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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

—Usted es americano —sentenció Ramón—, ¿y no se ha dado usted cuenta de que su continente está formado de dos triángulos de vértices opuestos? América es un doble símbolo masónico extendido entre el Atlántico y el Pacífico. Hasta hace pocos años los dos triángulos se comunicaban gracias a un cordón umbilical dividido en cuatro repúblicas; habéis cortado este cordón y ya empiezan a dejarse sentir las pavorosas consecuencias. Usted piensa, con su característica candidez, que los mares no tienen su personalidad. Cuando las aguas que bañan la China se encontraron con las que bañan Francia, ocurrió algo grave sobre la Tierra. El Canal de Panamá fue abierto en 1913, y en 1914 estalló la Guerra Mundial. Los Estados Unidos, los culpables de aquel tajo fatal, tuvieron que hacer lo que nunca habían hecho: enviar un ejército a Europa. Y ahora deben sufrir el castigo; se han enriquecido mucho, es decir. se han vuelto más esclavos y son más envidiados que antes. No se toque la materia, pues la materia se vengará.

»He profundizado en estos tiempos las obras de Jagadis Chandra Bose. Usted sabe seguramente quién es Bose: el más grande hombre de ciencia de la India y uno de los más grandes biólogos de nuestro tiempo. Ha realizado un descubrimiento inmenso: que incluso las plantas y los minerales tienen alma. En lo que se refiere a las plantas, había ya sospechas y la mitología conoce los árboles magos, los árboles asesinos, las flores enamoradas y las hojas parlantes. Pero en lo que se refiere a los minerales, nadie había supuesto que poseyeran una sensibilidad y una voluntad parecidas a las nuestras. Yo puedo, con mi modesta experiencia, confirmar el descubrimiento de Bose.

»No es de ahora que observo el alma de los objetos inanimados. Conozco desde hace años, pobres grifos de latón obligados al contacto perpetuo del agua, que tosen y gimen de un modo que mueve a piedad. He visto herraduras estremecerse al contacto de un ladrillo sucio, de un excremento repugnante. Entre mis amigos se cuentan algunas viejas llaves que han tomado una simpática confianza conmigo y se niegan a abrir cuando vuelvo a casa demasiado pronto, infiel a la religión de la noche. ¿No ha observado nunca la caja de su reloj? Sírvase de ella como espejo y verá. Algunos días le devolverá su imagen embellecida como la de un héroe; otras veces la deformará de un modo maligno, le hará desconocido, monstruoso.

»Nosotros nos servimos de los minerales con un egoísmo espantoso. No solamente los sacamos de la profundidad de la tierra, que es su habitación natural, sino que los tratamos con una crueldad que no puede imaginarse, repulsiva. ¿Cree tal vez que el hierro disfruta al ser obligado a ablandarse y a fundirse al fuego? ¿Cree que la piedra y el mármol, arrancados brutalmente de las montañas, están contentos de verse reducidos a pedazos estúpidamente geométricos y obligados a emigrar a las ciudades para ocultar nuestras vergüenzas domésticas a los ojos de los demás? El hierro de los rieles se ve oprimido excesivamente por el peso continuo de los trenes. Cuando se oxida, se dice que es debido a la acción del aire. Pero, ¿el orín no podría ser su rabia hecha visible? La plata, a fuerza de ser manejada por los hombres, ha adquirido la palidez opaca de los tísicos; y el oro, de tanto permanecer encarcelado en las criptas de los Bancos, da señales de locura. Y con razón, pues le hemos separado de su hermano celeste, el Sol.

»Podría citarle mil ejemplos del sufrimiento de los metales. Pero debo añadir que, algunas veces, manifestando un principio de voluntad consciente, intentan rebelarse. He conocido plumas de acero inglés que se han negado a escribir palabras contra la autoridad y la moral y, ayer mismo, el gatillo de mi revólver se obstinó en no moverse, tal vez porque se dio cuenta de que yo tenía la intención de matar a un bellísimo gato que turbaba con su atroz maullido mi trabajo. Aquí, en Pombo, ocurrió un caso singularísimo: un día vino a sentarse a este café un crítico enemigo de mis libros. Las cucharillas se le escurrían una después de otra de las manos y caían al suelo: habituadas a servir a personas inteligentes, se negaban a cumplir su oficio con un enemigo del espíritu.

Los siete jóvenes fumaban, sonreían, admiraban, se sentían felices.

—¿Y qué piensa usted hacer —le pregunté— si todo eso que usted dice es auténtico?

—Fundaré uno de estos días —contestó Ramón— la
Liga para los derechos de los minerales
. Así como hay sociedades para la protección de los animales, es justo que haya una para la protección de los minerales. Desde el momento en que estamos seguros de que éstos pueden sentir y sufrir como nosotros, es deber nuestro atenuar, por lo menos, las tremendas persecuciones de que son víctimas mudas y pacientes. Nuestro programa máximo será restituir los minerales a las minas, las piedras a la cantera, el oro a los ríos auríferos, los diamantes a los campos diamantíferos. Programa, lo reconozco, impopularísimo y de difícil realización. Pero al menos podremos fundar hospitales para los metales enfermos, para el oro rebajado a fuerza de ser acuñado, para el hierro inválido, para la plata tuberculosa, y tal vez asilos para el bronce prostituido en forma de monumento y el cobre contaminado en forma de moneda. ¿No podría dar algunos de sus dólares para esa obra de misericordia?

Los siete jóvenes volvieron sus catorce ojos hacia mí.

—Con mucho gusto —contesté—, pero mi fe en el alma de los minerales no es todavía lo bastante fuerte para hacer salir los dólares de mi bolsillo. Apenas haya estudiado los libros de Bose y quede convencido, les enviaré un cheque. Entretanto, le pido el favor de que piense en los derechos de nuestras gargantas sedientas. ¿Podría ofrecer cócteles a estos señores?

El ofrecimiento fue aceptado. Ramón continuó disertando humorísticamente hasta las tres de la mañana. Pero no consigo recordar las otras estupendas revelaciones que se complació en comunicarme.

El Duque Hermosilla de Salvatierra

Burgos, 13 abril.

H
e encontrado a un español bastante más original que Ramón. No ha escrito nada y nunca escribirá, pero no comprendo por qué nadie ha escrito sobre él.

Es el duque Almagro Hermosilla de Salvatierra, último descendiente de una de las más gloriosas familias de la vieja Castilla. Fui a Burgos para ver el sepulcro del Cid Campeador y debo a mi viejo guía el conocimiento del duque. Me hallaba en la iglesia de San Pedro de Cerdeña, ante el monumento que el general francés Thiebault hizo construir en 1808, para osario del gran enemigo de los moros, cuando vi arrodillado al pie de la tumba a un viejo vestido de negro que parecía rezar con la cabeza escondida entre las manos. Cuando se puso en pie vi su cara más blanca que las candelas que ardían en el altar. Era de baja estatura, pero de bellas proporciones y engrandecido por aquella dignidad natural que se encuentra únicamente aquí. Al verme en contemplación ante el sepulcro se paró a mirarme y finalmente se acercó.

—¿Conque usted también se mantiene fiel al culto de nuestro Ruy Díaz de Vivar?

Le expliqué que era extranjero y que había ido únicamente por consejo del guía.

Pareció desilusionado y un poco entristecido, pero pronto se serenó.

—Me he quedado solo —dijo— para recordar el día de su muerte. Todos los años vengo aquí para hacer mis devociones en memoria suya. Yo desciendo de uno de los compañeros de armas del Cid y creo que él fue digno de ser venerado. ¿Sabe usted que Felipe II, el más grande de los reyes, elevó una instancia a Roma para su beatificación?

Salimos juntos de la iglesia. El duque Hermosilla de Salvatierra conoce Burgos mejor que cualquier arqueólogo. Cada piedra es para él una criatura viviente, un capítulo de la historia.

—.No puede decir que ha visto Burgos —me dijo— si no visita mi palacio. No dejo entrar nunca a nadie, pero como le he visto ante el sepulcro del Cid el mismo día de su aniversario —que Dios le tenga en su gloria—, haré para usted una excepción. Le espero mañana, después de la siesta.

En mi hotel pregunté detalles sobre el duque. Se extrañaron mucho de que me hubiese hablado.

—No habla con nadie —me dijo el camarero—, y a Burgos viene raramente. Es riquísimo y posee palacios en casi todas las ciudades de España. Cada palacio tiene su color y su particularidad. En Ávila tiene el Palacio Negro, donde todos los muebles y las tapicerías son de luto y donde pasa, habitualmente, la Cuaresma. En Toledo, tiene el Palacio Rojo, donde cada sala aparece pintada con frescos que representan los diversos antros del Infierno. Allí habitaba cuando era joven, con cuatro o cinco famosos
toreros
[21]
. En Madrid todos conocen su célebre Palacio de Oro, que a uno de sus antepasados costó veinte millones de
reales
[22]
. No lo abren más que para recibir al rey. Aquí en Burgos verá el Palacio Desnudo, el más antiguo de la familia. Lo más extraño es que en cada uno de estos palacios viven siempre servidores numerosos, desde el portero al cocinero, como si su dueño residiese en ellos siempre. Cada mayordomo tiene la orden de hacer preparar cada día la comida y la cena como si el duque estuviese presente. En Ávila, en Toledo, en Madrid, en Sevilla, en Burgos, dos veces al día se pone la mesa con toda su riqueza y los criados llevan los platos humeantes ante el sillón ducal, donde no está sentado nadie. Por la noche, se encienden los candelabros y los camareros esperan en silencio a su señor invisible. El duque está algunas veces fuera de España años enteros y en algunos palacios no le han visto más que dos o tres veces desde que es jefe de la familia. Pero la orden es obedecida en todas partes: cada día sus cocineros preparan en las diversas ciudades las cinco comidas y las cinco cenas. Si el duque no llega —y no llega casi nunca—, los servidores esperan una hora y luego se comen juntos lo que estaba destinado a su señor. Una fantasía de lunáticos sin hijos, que no sabe cómo gastar sus millones. Por otra parte, no ha querido en torno suyo ningún invento moderno. En sus palacios no hay luz eléctrica ni teléfono; para viajar no usa ni trenes ni automóviles, sino carrozas monumentales tiradas por cuatro mulas y seguido de postillones a caballo. Nadie se extraña: toda España sabe que es un loco.

La charla de José aumentó mi curiosidad por entrar en la cueva del viejo maniático. Al día siguiente, a las tres, alzaba la maciza anilla de hierro que colgaba en medio del portalón del Palacio Desnude. Un hombre vestido a la antigua, con un traje que me recordó el de los retratos del Tiziano, vino a abrirme y me condujo por una escalera que rodeaba un vasto
patio
[23]
.

Entré en una sala larguísima, apenas iluminada por tres ventanas, donde no se veía ningún mueble ni siquiera una silla. A ambos lados de una puerta, dos armaduras medievales, completas, con sus viseras bajas. El hombre me dijo que esperase y desapareció. Poco después vi, al lado mío, sin que me .subiese dado cuenta de por dónde había salido, al pálido duque.

—Siento —me dijo— no poderle hacer sentar, pero ésta no es mi casa, es el albergue de mis antepasados. Venga.

Me hizo pasar a otra estancia casi oscura que me pareció a primera vista llena de gente.

—No se asuste —murmuró el duque—, no hay nadie.

Y se santiguó.

Miré en torno. Allí había unas diez figuras, hombres y mujeres, vestidos de aquella extraña manera que se ve únicamente en las óperas de Verdi y de Meyerbeer. Los hombres iban cubiertos de corazas y esquinelas y se mantenían fieramente en pie; las mujeres, medio ahogadas en sus velos y en sus sayas de brocado, se hallaban sentadas en cátedras de madera. Los rostros estaban descubiertos y tenían la inmovilidad de las figuras de cera.

—Uno de mis antepasados del siglo XV —dijo el duque— tuvo esta idea. La familia no debe olvidar a ninguno de los suyos. Los sepulcros, esparcidos en las iglesias, ocultan el aspecto de nuestros muertos, y los retratos, tal como se estilan, no dan la impresión de la realidad. Desde el tiempo de Gómez IV, en 1432, de cada difunto se sacó la mascarilla en cera para conservar a través de los siglos su verdadera fisonomía, y un maniquí de las mismas proporciones fue vestido con los mismos trajes que había llevado en sus últimos tiempos su modelo. De cada antecesor mío, en suma, se ha hecho un
doble
, lo más semejante posible al aspecto que tenía en vida. Nuestra familia, a través de cinco siglos, se halla siempre reunida, al menos en el espacio, aunque separada por el tiempo. Uno solo falta: el duque Sánchez VIII, que en el Setecientos vivió casi siempre en París y quiso sustraerse, como
afrancesado
[24]
que era, al mandato de los abuelos.

Pasamos a otra sala y luego a otra. Los vestidos cambiaban, pero en los rostros inmóviles se encontraban siempre los trazos de la primera fisonomía. Eran Grandes de España, vestidos severamente de negro, con collares de oro sobre el pecho; abadesas carmelitas, que estrujaban entre sus manos enguantadas grandes rosarios de piedras preciosas; muchachos enflaquecidos que mostraban el rostro de cera sobre gorgueras; generales con jubones constelados de plata, que se apoyaban sobre la cazoleta cincelada de un espadón de gala, jovencitas un poco gordas cuyo busto emergía entre enormes faldas de seda recamada de perlas; viejos encorvados y encogidos en pesadas zamarras de piel. En la última sala aparecían los primeros sombreros de copa, los paletós románticos, los pantalones de trabilla, y las señoras se hallaban sentadas sobre gigantescas campanas de crinolina.

—Ninguna otra familia en el mundo —decía el duque— ha tenido este pensamiento. Los Salvatierra son los primeros, no sólo en la guerra, sino en el culto a los muertos. Yo no estoy nunca solo. Me basta con venir a estas salas y me encuentro en medio de los míos, incluso de aquellos que no conocí. Las otras familias se contentan con miniaturas que se pierden, con pinturas que se agrietan y ennegrecen; aquí encuentra usted la copia fiel de la vida. Dentro de estas paredes aparecen cinco siglos de vida conservada, como observa, de un modo visible.

En verdad, muchas de aquellas lívidas máscaras se habían deformado por efecto del calor y del tiempo y se habían vuelto todavía más espantosas. Algunas bocas contraídas parecía que hiciesen burla tras las espaldas del duque. Los ojos de cristal, entre los mechones de las pelucas desteñidas, se habían hecho estrábicos a fuerza de contemplar, durante siglos, la nada. Alguna nariz había desaparecido, alguna oreja se había agrietado o había caído. Los vestidos, casi todos bellísimos, se hallaban cubiertos de polvo y mordidos por la polilla. El duque parecía no darse cuenta de nada. De cuando en cuando se paraba ante uno de aquellos lúgubres fantoches.

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