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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

Un vapor cargado de alimentos en conserva de toda especie ha zarpado ya para el Brasil y pienso hacer construir un establo capaz para un centenar de vacas. Podré resistir así, aun sin recibir nada de fuera, lo menos un año. Con las precauciones que he tomado no me espanta la soledad. Con los libros, la música y la astronomía, el tiempo pasa pronto.

Me extraña mucho que los grandes señores del mundo, que poseen tanto o más que yo, no piensen en habilitar refugios semejantes contra la mala fortuna y las convulsiones guerreras y revolucionarias. La ceguera de los hombres es inverosímil, espantosa. Nadie prevé y nadie se previene contra desastres que son, en la Humanidad alocada de nuestros días, no sólo probables, sino seguros y tal vez inminentes. El ejemplo de Rusia no ha abierto, sin embargo, los ojos a esos jefes de la plutocracia que se hallan más expuestos al peligro de ser fusilados y despojados. Yo soy tal vez el único en todo el mundo que haya pensado en prepararse un
buen retiro
[4]
para los días de tempestad: buen retiro que tiene algo de castillo feudal, de convento fortificado o de cueva de piratas, pero que es mucho más útil que esas suntuosas villas que los ricos poseen en el campo, al alcance de cualquier mano, como si quisiesen cultivar la envidia de los pobres y tentar falazmente ese instinto de saqueo que se halla en cada uno de nosotros.

Y además de eso, mi refugio peninsular me servirá también en tiempo de paz. De cuando en cuando, experimento un violento deseo de huir de la ciudad y hasta de los campos demasiado poblados. Haré de anacoreta solitario con todas las comodidades de la civilización. Y no hay mejor placer, en opinión mía, que sentirse en todo y por todo separado de la insoportable raza de los demasiado semejantes, en todo y por todo independiente de ellos y en un refugio bien protegido donde no puedan molestar ni ofender.

El seguro contra el miedo

New Parthenon, 8 agosto

M
e he caído de un árbol —donde estaba leyendo, montado sobre una rama, en estos días de calor— y me he roto una pierna. Apenas el cirujano ha terminado su trabajo y me he encontrado inmóvil y prisionero en la cama, he tomado mi acostumbrada precaución. He mandado buscar a toda prisa y con urgencia a dos cojos para que vengan a hacerme compañía. Los pago como son pagados los gobernadores del Estado, pero deben andar y también saltar delante de mí. Los dos derrengados me llegaron al día siguiente: al uno le faltan las dos piernas y camina con muletas; el otro tiene las dos, pero tan retorcidas y encogidas, que se mueve con trabajo y con movimientos grotescos.

Los dos infelices son, en estas jornadas de aburrimiento y de rabia, mi consuelo. El mutilado y el estropeado me hacen ver, con sus ridículos movimientos, aquello en que podría convertirme, y, por contraste, me alegran.

Es un método excelente. Lo descubrí hace años cuando me di cuenta de que era miope y sufrí durante algún tiempo el fastidioso fenómeno de las manchas volantes delante de los ojos. Me procuré inmediatamente algunos ciegos y, con el pretexto de hospedarlos, me distraía contemplando las pupilas muertas, las cuencas vacías, y su estupor silencioso un poco idiota y un poco extático. Tenerlos cerca, verlos, era para mí un inmenso consuelo: me hacían sentir la valía del poco de vista que aún poseía, me hacían disfrutar mejor de la luz del Sol, los colores de las cosas, las formas.

Muchos me preguntan por qué en un castillo del parque —aquel que he hecho traer, pedazo a pedazo, del Suffolk— tengo un museo de centenarios. La causa no es ciertamente la filantropía, sino la misma que me ha hecho llamar a los ciegos y a los cojos. Apenas comencé, después de los cuarenta años, a tener miedo de la vejez, me puse en busca de los hombres que desde hace más de un siglo desafían a la muerte. He reunido siete, hasta ahora; el más joven tiene ciento tres años, y el más viejo, ciento veintidós. No acepto más que centenarios auténticos, en buen estado, y únicamente varones.

De cuando en cuando, si me siento abatido y me invade la melancolía, voy a verlos y a estar un poco con ellos. Aquellas caras arrugadas, apergaminadas, atontadas, aquellos ojos gelatinosos y ausentes, aquellas bocas babeantes, aquellas manos frágiles y trémulas, producen en mí un curioso efecto, aplastante, pero de todos modos bastante consolador.

Algunas veces pienso: si éstos han conseguido vencer las asechanzas diarias de la muerte hasta esta edad, esto quiere decir que no es imposible, para el hombre, superar los límites usuales y que existe una probabilidad incluso para mí.

Pero en otros momentos, en los que domina la repugnancia de aquella decadencia lamentable, concluyo pensando: mejor que verse reducido a un estado semejante, entre lo grotesco y lo lamentable, esclavo de todos, sin otra alegría que paladear un poco de menestra, vale más morir pronto: en los setenta años fijados por Aristóteles, tal vez antes.

De todos modos, me son útiles y no me duele lo que me cuestan. Son, como los ciegos y los cojos, un seguro viviente y visible contra el miedo, y me parece que muchas formas de la beneficencia pública —hospitales, hospicios, asilos— no tienen, en el fondo, otro origen.

La reconstrucción de la Tierra

New Parthenon, 20 noviembre

C
uando oigo hablar del dominio del hombre sobre la Naturaleza, casi siento rabia. Imaginad un muchacho, abandonado en un parque, que después de tres o cuatro horas haya conseguido aprisionar algunas docenas de hormigas y de luciérnagas, trazar un nuevo sendero en la hierba, crear una cascada artificial en el arroyuelo y coger los frutos más maduros de los árboles: ésta es, aproximadamente, teniendo en cuenta las proporciones, nuestra potencia sobre la Tierra. Nos hallamos, según parece, al principio.

Hemos sabido utilizar el viento de la atmósfera y el agua de los ríos, pero no hemos conseguido adueñarnos de la fuerza de las mareas ni utilizar el fuego de los volcanes. Cuando lleguemos a transformar en energía motriz los terremotos, entonces, pero no antes, podremos comenzar a enorgullecernos.

Entre tanto, nuestra pasividad ante la Naturaleza es vergonzosa y ridícula. Esperamos casi siempre la voluntad del cielo y de la Tierra. Nuestra alabada ciencia y nuestra ensalzada técnica no han sabido todavía dominar las estaciones, cambiarlas según nuestra voluntad. No podemos atenuar el frío del invierno, reducir el calor del verano. Aceptarnos los temporales cuando vienen y no sabemos alejar la tempestad; soportamos pacientemente la nieve y somos impotentes contra la sequía.

¿Por qué, por ejemplo, no sabemos producir tempestades y ciclones artificiales, lluvias a voluntad, terremotos a capricho? ¿Cómo es que nunca somos capaces de crear, para los países brumosos, un gran sol artificial que ilumine y caliente toda una provincia? Me gustaría, si tuviese tiempo, crear en la Groenlandia un vasto jardín tropical donde creciesen en invernaderos caldeados por termosifones, las plantas del Ecuador. Desearía fabricarme, en pleno Sáhara, una
villa
con tres o cuatro frigoríficos, de manera que en todas las habitaciones hubiese la temperatura de la Laponia.

Huir de la monótona tiranía del día y de la noche, sería, me parece, facilísimo: bastarían enormes reflectores colocados sobre las montañas para iluminar toda la Tierra después del crepúsculo, y durante el día gigantescas emisiones de humo denso para impedir que la luz del Sol llegase hasta nosotros.

Pero lo peor es que nos adaptamos estúpidamente, como los campesinos de los tiempos antiguos, a la irritante lentitud de la Tierra. Hoy, en el triunfo de la velocidad, aun los más modernos
farmers
esperan meses y meses la germinación del trigo, del maíz, de los frutos, y no saben hacer nada ni nada intentan para abreviar la duración de la fabricación agrícola. ¡Es como si en la cuestión de los transportes se contentasen todavía con los pies! ¡Y se dice que somos los dueños de la Tierra! Dueños que deben esperar el beneplácito de su esclava para obtener de ella, y a su debido tiempo, un poco de comida.

Además, dominio implica posibilidad de modelar, de transformar, y poco más o menos hemos dejado la Tierra como la hemos encontrado, con todas sus irregularidades, sus asimetrías, sus obstáculos, sus defectos de construcción. Fuera de la despoblación de los bosques, del corte de un istmo y de los túneles para los ferrocarriles, hemos alterado muy poco la estructura del minúsculo planeta donde nos hallamos encerrados. La gloria y el distintivo del genio humano es el espíritu geométrico, pero no hemos siquiera empezado a reducir
more geometrico
la escandalosa veleidad de la Tierra. Si verdaderamente fuésemos esos déspotas de la Naturaleza que nos vanagloriamos de ser, a esta hora habríamos transformado los lagos en estanques cuadrados o en forma de cruz o estrella, los ríos en canales rectilíneos, y las montañas —escarnio y reto de nuestro poder— en cubos, pirámides, conos o paralelepípedos de contornos precisos. Ni siquiera hemos demolido valerosamente una gibosidad.

No hablo porque sí ni para ejercitar la fantasía. En el planeta hay demasiado mar: tres quintas partes de la superficie terrestre están ocupadas por las aguas. Y la población crece continuamente. Hay dos mil millones de hombres y cada uno tiene 4 metros de intestinos. Cada día es preciso llenar 8 millones de kilómetros de tripas. Y muchos países producen poco y las montañas son, por lo general, estériles. Sería necesario, pues —si el hombre es verdaderamente el potentísimo rey del mundo—, deshacer las montañas y servirse de los miles de toneladas de material así extraído para construir islas artificiales en los océanos. Se obtendrían de ese modo dos resultados excelentes para el aprovisionamiento de la Humanidad: todos los continentes serían transformados en cómodas y fructíferas llanuras y se extendería, con la creación de las nuevas islas, la superficie seca y cultivable.

Empresa, sin duda, gigantesca, pero que no debería parecer imposible a la ingeniería de nuestro tiempo, que se vanagloria cada día más de los progresos de la mecánica y se da importancia de poder rehacer el Universo con sus invencibles maquinarias. La tierra es, en cierto sentido, la posesión del género humano. ¿Y qué propietario de una posesión no se esfuerza en mejorarla y engrandecerla? O somos dominadores o no lo somos, y si verdaderamente queremos ser los autócratas de este grumo de fuego enfriado, ¿nos contentaremos con rascar la corteza y abrir aquí y allá algún agujero o algún surco?

Los estetas dirán que de este modo la Tierra se convertiría en algo espantosamente monótono. Pero con la estética no se multiplican los panes y cuando la tierra hospedará a cuatro o cinco mil millones de hombres, será necesario resignarse a hacer lo que yo propongo, a menos de volver a la antropofagia.

Además soportamos muchas otras monotonías. Aunque no fuese nada más que la pobreza de los colores humanos. Nuestra piel no tiene más que tres tintes: el blanco, el negro y el amarillo. Y ni siquiera son las coloraciones más bellas; recuerdan demasiado la cera, la oscuridad y la ictericia. Una vez, para salir de esta pobreza, hice teñir a uno de mis camareros de un bello color verde; otro de encarnado puro, y de cobalto a una muchacha del servicio. ¡Pero los visitantes me trataron de loco y los criados me amenazaron con marcharse!

Hace algún tiempo obtuve un riachuelo de leche que corría entre riberas negrísimas, esparciendo masas de cal en la fuente y polvo de carbón en las orillas, y todos se rieron de mí.

Otra vez, siempre para rebelarme contra la monotonía, hice tirar al río que atraviesa mi parque muchos quintales de cinabrio para ver, finalmente, el agua de un bello color rojo, y entonces también protestaron.

Los hombres, pues, soportan perfectísimamente la uniformidad y todavía no están cansados de ver de color verde todas las hojas y eternamente amarillo un pedazo de oro. Se resignarán, por necesidad también, a la desaparición de las montañas, que constituirá, entre otras cosas, la victoria visible de uno de los ideales más queridos de la modernidad: la universal nivelación.

El camino de los dioses

New Parthenon, 26 octubre

S
e puede negar la existencia de los dioses, pero no se puede negar la existencia de las religiones. Si son tantas y han conseguido sobrevivir durante tantos siglos, quiere decir que responden a una necesidad profunda del alma humana. Aun en los países más inteligentes y civiles, la mayor parte de la población pertenece a una Iglesia: es necesario, pues, que también yo elija una.

Pero la elección es terriblemente difícil. Yo vivo, de ordinario, en países cristianos y mi religión debería ser el Cristianismo. Pero confieso que el Cristianismo, por lo poco que conozco, me espanta. Estoy dispuesto a reconocer que es la más perfecta y la más sublime de las religiones, pero sin embargo, contradice y condena todos mis instintos más hondos Yo detesto a los hombres, y el Cristianismo me impone amarlos; soporto a duras penas a los amigos, y el Cristianismo me obliga a abrazar a los enemigos; soy uno de los hombres más ricos de la Tierra, y el Cristianismo enseña el desprecio y la renuncia a las riquezas; siento inclinación a gozar de la crueldad, y el Cristianismo me impone la dulzura y me invita a llorar el martirio de un Ajusticiado.

Debo, pues, con gran sentimiento, renunciar a hacerme cristiano. Sería, de lo contrario, un cristiano rebelde e hipócrita. El Cristianismo es demasiado alto para un ser de mi especie.

Por fortuna no faltan otras religiones que tal vez concuerden mejor con mi naturaleza. Pero no es fácil elegir una, antes de conocerla prácticamente. Y por esto decidí, hace tiempo, recurrir al método experimental.

En un claro apartado de mi inmenso parque he creado, para mi uso personal, una Avenida de los Dioses, esto es, dos filas de templos de las mayores religiones del mundo, atendidos por sacerdotes auténticos traídos del país de origen.

Hay en primer lugar un templo hindú, dividido en tres partes —atrio, santuario y celda— según las mejores reglas. La divinidad elegida por mí —la diosa Kali y Siva el destructor— es servida por un verdadero brahmán, asistido por un
purôhita
o capellán, y por un grupo de bailarinas sagradas (bayaderas). Allí se celebran los cinco sacrificios diarios (
sandhya
) y, de cuando en cuando, las fiestas de la diosa Kali, en honor de la cual es degollada una cabra.

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