Egipto, siglo XIV a.C. Bajo el reinado de Nefertiti y su esposo Akenatón, Egipto vive uno de los momentos más prósperos de su historia. Pero Nefertiti ha desaparecido sin dejar rastro. Su esposo, desesperado, confía la secreta investigación a Rai Rahotep, un reputado detective de Tebas que ha resuelto complejos casos de homicidio. Rai deberá trabajar bajo una terrible condición: si en diez días no da con la reina, él y su familia morirán.
Rai comprueba que hay alguien que no quiere que siga adelante con la investigación y que, al igual que el rey, pone su vida en peligro. Poco tiempo después aparece en el desierto el cuerpo de una joven. Lleva un colgante que pertenecía a Nefertiti; su cara está completamente desfigurada y, como se comprobará más adelante, no es la esposa del faraón. Nefertiti fue una de las reinas más carismáticas y conocidas de la Antigüedad.
Este libro trata de su misteriosa desaparición, uno de los grandes enigmas que han pasado a la historia. El mundo antiguo está recreado con enorme vivacidad en esta novela llena de imágenes cinematográficas que muestran aquella corte refinada y poderosa donde la sagaz mirada de un gran detective nos acerca a aquel mundo en el que se imponía el culto al sol como única religión.
Nick Drake
El reino de las sombras
Rahotep - 01
ePUB v1.1
libra_86101020.09.12
Título original:
Nefertiti, The Book of the Dead
Nick Drake, 2006.
Traducción: Joan Trejo
Ilustraciones: Neil Gower
Editor original: libra_861010 (v1.1)
ePub base v2.0
A mi padre, Miles Drake
Hace tres mil quinientos años, Ajnatón heredó un imperio en la cúspide de su riqueza y poder internacional. Era aquel un tiempo de un asombroso refinamiento y belleza, pero también de vanidad y brutalidad. El imperio disponía de una fuerza policial —los medjay— y de un enorme archivo de papiros con los que mantener bajo control a sus ciudadanos. Los ricos, preocupados por envejecer, pasaban el tiempo cazando o dedicándose a asuntos sentimentales; también gastaban grandes cantidades de dinero construyéndose tumbas para afrontar la otra vida. Había burócratas de carrera y una ingente cantidad de mano de obra, tanto local como proveniente de la inmigración. Esa compleja estructura social dependía de las aguas del Nilo, que zigzagueaban como una gigantesca serpiente a través del desierto y dividían el mundo en las fértiles Tierras Negras y las baldías Tierras Rojas.
Ajnatón decidió hacer algo extraordinario con sus riquezas. Junto a su gran esposa real, Nefertiti —«la Perfecta»—, inició un período revolucionario tanto en materia religiosa como en política y en arte. Rechazó y abolió las instituciones y los dioses tradicionales de Egipto, desafiando al poderoso estamento sacerdotal, y construyó una nueva y extraordinaria ciudad, Ajtatón, que erigió como centro para la celebración del culto de su nueva fe. En el corazón de dicha ciudad se encontraba el templo de Atón, ahora el único dios, representado por el disco solar.
En la actualidad es muy poco lo que queda de aquella ciudad. En las afueras de la moderna Amarna puede trazarse el recorrido de la vía Real y los palacios y los templos de Atón. Pueden visitarse las tumbas de los grandes hombres que trabajaron para Ajnatón y Nefertiti: Mahu, el jefe de policía; Meryra, el sumo sacerdote; Parennefer, el arquitecto creador del estilo amarniense, y Ay, «Padre de Dios» e influyente consejero del rey. También pueden descenderse los muchos escalones que llevan a las vacías cámaras funerarias de Ajnatón.
Pero no se puede visitar la tumba de Nefertiti, porque ella, la mujer más poderosa y carismática del mundo antiguo, desapareció misteriosamente durante el duodécimo año del reinado de Ajnatón, que duró diecisiete. Por qué desapareció y qué le ocurrió son los misterios en los que esta historia se adentra.
1Oh corazón mío que tomé de mi madre, oh corazón mío que tomé de la tierra, no te rebeles contra mí como testigo ante la presencia del Señor de las Cosas.
Libro de los Muertos
Duodécimo año de reinado del rey Ajnatón, Gloria del Disco Solar. Tebas, Egipto
Soñé con nieve. Estaba perdido en un lugar oscuro, y la nieve caía lenta y silenciosamente; cada copo era un rompecabezas que no podría resolver antes de que desapareciera. Me desperté con una sensación de fugaz y críptica luminosidad ante mi rostro. Me sentía sorprendentemente triste, como si hubiese perdido algo, o a alguien, para siempre.
Me quedé tumbado un rato, escuchando la tranquila respiración de Tanefert, a mi lado, sintiendo la calidez que ya empezaba a despuntar. Nunca he visto nieve, por descontado, pero recuerdo haber leído algo sobre una caja con nieve traída desde el lejano norte, como si se tratase de un tesoro, envuelta en paja. Y he oído contar historias llegadas desde más allá del horizonte. Un mundo helado. Desiertos de nieve. Ríos de hielo. Blanco y ligero, tal vez podría mantenerse en la mano si uno fuese capaz de resistir el dolor de su fuego helado. Sin embargo, no es más que agua. Agua, algo imposible de retener en las manos. Pero su encarnación ha cambiado, y creo que cambia según el lugar en el que se encuentra. También he oído decir que, cuando finalmente la abrieron, la caja estaba vacía. La misteriosa nieve había desaparecido. Sin duda alguien murió debido a semejante desengaño. Era un tesoro.
Tal vez la muerte también sea así. Tal vez no sea lo que de ella dicen los sacerdotes. Todos conocemos la plegaria: «Cuando la tumba se abra, el cuerpo estará en perfecto estado para la perfecta vida después de la muerte». Pero ¿acaso no se han fijado que el calor del dios sol corroe y pudre la carne de los vivos, de los jóvenes y de los hermosos, con sus esperanzas sin sentido y sus ingenuos sueños, moldeándola de forma monstruosa y petrificando para siempre su agonía? ¿Han visto ellos bellos rostros cortados, músculos perforados y rasgados, cabezas machacadas hasta quedar convertidas en fragmentos de huesos, o el extraño modo en que se contrae la carne cuando arde la grasa? Lo dudo.
Esos pensamientos perturban mi trabajo. Yo, Rahotep, el más joven detective en jefe de la división de los medjay de Tebas, veo a mis hijas jugando o esforzándose por mantener la concentración en sus instrumentos musicales. Y sé que su piel, que yo acaricio y beso, que unto con aceite de almendras, que perfumo con persea y mirra, que visto con telas de lino y oro, es una simple bolsa que contiene órganos, huesos y sangre; las esperanzas relativas a la vida y al amor dependen de cuestiones propias de carniceros. No hablo con nadie de ello, ni siquiera cuando le hago el amor a mi esposa y, durante un instante, su elegante cuerpo parece transformarse, pasar de la perfección a la muerte, bajo la luz de la lámpara de aceite. Por lo visto, esa clase de pensamientos tienen muy buena reputación. Debería sentirme agradecido por pensar cosas así. Debería de ser más poético, más filosófico, aunque solo fuese para entretenerme durante mis horas de asueto. Aunque, en realidad, no dispongo de horas de asueto. Sin embargo, cuando estoy junto a otro cadáver, cuando veo que otra vida —una pequeña historia de amor y tiempo— ha acabado en un instante de histeria, odio, locura o pánico, siento que ese es el único momento en el que sé cuál es mi lugar en el mundo.
Por lo visto, tal como Tanefert me dice en cuanto tiene oportunidad —algo que en estos días ocurre a menudo—, es muy propio de mí plantear siempre la peor de la situaciones. Pero en estos imposibles tiempos del reinado de Ajnatón, los actos a los que tengo que hacer frente todos los días justifican esa actitud. Las cosas van a peor. Lo veo en mi trabajo; en las cada vez más numerosas mutilaciones y torturas sufridas por las víctimas de asesinato, en los hurtos y profanaciones de las tumbas de los ricos y poderosos, que dejan una sonrisa de oreja a oreja en los rostros de los guardias nubios degollados. Lo veo en la ostentación de los ricos y en la infinita miseria de los pobres. Lo veo en las clases altas, en las sorprendentes noticias sobre los Grandes Cambios: el rey, que niega sus derechos y sus antiguos lugares a los sacerdotes del templo de Karnak; el rechazo, a veces incluso la blasfemia, de Amón y todos los dioses menores, más antiguos y populares; la imposición de un nuevo y extraño dios que se supone que ahora tenemos que celebrar y adorar. Lo veo en la excéntrica concepción y la extravagante inversión dedicada a la misteriosa nueva ciudad santuario: Ajtatón, todavía en construcción en el desierto, a mitad de camino hacia Menfis y, por lo tanto, deliberadamente lejos de todas partes. Y veo cómo todo eso conlleva un desequilibrio económico en un momento turbulento e incierto en nuestro imperio. Por tanto, ¿por qué debería pensar de otro modo? Ella opina que no es normal, y tiene razón. Pero hace ya mucho tiempo que comprendí que las sombras y la oscuridad habitan en el interior de cada uno de nosotros, y que necesitan muy poco para filtrarse a través de nuestra alma y llegar hasta nuestra sonrisa. La muerte está en todas partes.
Así pues, cuando llegué a casa al mediodía dándole vueltas a la noticia de que me requerían con urgencia para investigar un gran misterio en el mismo corazón del régimen, Tanefert me miró intensamente y me dijo:
—¿Qué ha ocurrido? Cuéntame. —Se sentó en el banco del recibidor, un lugar en el que nunca nos sentamos. Alargué el brazo para tomarle la mano, pero ella ya sabía qué significaba eso—. No necesito que me tomes de la mano. Ya he pasado otras veces por esto.