»Literato por instinto y médico a la fuerza, concebí la idea de transformar una rama de la medicina —la psiquiatría— en literatura. Fui y soy poeta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El Psicoanálisis no es otra cosa que la transformación de una vocación literaria en términos de psicología y de patología.
»El primer impulso para el descubrimiento de mi método nace, como era natural, de mi amado Goethe. Usted sabe que escribió
Werther
para librarse del íncubo morboso de un dolor: la literatura era, para él,
catarsis
. ¿Y en qué consiste mi método para la curación del histerismo sino en hacérselo contar
todo
al paciente para librarle de la obsesión? No hice nada más que obligar a mis enfermos a proceder como Goethe. La confesión es liberación, esto es, curación. Lo sabían desde hace siglos los católicos, pero Víctor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote, y así sustituí osadamente al confesor. El primer paso estaba dado.
»Me di cuenta bien pronto de que las confesiones de mis enfermos constituían un precioso repertorio de
documentos humanos
. Yo hacía, por tanto, un trabajo idéntico al de Zola. Él sacaba, de aquellos documentos, novelas; yo me veía obligado a guardarlos para mí. La poesía decadente llamó entonces mi atención sobre la semejanza entre el sueño y la obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. El Psicoanálisis había nacido, no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los atisbos de Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las Escuelas literarias amadas por mí.
»Me explicaré más claramente. El Romanticismo, que, recogiendo las tradiciones de la poesía medieval, había proclamado la primacía de la pasión y reducido toda pasión al amor, me sugirió el concepto del sensualismo como centro de la vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, yo di del amor una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era aquél.
»El Naturalismo, y sobre todo Zola, me acostumbró a ver los lados más repugnantes, pero más comunes y generales, de la vida humana; la sensualidad y la avidez bajo la hipocresía de las bellas maneras: en suma, la bestia en el hombre. Y mis descubrimientos de los vergonzosos secretos que oculta el subconsciente no son más que una nueva prueba del despreocupado acto de acusación de Zola.
»El Simbolismo, finalmente, me enseñó dos cosas: el valor de los sueños, asimilados a la obra poética, y el lugar que ocupan el símbolo y la alusión en el arte, esto es, en el sueño manifestado. Entonces fue cuando emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los sueños como reveladores del subconsciente, de ese mismo subconsciente que es la fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas, que todo poeta debe crear su lenguaje, y yo he creado, de hecho, el vocabulario de los sueños, el idioma onírico.
»Para completar el cuadro de mis fuentes literarias, añadiré que los estudios clásicos —realizados por mí como el primero de la clase— me sugirieron los mitos de Edipo y de Narciso; me enseñaron, con Platón, que el estro, es decir, el surgir del inconsciente, es el fundamento de la vida espiritual, y finalmente, con Artemidoro, que toda fantasía nocturna tiene su recóndito significado.
»Que mi cultura es esencialmente literaria lo demuestran abundantemente mis continuas citas de Goethe, de Grillparzer, de Heine, y de otros poetas: la forma de mi espíritu se halla inclinada al ensayo, a la paradoja, al dramatismo, y no tiene nada de la rigidez pedante y técnica del verdadero hombre de ciencia. Hay una prueba irrefutable: en todos los países en donde ha penetrado el Psicoanálisis ha sido mejor entendido y aplicado por los escritores y por los artistas que por los médicos. Mis libros, por otra parte, se asemejan mucho más a las obras de imaginación que a los tratados de patología. Mis estudios sobre la vida cotidiana y sobre los movimientos del espíritu son verdadera y genuina literatura, y en
Totem y Tabú
me he ejercitado incluso en la novela histórica. Mi más antiguo y tenaz deseo sería escribir verdaderas novelas; poseo un tesoro de materiales de primera mano que harían la fortuna de cien novelistas. Pero temo que ahora sea demasiado tarde.
»De todos modos he sabido vencer. soslayadamente, mi destino, y he logrado mi sueño: continuar siendo un literato aun haciendo, en apariencia, de médico. En todos los grandes hombres de ciencia existe el soplo de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero ninguno se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspiraciones ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna En el Psicoanálisis se encuentran y se compendian, expresadas en la jerga científica, las tres mayores Escuelas literarias del siglo XIX: Heine, Zola y Mallarmé se unen en mí, bajo el patronato de mi viejo Goethe. Nadie se ha dado cuenta de este misterio que está a la vista y no lo hubiera revelado a nadie si usted no hubiese tenido la óptima idea de regalarme una estatua de Narciso.
Al llegar a este punto, la conversación se desvió; hablamos de América, de Keyserling y finalmente, de los vestidos de las vienesas. Pero lo único que vale la pena de ser consignado en el papel es lo que ya he escrito. En el momento de despedirme de Freud, éste me recomendó el silencio acerca de su confesión:
—Usted no es escritor ni periodista por fortuna, y estoy seguro de que no difundirá mi secreto.
Le tranquilicé, y con sinceridad: estos apuntes no están destinados a ser impresos.
Munich, 8 junio
N
o voy nunca a visitar estudios de artistas. Porque me aburro; porque no sé qué decir; porque se encuentran casi siempre las mismas cosas; porque todos ven en mí únicamente al que regala cheques, al mecenas incompetente y fácil de engañar.
Pero el otro día me dejé tentar por un escultor checoslovaco, jovencísimo, desconocido, albino, que se llama Matiegka.
—Venga —me dijo—. Verá lo que no podrá ver en ningún museo, en ninguna exposición del mundo. He creado, después de miles de años, una escultura nueva, no realizada jamás por nadie.
Cuando salió a abrirme me hizo pasar a una habitación más alta que larga —una especie de pozo con techo de cristal— y sin ventanas. Fuera de algunas sillas y una especie de trípode de hierro en el centro, la habitación estaba vacía; ni yesos, ni bocetos, ni mármoles, nada que revelase el estudio de un escultor.
—¿Trabaja usted aquí?
—Trabajo aquí —contestó Matiegka—. Siéntese y confiese su sorpresa. Ya le dije, sin embargo, que había aprendido a crear lo
nunca visto
. ¡Yo también soy escultor! Pero no al modo grosero de todos. La antigua escultura, maciza y pesada, herencia de los egipcios y de los asirios, ha perdido ya toda su actualidad. Correspondía a una civilización religiosa, monárquica, lenta, primitiva. Ahora somos ascetas, anárquicos, dinámicos, cinemáticos. La escultura debe cambiar también. Fabricar estatuas en mármol, en piedra, en bronce —aunque no sea más que en plata o en madera— sería, ahora, como viajar en los carros de los faraones o vestirse con la armadura de Bayardo. Es necesario, ante todo, cambiar la materia. Modelar estatuas de nieve, como hizo Miguel Ángel en el patio del Palacio de los Médicis, o de cera, como ha hecho Medardo Rosso, era ya un progreso, pero demasiado tímido. ¿No ha observado nunca a los niños, en las playas del mar, cuando construyen figuras de arena? ¿No se le ha ocurrido nunca observar a un artista vendedor de helados que esculpe en la crema y en el hielo? Éstos han sido mis maestros.
»La única solución plástica posible consiste en pasar de la inmovilidad a lo efímero. El arte más perfecto, la música, late, pasa y desaparece. El sonido es instantáneo, no perdura, y, sin embargo, es potentísimo. Si todas las artes aspiran a la música, incluso la escultura debe aproximarse a aquella divina cosa pasajera. Le daré ahora mismo el ejemplo.
Al decir esto, Matiegka, con sus manos delicadas, destapó el trípode que se hallaba en medio del estudio y colocó en él una pasta negruzca a la que prendió fuego. Una columna densa y espesa de humo se alzó, rectilínea, sobre el brasero. El fantástico escultor cogió una especie de larga paleta con la mano derecha, luego otra con la izquierda, y comenzó velozmente su trabajo, girando en torno al globo alargado de humo, ayudándose, además de los instrumentos, con los brazos y con el aliento. En menos de un minuto, la oscura columna había adquirido el aspecto de una figura humana, de un fantasma amarillo que a cada instante amenazaba con esfumarse. La masa se había redondeado en la cúspide hasta parecer una cabeza, y, con un poco de buena voluntad, se podían distinguir una veleidad de nariz y el conato de una barbilla. El humo, espeso y graso, como el que sale de las viejas locomotoras en reposo, se dejaba cortar por los mordiscos reiterados de las paletas. Matiegka, palidísimo, se movía como un condenado; arrojaba el humo que amenazaba confundir las dos piernas, soplaba ligeramente sobre los hombros de la aérea estatua para hacerlos más verosímiles, o alejaba el alón humeante que impedía definir las líneas de la obra. Finalmente se separó de su obra, se acercó a mí y gritó:
— ¡Mire! ¡De prisa! ¡Imprima la forma en su memoria! ¡Dentro de pocos segundos la estatua se desvanecerá como una melodía que acaba!
Y realmente, poco a poco, el humo, alargándose, la deformaba; el fantasma se deshizo, se disolvió en una niebla oscura que, lentamente, desaparecía por una abertura de la claraboya.
— ¡La obra maestra ha muerto como mueren todas las obras maestras! —exclamó Matiegka—. ¿Qué importa? Puedo volver a hacer cuantas quiera. Cada obra es única y debe bastar para la alegría de un momento único. Que una estatua dure diez siglos o diez segundos, ¿qué diferencia hay con relación a la eternidad, qué diferencia si tanto aquella de mármol como esta de humo, deben, al final, desaparecer?
Dejé a Matiegka entregado a su entusiasmo, después de haber alabado como mejor supe la innegable originalidad de su arte.
Cuando volvía al hotel pensaba para mí mismo que la nueva escultura tiene, para los mecenas económicos, un mérito enorme; no puede ser conservada ni transportada, y, por tanto, no puede ser tampoco comprada.
Saint-Moritz, 2 agosto
M
e aburre el cielo. Algunos momentos, incluso, me hace sufrir. Y entonces no puedo ni siquiera mirarlo, porque no sé cómo vengarme y herirlo. Me siento hermano de los escitas que disparaban sus flechas contra el Sol y las nubes. En suma, para ser franco, al menos conmigo mismo, odio al cielo Y con la peor especie de odio: con el odio impotente.
No es que ame demasiado la Tierra. La Tierra es reducida, sucia, monótona y poblada más de lo necesario por pedacitos de barro parlante que la desfiguran y la hacen todavía más repugnante.
Pero aquí nos sentimos en nuestra casa, dueños de hacer y deshacer, de movernos a nuestro gusto. Tal vez podemos hacernos obedecer de la Tierra. Se consigue reducirla, aquí y allí, como queremos, obtener grano donde había aguazales o guijarros;' crear ríos artificiales, abatir montañas, separar continentes.
Pero el cielo está distante, lejano, es inmodificable, hostil. No tenemos ningún poder sobre el cielo. Incluso los estratos más bajos de la atmósfera son independientes de nuestro dominio. Es preciso soportar el viento que sopla, esperar el beneplácito de la lluvia, sufrir semanas y meses de serenidad tórrida. No sabemos hacer nada contra la tempestad; todo lo más, conseguimos atraer, de cuando en cuando, algún rayo.
Ni el globo ni el aeroplano han disminuido nuestra impotencia contra el cielo inferior. Podemos correr en el aire, pero estamos de la misma manera a merced de los huracanes, de los tifones, de los tornados, de la niebla. Y apenas conseguimos elevarnos cinco o seis mil metros: siempre por debajo de las montañas más altas.
Pero lo que odio más ferozmente es el cielo superior, el firmamento. Tolero el Sol bestial, con su cara de fuego llena de lunares, a causa de su utilidad; ¡pero la noche, las estrellas! El infinito no me aterroriza; me disgusta y me ofende. Para sufrir la humillación de mi pequeñez bastaba la tierra. La provocación del cielo estrellado es desproporcionada, prepotente, vergonzosa. Aquellos millones de soles que aparecen a mis ojos como átomos desordenados de luz eléctrica, ¿qué tienen que ver conmigo? ¿Qué quieren? ¿Para qué me sirven? ¿Para qué vuelven todas las noches llamas milenarias, a insultar la brevedad de mis días en este ángulo vacío? El cielo es una injuria perpetua e insoportable. Las estrellas no me conocen y yo no podré nunca hacer nada de ellas ni contra ellas. Cuando he sabido a cuántos millares de años de luz distan de mí, y cuántos siglos emplea su claridad para llegar a la Tierra, no he hecho más que dar forma aritmética a mi rabia.
Yo siento el cielo como algo extraño, remoto, esto es, enemigo. Los cometas que, sin un objeto razonable, arrastran su cola por el infinito, no me dicen nada que me consuele. Las nebulosas, amontonamientos confusos de polvo cósmico, me exasperan como todas las cosas informes no terminadas. En lo que se refiere a los planetas y a los satélites, aduladores extintos que dan vueltas para obtener la limosna de un poco de luz, me causan repugnancia y despecho.
No comprendo a los astrónomos. ¿Cómo ninguno de ellos se vuelve loco o se suicida? Imagino que son hombres sin fantasías y sin dignidad, incapaces de sentir el insulto permanente de las constelaciones refugiadas en el fondo de los desiertos del espacio. Midiendo y calculando se ilusionan tal vez, pensando que dominan el cielo o al menos que son admitidos como huéspedes.
Pero el hombre verdadero no puede experimentar ante la vorágine esparcida de los fuegos viajeros, más que ira o terror.
El cielo tiene influencia sobre mí y yo no puedo tenerla nunca sobre él. Si le contemplo, me rebaja; si le ignoro, me castiga. Tiene una vida suya, misteriosa y solemne, que no consigo de ninguna manera turbar o mudar. Me inspira, contra mi voluntad, pensamientos mortificantes que me hacen daño, me deprimen y me quitan el valor de vivir.
Por eso prefiero no verlo. Me gustan las regiones y las estaciones donde el cielo está siempre cubierto, donde la noche es muda y total y te sientes bajo una colcha próxima de niebla familiar.
Envidio a los habitantes de Venus, porque, según se dice, su planeta está casi siempre envuelto por vapores. A ellos se les evita la vista del irritante chisporroteo de las inútiles constelaciones de aquella odiosa Vía Láctea que atraviesa el firmamento como una humareda de burla fosforescente.