y las mujeres crecían mezclados, y se perdían detrás de cualquier montón de piedras en cuanto anochecía. Todas tenían su primer hijo en medio del campo, o cuando más se tomaban el trabajo de ir a echarlo a este mundo escondidas entre las ruinas de Réquillart. La cosa no tenía malas consecuencias, puesto que acababan por casarse; pero las madres maldecían cuando los chicos se casaban demasiado pronto, porque dejaban de darles dinero.

—Lo mejor que podías hacer, era dejarlos de una vez —aconsejó la mujer de Pierron prudentemente—. Zacarías ha tenido con ella dos hijos ya, y tendrá más… De todos modos, no puedes contar con su dinero, porque no te lo va a dar.

La mujer de Maheu, furiosa, extendió las manos.

—Mira —dijo—. Como vuelvan a juntarse… ¿No debe Zacarías respetarnos? Nos ha costado muy caro, y es preciso que nos indemnice de algo, antes de irse a vivir con una mujer. ¡Hazme el favor de decirme qué sería de todos nosotros, si nuestros hijos se pusieran a mantener enseguida una mujer! ¡Más valiera reventar!

Pero poco a poco fue calmándose.

—Esto lo digo por ahora; luego ya veremos… ¡Qué bueno está este café!…

Y después de otro cuarto de hora de charla, se marchó corriendo, al acordarse que no había hecho la comida de su marido y de sus hijos. Por la calle, los muchachos volvían de nuevo a la escuela, y algunas mujeres que se asomaban a las puertas de las casas miraban a la señora de Hennebeau, que en aquel momento pasaba por allí enseñando el pueblo a sus convidados. Aquella visita empezaba a poner en movimiento todo el barrio de obreros. El hombre que estaba sembrando legumbres en su jardín interrumpió un momento su tarea, mientras dos gallinas, asustadas, echaban a correr cacareando.

La mujer de Maheu tropezó con la de Levaque, que había abandonado su casa para salir al encuentro del doctor Vanderhaghen, médico de la Compañía, un hombre bajito, y siempre atareado, que contestaba a las consultas de sus enfermos sin pararse.

—Señor —decía ella—, no duermo, y siento dolores en todas partes… Yo quisiera que hablásemos. El médico, que las tuteaba a todas, contestó sin detenerse: —Déjame en paz. No tomes tanto café.

—También debería venir a ver a mi marido, señor doctor —dijo la mujer de Maheu—, porque no se le quitan los dolores de las piernas.

—Tú tienes la culpa; déjame en paz.

Las dos mujeres se quedaron con la boca abierta, viendo correr al doctor.

—Entra un momento —replicó la de Levaque, después de haber mirado a su vecina, y de haberse encogido de hombros con ademán desesperado—. Has de saber que hay novedades… Además, tomarás un poco de café recién traído de la tienda.

La mujer de Maheu quiso excusarse, pero no lo consiguió. —¡Qué demonio! Tomaría un poquito para darle gusto. Y entró en casa de su vecina.

La sala de ésta estaba muy sucia: los cristales de las ventanas y las paredes, llenos de manchas negras de arriba abajo; el aparador y las mesas chorreaban pringue, y el mal olor que reinaba por todas partes trastornaba a cualquiera. Junto a la lumbre, con los codos encima de la mesa y la nariz casi metida en su plato, estaba Bouteloup, joven aún para sus treinta y cinco años. En aquel momento estaba dando fin a un poco de cocido de la víspera, mientras a su lado, en pie y apoyándose en su muslo, Aquiles, el hijo mayor de Filomena, que ya tenía dos años, esperaba a que le diese algo, con la silenciosa expresión suplicante de un animalejo tragón. El huésped, que era muy cariñoso, le metía de vez en cuando una cucharada en la boca.

—Espera a que le eche azúcar —decía la mujer de Levaque, hablando del café a su vecina.

La dueña de la casa tenía seis años más que él: era horriblemente fea, y estaba muy ajada, con los pechos caídos hasta el vientre y los pelos siempre despeinados y sucios, llenos ya de canas.

El huésped se había contentado con aquella mujer, sin detenerse a analizarla, lo mismo que hacía con la comida, en la cual se encontraban pelos todos los días, y con la cama, donde no ponían sábanas limpias más que cada tres meses. La mujer entraba en el servicio de la casa, y el marido solía decir que, en cuestiones de cuentas, cuanto más amigos más claras.

—Te decía que había novedades, porque han visto ayer a la mujer de Pierron rondando el barrio de las Medias de seda. El caballero que tú sabes la esperaba detrás de la taberna de Rasseneur, y se marcharon juntos por la orilla del canal… ¿Eh? ¿Está eso bien en una mujer casada?

—¡Qué demonio! —dijo la mujer de Maheu—. Antes de casarse, Pierron regalaba conejos al capataz y ahora encuentra más barato prestarle el de su mujer.

Bouteloup soltó una carcajada estrepitosa, mientras metía otra cucharada en la boca de Aquiles. Las mujeres criticaron a la de Pierron, una coqueta, que no pensaba más que en mirarse al espejo y untarse de pomada. En fin; eso era problema de su marido, y allá con su pan se lo comiera. Había hombres tan ambiciosos, que eran capaces de tenerles la vela a los jefes, con tal de que éstos les dieran las gracias. Y siguieron charla que te charla hasta que fueron interrumpidas por la llegada de una vecina que llevaba en brazos a una chiquilla de nueve meses, Dorotea, la última que había tenido Filomena; ésta, que almorzaba en la mina, hacía que la llevasen todas las mañanas a su hija para darle de mamar, sentada en un montón de carbón.

—Yo no puedo dejar a la mía ni un momento, porque enseguida llora —dijo la mujer de Maheu, mirando a Estrella, que se había dormido en sus brazos.

Pero no consiguió evitar que la mujer de Levaque plantease la cuestión que se temía desde la llegada de Dorotea.

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