Germinal (15 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

—Oye, tenemos que pensar seriamente en arreglar esto.

Al principio, las dos madres, sin decirse una palabra, habían estado de acuerdo para no apresurar la boda. Si la madre de Zacarías quería disfrutar todo el tiempo posible del dinero de su hijo, la madre de Filomena se encolerizaba pensando que se había de quedar sin el de su hija. No corría prisa: la segunda hasta había preferido quedarse con su nieto, mientras no hubo más que uno, y fuese pequeño; pero, cuando fue creciendo y comiendo pan, y vino otro al mundo, se creyó perjudicada, y quiso acelerar el casamiento para no perder más.

—Zacarías ha salido de quintas —continuó la Levaque—: ya no hay nada que nos detenga… Conque, ¿cuándo va a ser?

—Esperemos siquiera que venga el buen tiempo —contestó la mujer de Maheu, por decir algo—. Estas cuestiones son siempre desagradables. Como si no hubieran podido esperar a casarse para tener hijos. Mira, te doy mi palabra de honor de que ahogaría a Catalina si supiese que había hecho alguna tontería.

La mujer de Levaque se encogió de hombros.

—No digas eso, que lo mismo le sucederá a ella que a las demás.

Bouteloup, con la tranquilidad del hombre que está en su casa, se levantó y se fue a buscar pan al aparador. Las patatas, coles y guisantes para la comida de Levaque, se habían quedado encima de la mesa, a medio mondar y lavar cogidas y dejadas cien veces para empezar a charlar. La mujer había vuelto a cogerlas apenas, cuando volvió a soltarlas para asomarse a la ventana.

—¿Qué demonios es eso?… Toma ¡pues si es la señora de Hennebeau con unos forasteros! Ahora entran en casa de Pierron.

Y las dos se ensañaron de nuevo con la mujer de Pierron. ¡Oh! Siempre sucedía lo mismo; cuando la Compañía hacía que los señorones visitaran los barrios de obreros, los llevaban enseguida a su casa, porque era la más limpia. Seguro que no les contaría lo que pasaba con el capataz mayor. ¡Ya se puede ser limpia cuando se tienen queridos que ganan tres mil francos, casa, lumbre y mesa! Si era limpia por fuera, en cambio por dentro no lo era demasiado.

Y mientras los señores a quienes acompañaba la señora de Hennebeau estuvieron en la casa de enfrente, ellas dos no dejaron de murmurar. —Ya salen —dijo al fin la mujer de Levaque—. Dan la vuelta… Mira, mira, hija, me parece que van a tu casa.

A la mujer de Maheu le dio miedo. ¿Habría Alicia limpiado bien la mesa? ¡Y ella, que tampoco tenía la comida hecha! Dijo adiós, y echó a correr a su casa, mirando de reojo a la calle…

Pero al entrar vio que todo estaba en orden y muy limpio. Alicia, muy seria, con un trapo encima de la falda, había empezado a hacer la sopa, viendo que su madre no volvía. Después se puso a limpiar la verdura mientras se calentaba en la estufa el baño para su padre y sus hermanos, que habían de volver pronto del trabajo. Enrique y Leonor, que por casualidad no estaban haciendo travesuras, se entretenían en un rincón rompiendo un almanaque viejo.

El abuelo Buenamuerte estaba fumando su pipa en silencio.

Poco después que la mujer de Maheu, la señora Hennebeau llamó a la puerta y entró en la casa.

—Con su permiso, buena mujer.

La esposa del director era alta, rubia, guapa, aunque un poco maciza, en la madurez de sus cuarenta años; entraba sonriendo con esfuerzo por parecer afable, pero sin disimular demasiado el temor de mancharse el rico vestido de seda que llevaba puesto.

—Entren, entren —decía a sus convidados—. No molestamos a estas buenas gentes… ¿Eh? ¡Qué limpio está todo esto también! ¿No es verdad? ¡Y eso que esta pobre mujer tiene siete hijos! Pues todas las casas de nuestros obreros están lo mismo… Ya les he dicho que la Compañía les alquila estas habitaciones por seis francos al mes. Tienen todas una sala muy grande en el piso de abajo, dos cuartos arriba, un sótano y un jardín.

El caballero y la señora del abrigo de pieles que iba con él, que habían llegado aquella mañana de París, contemplaban todo aquello con verdadera admiración.

—Y un jardín —repitió la señora—. Esto es precioso; le dan a una ganas de vivir aquí.

—Les damos también carbón, algo más del que necesitan —continuó diciendo la señora de Hennebeau—. Tienen médico que los visita dos veces por semana y cuando llegan a viejos reciben pensiones, a pesar de que no se les hace ningún descuento en el jornal.

—¡Esto es una Tebaida! ¡Una verdadera Jauja! —murmuró el caballero admirado.

La mujer de Maheu se había apresurado a ofrecerles sillas. Pero ellos no aceptaron. La señora Hennebeau empezaba a cansarse de aquel papel de exhibidor de curiosidades que le entretenía un rato, porque alteraba la monotonía de su destierro; pero pronto le repugnaba el mal olor de aquellas viviendas, a pesar de lo limpias que generalmente se hallaban. Por lo demás, siempre que se presentaban ocasiones semejantes, repetía las mismas frases, casi aprendidas de memoria; y en cuanto volvía la espalda dejaba de pensar en aquel pueblo de mineros que trabajaba sin cesar y padecía horriblemente allí a su lado.

—¡Qué niños más hermosos! —dijo la señora forastera, que los encontraba horribles con aquellas cabezotas tan gordas, pobladas de crespos cabellos color de paja.

Y la mujer de Maheu tuvo que decir la edad que tenían, y contestar a las preguntas que por cortesía le hicieron acerca de Estrella. El viejo Buenamuerte, muy respetuoso, se había quitado la pipa de la boca; pero comprendía que no era nada agradable su aspecto de hombre gastado por cuarenta años de trabajo en el fondo de las minas; y como en aquel momento se sintiera acometido de un fuerte acceso de tos, prefirió irse fuera a escupir, temiendo dar asco a los forasteros.

Alicia fue la que logró una verdadera ovación. ¡Qué mujercita de su casa, con su delantal limpio y el trapo echado al hombro! Y todo se volvieron cumplimientos y enhorabuenas a su madre, por tener una hija tan lista y tan dispuesta para su edad. Nadie hablaba de su joroba; pero todas las miradas, impregnadas de compasión, se dirigían de continuo a la espalda de la pobre contrahecha.

—Ahora —dijo la señora de Hennebeau—, cuando os hablen en París de la vida de nuestros obreros, podréis contestar con conocimiento de causa… Siempre hay la misma tranquilidad que ahora; costumbres patriarcales; todos felices y saludables, como veis.

—¡Es maravilloso, maravilloso! —exclamó el caballero, en un acceso de entusiasmo final.

Salieron de allí tan satisfechos como se sale de la barraca donde se ha visitado un fenómeno, y la mujer de Maheu, que les había acompañado hasta la puerta, se quedó en pie bajo el dintel, viéndolos alejarse mientras hablaban en voz alta. Las calles se habían llenado de gente, y los forasteros tenían que atravesar por entre los grupos de mujeres, atraídas por la novedad de su visita.

Precisamente delante de la puerta de su casa, la mujer de Levaque había parado a la de Pierron, que, como todas, salió a curiosear, mientras los forasteros estaban en casa de Maheu. Las dos afectaron gran sorpresa al saber que habían entrado en casa de la vecina. ¡Caramba, cuánto tardan en salir! ¡Se irían a dormir allí! ¡Pues la casa no tenía mucho que ver!

—¡Siempre sin un cuarto, a pesar de lo que ganan! —decía una—. Es verdad que cuando se tienen vicios…

—Acabo de saber que esta mañana ha ido mendigando a casa de los señores de La Piolaine, y que Maigrat, que se había negado a darles nada fiado, le ha dado pan y otra porción de cosas… Ya sabemos cómo se cobra Maigrat —añadió la otra.

—¡Oh! Lo que es con ella no. Se necesitaría mucho estómago… Habrá fiado sobre Catalina.

—¡Ah! ¿Querrás creer que ha tenido valor para decirme ahora mismo que ahogaría a Catalina si le sucediera lo que a otras?… ¡Como si no hiciese mucho tiempo que el buen mozo de Chaval se entiende con ella por esos trigos de Dios!

—¡Chist! Que viene gente.

La mujer de Levaque y la de Pierron se habían contentado hasta entonces con observar la salida de los forasteros de casa de Maheu, aparentando no tener curiosidad. Luego llamaron por señas a la mujer de Maheu, que continuaba con Estrella en brazos. Y las tres se quedaron inmóviles, contemplando las espaldas bien vestidas de la señora de Hennebeau y de sus convidados, que se alejaban lentamente. Cuando estos estuvieron a un centenar de pasos de distancia, empezaron de nuevo a chismorrear.

—¡Cuidado con el dinero que llevan encima! Vale más la ropa que ellos.

—¡Ah! ¡Ya lo creo!… No conozco a la otra; pero lo que es la que vive aquí, buena pájara está hecha. ¡Se cuenta cada cosa de ella!

—¿Cómo? ¿Qué?

—Parece que tiene queridos… Primero, el ingeniero…

—¡Ese chiquitillo!… ¡Se le perderá entre las sábanas!

—¿Qué importa eso, si le divierte?… Yo me escamo siempre que veo una señora que a todo hace ascos, y que parece no estar satisfecha en ninguna parte. Mira, mira cómo vuelve la espalda, como despreciándonos a todas. ¿Está eso bien?

La señora del director y sus amigos continuaban su paseo lentamente, charlando en voz alta, cuando un carruaje cerrado fue a pararse a la puerta de la iglesia. De él echó pie a tierra un caballero como de cuarenta y ocho años de edad, vestido con levita negra a la inglesa, guapo y moreno, con expresión severa de autoridad en el semblante.

—¡El marido! —murmuró la mujer de Levaque, bajando la voz, como si temiera que la oyese, poseída del miedo jerárquico que el director inspiraba a aquellos diez mil obreros—. La verdad es que tiene cara de cornudo.

Toda la gente del barrio estaba en la calle. La curiosidad de las mujeres iba en aumento; los grupos se acercaban unos a otros, convirtiéndose en compacta muchedumbre, mientras que multitud de chicuelos mocosos se revolcaban por las aceras con la boca abierta. Un momento se vio la calva del maestro de escuela, que, por no ser menos de los demás, se asomaba por encima de la tapia de su jardín. Y el murmullo de la chismografía iba aumentando poco a poco, semejante a las rachas de viento que silban a través de las ramas de los árboles.

La gente acudía sobre todo a la puerta de la casa de Levaque. Se habían acercado, primero dos mujeres, luego diez, después veinte. La mujer de Pierron tenía la prudencia de callar, porque había demasiados oídos que escuchasen ahora. La mujer de Maheu, que era también de las más razonables, se contentaba con mirar, y a fin de acallar a Estrella, que acababa de despertar sobresaltada, sacó a relucir su pecho de vaca de leche, que le colgaba como agrandado por el continuo mamar de su hija. Cuando el señor Hennebeau abrió la portezuela y ayudó a subir a las señoras al coche, que pronto se alejó rápidamente en dirección a Marchiennes, hubo una explosión de voces y de chismes; todas las mujeres gesticulaban hablando a la vez, en medio de un tumulto propio de un hormiguero en revolución.

Pero dieron las tres. Los mineros que trabajaban de noche, el abuelo Buenamuerte, Bouteloup y sus compañeros, se habían marchado; de pronto, por la esquina de la iglesia, aparecieron los primeros grupos de carboneros que volvían de la mina, con la cara negra, la ropa mojada, cruzando los brazos y encorvando las espaldas. Entonces las mujeres se fueron a la desbandada: todas corrían, todas entraban en sus habitaciones con la precipitación de amas de casa arrepentidos, a quienes un exceso de café, y otro de afición a murmurar, habían hecho faltar a sus deberes. Y pronto no se oyó más que el ruido de las disputas domésticas.

—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Y yo, que no tengo la comida hecha!

IV

Cuando Maheu volvió a su casa, después de haber dejado a Esteban en la de Rasseneur, encontró a Catalina, a Zacarías y a Juan, que estaban sentados a la mesa, acabando de comer. Al salir del trabajo, tenían tanta hambre, que comían sin quitarse la ropa mojada, y sin lavarse siquiera la cara; no se esperaban unos a otros; la mesa estaba puesta todo el día, desde por la mañana hasta por la noche, habiendo siempre alguno comiéndose su ración a la hora que se lo permitían las exigencias del trabajo.

Maheu vio las provisiones desde la puerta. Nada dijo, pero su semblante inquieto se serenó de pronto. Toda la mañana había estado pensando con desesperación que la casa estaba vacía, sin café y sin manteca siquiera. ¿Cómo se las arreglaría su mujer, mientras él luchaba heroicamente contra la hulla? ¿Qué iba a ser de la familia si había vuelto a casa con las manos vacías? Y se encontraba que tenía de todo. Más tarde le preguntaría cómo se había producido el milagro. Entre tanto, sonreía satisfecho.

Ya Catalina y Juan se habían levantado de la mesa, y estaban tomando el café de pie, mientras Zacarías, que no se daba por satisfecho con el cocido, se estaba comiendo un gran pedazo de pan muy untado de manteca. Había visto el pedazo de carne que Alicia estaba poniendo en un plato; pero no lo tocaba porque sabía que aquello era para su padre. Todos se echaron al coleto un buen trago de agua para ayudar a la digestión.

—No hay cerveza —dijo la mujer de Maheu, cuando su marido se hubo sentado a la mesa—. He querido guardar algún dinero… Pero si quieres, la niña puede ir por ella en un momento.

El marido la miraba asombrado. ¡También tenía dinero!

—No, no —dijo—. Ya he bebido un jarro en la taberna, y me sobra.

Maheu empezó a comer a cucharadas. Su mujer, sin dejar a Estrella de los brazos, ayudaba a Alicia, que servía a su padre, y le acercaba la manteca y la carne, y ponía el café a la lumbre, para que lo encontrase bien caliente.

Pero en un rincón había comenzado la operación de lavarse en un medio tonel transformado en cubeta de baño. Catalina, que se bañaba primero, acababa de llenarlo de agua tibia, y se desnudaba tranquilamente, quedándose como su madre la echó al mundo, porque tenía la costumbre de hacerlo así desde muy niña y no encontraba en ello mal alguno, a pesar de sus dieciocho años. No hizo más que volverse de cara a la pared, dando la espalda a la lumbre y empezó a frotarse vigorosamente con un estropajo y jabón negro. Nadie la miraba; ni siquiera Leonor y Enrique sentían curiosidad por saber cómo estaba formada.

Cuando se encontró bien limpia, subió desnuda la escalera, dejándose la camisa y la demás ropa mojada hechas un lío en el suelo. Pero entonces surgió una disputa entre los dos hermanos: Juan se había dado prisa a meterse antes en el barreño con el pretexto de que Zacarías no había concluido de comer; y éste lo empujaba, reclamando su turno, y diciendo que si tenía la amabilidad de permitir que Catalina se bañase antes, no quería ir después de su hermano, porque éste dejaba el agua como tinta y le daba asco. Acabaron por lavarse al mismo tiempo, vueltos de espaldas a la gente, y tan bien hicieron las paces, que uno a otro se ayudaron a restregarse las espaldas con el jabón. Luego, lo mismo que su hermana, desaparecieron desnudos por la escalera.

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