Se lo conté. Le conté que Ahmose había ido a verme a mi oficina esa misma mañana. Estaba dando buena cuenta de un bollo, como siempre, sin prestar atención a las migas que caían sobre los amplios pliegues de su toga. Su abultado vientre le hace lento, y un detective tiene que ser fuerte pero también estar en forma (como creo que lo estoy yo gracias a mis ejercicios diarios). Con su rudeza habitual, aunque con algo más de agresividad y despecho, me comunicó una orden llegada del más alto nivel según la cual debía yo partir de inmediato y sin retraso alguno hacia Ajtatón para ayudar al tribunal de esa ciudad a descubrir un gran misterio.
Nos miramos a los ojos.
—¿Por qué semejante honor ha recaído en mi persona? —pregunté.
Ahmose se encogió de hombros y después sonrió como suelen hacer los gatos de la necrópolis.
—Tu trabajo consistirá en descubrirlo.
—¿Y en qué consiste el misterio?
—Te lo aclarará todo el nuevo jefe de los medjay de allí, Mahu. ¿Has oído hablar de él?
Asentí. Era conocido por su celosa aplicación de las leyes.
Ahmose tragó ruidosamente el último pedazo de bollo y se inclinó hacia mí.
—Pero yo dispongo de contactos en la nueva capital. Y por lo que he oído decir se trata de algo relacionado con una persona desaparecida. —Volvió a sonreír de forma siniestra.
Tanefert intentó parecer calmada, pero el miedo tensó su rostro. Ella sabía tan bien como yo que si no resolvía ese misterio, fuera cual fuese —y Ra sabe que un misterio en el que están implicados grandes poderes y grandes personajes no puede ser sino un gran misterio—, mi destino no entrañaría misterio alguno. Perdería mi posición, mis escasos honores, mis bienes, y finalmente me matarían. Sin embargo, yo no tenía miedo. Sentía algo que no habría podido reconocer en ese momento.
—Di algo. —La miré a los ojos.
—¿Qué quieres que diga? Nada podría hacer que te quedases con nosotras. Incluso pareces ansioso por marcharte.
Lo cual era cierto, aunque no tenía intención de admitirlo.
—Eso es porque no quiero que a las niñas les dé la impresión de que estoy preocupado.
No me creyó.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
No podía decírselo, entre otras cosas porque no tenía ni idea.
—Unos quince días. Tal vez menos, incluso. Depende de lo rápido que resuelva el misterio. Según las pruebas actuales, la existencia de pistas, las circunstancias…
Pero ella ya había vuelto la cabeza y miraba a través de la ventana. De repente, el modo en que la luz del sol de la tarde iluminó su cara hizo que notara un nudo en la garganta. No pude seguir hablando.
Permanecimos sentados durante un rato, sin decirnos nada.
Al cabo, ella dijo:
—No lo entiendo. Sin duda, el medjay de la ciudad estará investigando el misterio. Se trata de un asunto interno. ¿Para qué te necesitan a ti? Eres un forastero, no tienes contactos, no hay nadie en quien puedas confiar… Y si se supone que se trata de un secreto, ¿por qué encargan su resolución a un foráneo? La policía local sentirá resentimiento hacia ti por adentrarte en su territorio.
Todo lo que acababa de decir era acertado, como en ella era costumbre; tenía muy buen olfato, era inteligente y prácticamente infalible. Sonreí.
—No hay motivo alguno para sonreír —replicó.
—Te amo.
—No quiero que te vayas.
Sus palabras me conmovieron.
—Sabes que no tengo elección.
—Sí tienes elección. Siempre se tiene elección.
La abracé, sentí cómo temblaba e intenté calmarla. Poco a poco se tranquilizó y, con un gesto de cariño, me acarició la cara con las manos.
—Todas las mañanas tengo la misma sensación: nunca sé si va a ser la última vez que te vea. Por eso intento memorizar tus rasgos. Ahora los conozco tan bien que podría llevármelos conmigo a la tumba.
—No hablemos de tumbas. Hablemos de qué haremos con los regalos que recibiré cuando resuelva este misterio y me convierta en el detective más famoso de la ciudad.
Ella, finalmente, sonrió.
—Esos regalos serán muy bienvenidos. No te han pagado desde hace meses.
La economía era un desbarajuste, las cosechas eran escasas desde hacía varios años, se hablaba incluso de saqueos. Además, las oleadas de inmigrantes procedentes de las fronteras del norte y del sur, atraídos por la promesa que entrañaban las grandes nuevas construcciones, habían creado una masa de población desempleada, desplazada y sin esperanza que no tenía ya nada que perder. Se decía que el grano escaseaba incluso en los graneros reales. Nadie cobraba. Era el tema del que todos hablaban. La ansiedad aumentaba día tras día. Todo el mundo tenía varias bocas que alimentar. La gente temía la escasez. Se preguntaban cuándo se verían obligados a canjear sus caros muebles de ciudad en el mercado negro a cambio de un trozo de carne o una cesta de verduras llegada del campo.
—Sé cómo apañármelas. Y no dejaré de pensar ni un minuto en el momento de volver aquí, a tu lado. Te lo prometo.
Ella asintió y se enjugó las lágrimas con la manga.
—Tengo que despedirme de las niñas.
—¿Te vas ya?
—Debo hacerlo.
Ella se volvió y se apartó de mí.
En cuanto entré en su habitación, las niñas dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Sejmet levantó la vista del pergamino y me miró con sus ojos color topacio bajo sus negras cejas fruncidas. Le costó decidirse entre seguir leyendo la historia en la que estaba enfrascada o saludar como era debido. La coloqué sobre una silla y junté nuestras caras. Aspiré el familiar y dulzón aroma lechoso de su aliento. Me pasó sus ligeros brazos alrededor del cuello.
—Voy a estar fuera durante un tiempo. Cosas de trabajo. ¿Cuidarás de tu madre y de tus hermanas hasta que yo vuelva?
Asintió y me susurró muy seria al oído que lo haría, que me quería y que pensaría en mí todos los días.
—Escríbeme una carta —le pedí.
Ella volvió a asentir. Mi pequeña sabia. Ese año se había vuelto más tímida; su voz había adquirido un nuevo y medido refinamiento.
La siguiente fue Thuyu, que, con una amplia sonrisa, mostró todos los dientes con un gesto burlón. Quiso morderme la nariz y yo le permití que lo hiciese.
—¡Pásatelo bien! —espetó y saltó al suelo.
Nechmet, la niñita, «la más dulce» la llamábamos nosotros con cariño. Era una criatura decidida; su extrema determinación recordaba a la mía. Sus llantos nocturnos habían dado paso a una valoración sumamente seria del mundo que la rodeaba. Ya no podía engañarla por las mañanas, cuando intentaba convencerla de que un panecillo del día anterior era recién hecho.
Y por último, mi querida Tanefert, con tu cabello negro como una noche sin luna, tu recta nariz y tus ojos rasgados.
Perdóname por tener que dejarte. Tal vez no haya logrado nada más en mi vida, pero al menos creé esta familia. Mis maravillosas chicas. Tal vez pueda recuperarlas al finalizar esta historia. Dejaré una ofrenda en el altar de las libaciones por ello. Uno sabe qué es lo que ama cuando tiene que dejarlo atrás.
Como suele ser mi costumbre y mi método de trabajo, llevaré un diario a partir de ahora. Dejaré constancia cada día o cada noche de lo que sé a ciencia cierta, y también de lo que no he llegado a saber. Tomaré nota de las pistas, las preguntas, los acertijos y los enigmas. Escribiré sobre lo que me agrade y sobre lo que piense, no sobre lo que debería escribir. En caso de que algo me ocurriese, tal vez este diario podría convertirse en un testamento, y regresar a casa como un perro perdido. Así, quizá, el misterio vaya desvelándose a partir de los retazos y las partes, de los fragmentos y las aparentes irrelevancias, de los sueños, las casualidades y las imposibilidades que transforman las pruebas y la historia de un delito en una conclusión exitosa, ordenada y, por qué no, sensata, lógica y brillantemente deducida. Pero no será así. Según mi experiencia, las cosas no se solucionan de un modo tan sencillo. Las cosas, según mi experiencia, suelen ser un completo caos. Así pues, en este diario tomaré nota de las digresiones, los pensamientos que no encajen, lo que no tenga sentido y lo inescrutable. Y veré qué puede decirme todo ello. Quizá a partir de las pruebas dispersas, que suele ser el material con el que trabajo, emerja la verdad.
Entonces hice lo más duro que había tenido que hacer en mi vida. Me vestí con mis mejores prendas de lino, y con las autorizaciones para mi caso, hice unas breves libaciones al dios del hogar. Recé, con una sinceridad inusual (porque él sabe que no creo en él), para que me protegiese a mí y a mi familia. Después abracé a mis hijas, besé a Tanefert, que volvió a acariciarme la cara, me calcé mis viejas sandalias de cuero y, tras saludar con la mano, cerré la puerta de mi hogar y de mi vida.
Eché a andar hacia un futuro incierto, en el que todo eran riesgos. Me avergüenza reconocer que me sentí más vivo que nunca, a pesar de que me dolía el corazón como si fuese de cristal astillado.
Gran Tebas, tus luces y sombras, tus negocios corruptos y tus vacuas fiestas; tus tiendas y tus lujos; tus miserables y pútridos barrios y tus deslumbrantes y jóvenes bellezas; tus delitos, tus miserias y tus crímenes. Nunca he llegado a saber si te amo o te odio. Pero, como mínimo, te conozco. Sobre los bajos tejados de mi vecindario puedo ver los colores azules, dorados, rojos y verdes de la fachada del templo, su columnata y sus torres bajo la luz del sol. Los sicómoros sagrados que lo rodean como si fuesen oscuras velas verdes. Huertos y jardines ocultos. Y, junto a ellos, la basura acumulada entre las negras chozas, en los peligrosos callejones. Tras las costosas villas, los grandes palacios y los templos están las chabolas construidas con restos y sobras de los ricos; allí, las multitudes apenas tienen con qué vivir. Los nichos para cada uno de los dioses del hogar, con los platos que les ofrecen todos los días. Dicen que hay más dioses que mortales en esta ciudad, pero yo no he visto ninguno que no esté moldeado con los materiales propios de este mundo. No, no me llevo bien con los dioses. Son egoístas; se resguardan de todo en los templos y en los cielos. Tienen mucho de que responder; de nuestros sufrimientos y desventuras, de su desinterés respecto a lo que les pedimos de todo corazón. Pero estoy cometiendo sacrilegio, tengo que acallar mis pensamientos; aunque los transcribiré aquí, y quien lea esto tendrá que honrar mi estúpida confianza.
Recorrí las calles, bajo los polvorientos toldos blancos que protegen del sol de mediodía, en dirección a los muelles. Vi a niños correteando por los tejados, gritando al pasar entre las pilas de frutas y frutos secos, haciendo que se tambaleasen las jaulas de los pájaros, que piaban, saltando por encima de los que dormían la siesta y brincando para sortear las absurdas separaciones entre las casas. Dejé atrás los coloridos puestos de comida y atravesé el callejón de la Fruta y después los sombríos pasajes cubiertos por toldos con cenefas, allí donde las tiendas caras venden monos de singular inteligencia, pieles de jirafa, huevos de avestruz y colmillos en los que hay grabadas oraciones religiosas. El mundo entero nos ofrece sus maravillas y su tributo; podemos apreciar el destacable fruto de su incansable trabajo en la puerta de nuestras propias casas. O, al menos, en la puerta de aquellos que no tienen que esperar meses y meses para cobrar (nota para mí: volver a decirle al tesorero que me pague los salarios atrasados).
Prefiero el caos de las calles preñadas de vida que los susurros del ordenado templo, la corte o los santuarios dedicados a los dioses y a los más elevados sacerdotes. Prefiero el ruido, el desorden y la suciedad, incluso los suburbios obreros del este, y las apestosas pocilgas, y los perros atados en esas oscuras y miserables casuchas que esa gente denomina hogar. En esos lugares uno se adentra guiado por la cautela que otorga la experiencia, sabiendo que le odian y que está en peligro. La ley de los medjay, cuya autoridad mantiene el orden en todas las provincias de las Dos Tierras, no tiene poder alguno ahí, aunque somos pocos los que lo admitimos. Cuando aparecemos, alzan cometas pintadas con ojos de dioses iracundos, que revolotean por el cielo para advertir de nuestra presencia. Aunque creo que tampoco en los templos o los palacios tiene nuestra ley poder alguno. Ellos también disponen de sus poderes. No tengo ninguna duda de que me toparé con ellos en mi nuevo destino.
Llegué, finalmente, a los muelles, y entre los miles de barcos encontré el bote que tenía que llevarme hasta la primera parada de mi viaje. Fui el último en embarcar, y en cuanto estuve instalado los marineros soltaron amarras, hundieron los remos en el agua y empezamos a adentrarnos en la vida del Gran Río, que ahora se desplegaba a lo ancho con todo su tráfico de personas y mercancías, extendiéndose hasta el horizonte, allí donde la Tierra Negra y la Roja se encuentran y se esconden.
Tierra de luz, nuestro mundo de luz. El triunfo del tiempo. Incontables navíos con las velas hinchadas por el viento invisible: pescadores, cargueros con piedras y ganado, transbordadores que se desplazan de una orilla a otra, entre los templos del este y las tumbas del oeste, entre el costado por el que sale el sol y el costado por el que se oculta, transportando pasajeros mortales. Los pájaros nadan en las zonas poco profundas. Lotos votivos de color azul se balancean sobre el agua junto a los desperdicios de la vida cotidiana: restos de comida, ropa, porquería, peces y perros muertos y carpas y barbos. El eterno chirriar tranquilo de las sombras. Los incesantes regalos del Gran Río. Tebas sobrevive gracias a él. O mejor dicho, el río aporta a la ciudad el agua de la vida. ¿Dónde estaríamos sin agua? Solo tendríamos ese desierto que tanto teme al río.
Dicen que los dioses poseen el río, y que el río es un dios, pero yo creo que sus verdaderos dueños son los sacerdotes que dominan la ciudad, y también los ricos con sus villas y sus jardines, donde el agua refresca sus delicados y perezosos pies. Aquel que posee el agua, posee la ciudad; posee la vida en sí. Pero, en realidad, nadie posee el río. Es más grande, más duradero y poderoso que cualquiera de nosotros, casi tanto como un dios. Puede destrozarnos con su fuerza o matarnos de hambre retrasando las inundaciones anuales. Está marcado por la muerte. Arrastra los cadáveres de hombres, niños y bestias, por eso los sedimentos de sus profundidades le han dado un tono verdoso al agua. A veces creo sentir la presencia de esos espíritus inacabados y sin esperanza alguna cuando tocan la superficie, enviándonos esos silenciosos círculos concéntricos, como si pretendiesen decirnos que están ahí y que no han hallado descanso. Aun así, el río sustenta esa rica tierra negra nuestra ayudando a que crezcan las cosechas, la cebada y el trigo.