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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

Una vez le pregunté qué sensaciones experimentaba, en sus buenos tiempos, durante una ejecución y si no había sentido nunca repugnancia o remordimientos por el horrible oficio a que se dedicaba. Me miró sonriendo.

—¿Remordimientos? ¿Repugnancia? ¿Por qué? Ante el condenado no sentía la impresión de tener delante a un vivo, sino a un muerto. Desde el momento en que la sentencia había sido pronunciada, aquél se hallaba vivo sólo por tolerancia y por razones burocráticas. Había sido ya borrado legalmente del mundo de los vivientes y yo podía proceder a mi obra con la misma frialdad que tienen los médicos cuando descuartizan y despellejan un cadáver. El verdadero autor de la muerte, para mí, es el juez; yo no era más que un instrumento, como el cuchillo o la cuerda. ¿Por qué tenía que tener remordimientos? Si hubiese dependido únicamente de mí, no hubiera matado ni siquiera a una araña. Era el Estado quien me entregaba un cadáver viviente y me ordenaba que desembarazase a la Tierra de su presencia. Y luego la mayor parte de los ajusticiados eran asesinos y yo no les hacía nada más que lo que habían hecho a otros, que eran inocentes.

—Confiese, sin embargo, que el oficio le gustaba y que satisfacía su afición natural a la sangre.

—¿No es esto un mérito? —replicó Tiapa—. Nadie puede ejercer honrada y valientemente un arte si no lo ama. Y en lo que se refiere al amor a la sangre, ¿qué mal hay en ello? Si nació conmigo, yo no soy responsable. Todos siguen sus propias inclinaciones. Los pintores pintan porque les gustan los colores y las formas, el astrónomo estudia porque prefiere los números y las estrellas. ¿Por qué ha de parecer extraño que un verdugo mate porque le gusta la sangre? No comprendo el prejuicio de los hombres contra el verdugo. Si no queréis verdugos suprimid la pena capital; los jueces no la aplican seguramente para dar gusto a los ejecutores. Y si no queréis suprimirla, dad gracias a Dios de que nazcan hombres dispuestos a dedicarse a esta profesión y honradlos como conviene.

—Pero esta nostalgia que usted sufre ahora, ¿no le parece algo sucio, feo?

—Pruebe —contestó triunfalmente Tiapa— de hacer cuarenta años de verdugo y luego hablaremos. Las cabezas me faltan como al escultor paralítico el barro y los palillos; sufro como sufriría un violinista al que hubiesen cortado las manos. Mi malestar es una prueba del amor inextinguible que he sentido siempre hacia el arte. Pero los puros artistas fueron siempre mal comprendidos y calumniados.

Y una lágrima, una verdadera lágrima, descendió del ojo derecho del viejo Tiapa.

Subasta de países

Nueva York, 1° enero

A
yer por la tarde bebí demasiado y esta noche he tenido un sueño extrañísimo.

Me parecía que me hallaba bajo una cúpula inmensa construida de hierro y cristal, colocada sobre la Tierra sin columnas ni pilastras, como una esfera gigantesca cortada por el ecuador.

El pavimento no era de madera ni de cemento, sino de barro apisonado y a trozos húmedo. En medio se levantaba una especie de palco cubierto de manifiestos con letra dorada. Un hombre bajo, casi enano, vestido con un redingote rojo, iba de un lado a otro del palco, con un martillo en una mano y una campana en la otra. En torno al palco, algunas docenas de personas, casi todas mujeres, y estas mujeres, casi todas viejas, encorvadas y vestidas de luto.

Por las conversaciones de mis vecinos —aunque hablasen en voz baja— pude comprender que se trataba de una subasta. El hombre escarlata vociferaba, tocaba la campana y agitaba el martillo, pero sus palabras se confundían con los ecos de la enorme bóveda de cristal.

Al cabo de un rato se hizo el silencio —o me habitué mejor al ruido— y pude comprender el discurso del enano.

—Lote 32. Se vende al mejor postor el reino de Persia. Superficie, dos millones de kilómetros cuadrados; diez millones de habitantes. Excelentes ciudades de arte y de comercio; puertos en el océano Índico y en el mar Caspio. El país produce petróleo, fruta, tapices, opio, poetas y bailarinas. Quinientos setenta kilómetros de ferrocarriles. Precio inicial de subasta: cuarenta y siete mil millones.

Nadie levantó la mano, nadie hizo oferta. El subastador esperó un poco, con el martillo levantado, luego tocó la campana y dijo con voz cansada:

—Lote número 33. Se vende al mejor postor la República de Liberia. Casi cien mil kilómetros cuadrados de superficie; dos millones de habitantes. País exportador de productos tropicales y susceptible de desarrollo. Abundancia de café, de goma, de marfil, de nueces y de aceite de palma. Precio inicial de subasta: cuatro mil seiscientos millones.

Dos viejas se consultaron en voz baja, pero luego encogieron la cabeza y bajaron los ojos. Nadie dio señales de querer adjudicarse la República de Liberia. El subastador, con el mismo rito, gritó:

—Lote número 34. ¡Atención! ¡Importante! Se vende al mejor postor la Unión de Repúblicas Soviéticas con todos sus territorios y dependencias en Europa y en Asia. País vastísimo, recursos inagotables. Más de veinte millones de kilómetros cuadrados poblados por ciento cuarenta millones de habitantes. Ocasión magnífica, gran perspectiva para todos los capitalistas de todos los países. Tierra fértil, subsuelo riquísimo. Grano y legumbres a bajo precio: petróleo, antracita, hierro, cobre, platino, piedras preciosas a voluntad Ocasión única para empresarios y especuladores. Posibilidad de pagos a plazos. Precio base: novecientos setenta y tres mil millones.

Nadie, como de costumbre, se movió. El enano vestido de encarnado parecía muy agitado.

— ¡Novecientos setenta y tres mil millones! —continuaba aullando—. Es regallado. Negocio seguro. Las estadísticas oficiales a disposición de los compradores. Facilidades de pago. ¡Novecientos mil millones únicamente! Todo comprendido; suelo y subsuelo, ciudades y ferrocarriles, puertos y minas, bosques y lagos, hombres y mujeres. Únicamente con el petróleo se rescatará en diez años el capital invertido. ¡Ocasión maravillosa, que no se presentará más! Valor, señores: ¡únicamente novecientos mil millones! Único y definitivo: ¡ochocientos cincuenta!

Un joven gordo que se hallaba cerca de mí se sentía visiblemente tentado. Le vi avanzar hacia el palco y hablar al oído del subastador. Pero se separó casi en seguida.

—Demasiado obstinado —dijo—. Por seiscientos cincuenta y hasta por setecientos yo hubiera hecho el negocio.

Et subastador agitaba la campana y anunciaba un nuevo lote:

—Lote número 35. República de Nicaragua. Ciento cincuenta y seis mil kilómetros; seiscientos cincuenta mil habitantes. País pequeño, pero de gran porvenir. Produce y exporta grandes cantidades de azúcar, café, madera, nueces de coco, pieles y oro. Precio de subasta: setenta mil doscientos millones.

No conseguía moverme de allí, aunque yo hacía como los demás, es decir, no compraba nunca nada. Me parecía que la subasta continuaba sin descanso durante horas y horas. Las viejas vestidas de negro iban por parejas en torno del palco, escuchaban atentamente las cifras anunciadas por el subastador y las comentaban sonriendo. Los hombres estaban menos tranquilos, pero nadie se atrevía a alzar la mano. Uno solamente, que parecía un tratante de bueyes, se decidió al final a comprar la República de Andorra por cuatro millones y medio.

—Me servirá para la caza —dijo a la vieja que tenía al lado, como para excusarse.

El subastador había dejado el martillo y se enjugaba la frente con un pañuelo rojo grande como una toalla. Parecía extenuado, pero dispuesto a continuar hasta que el atlante de la Tierra se hallase en la última página. Sonó la campana más fuerte, para un nuevo lote, pero por fortuna me desperté de aquel sueño monótono y absurdo.

Visita a G. B. Shaw

Londres, 15 octubre

E
l viejo G. B. Shaw me ha recibido pésimamente.

—Usted me cree un payaso, como todos los imbéciles —me dijo—, y espera, probablemente, vencer su aburrimiento con mis bromas.

»Quiero desilusionarle. Los ingleses, y en general los ociosos que leen y van al teatro, me toman por un bufón. Soy, sin embargo, por nacimiento y por vocación, el hombre más serio del Reino Unido. Comencé, como sabe, por ser fabiano e ibseniano. Estas dos simpatías son la prueba de un espíritu por excelencia anticómico. Ni en el fabianismo ni en el ibsenismo hay el más pequeño rastro de
humour
. El primero se propone transformar los obreros, en dos o tres siglos, en pequeños burgueses; el segundo tiende a hacer reinar la sinceridad en las relaciones humanas, es decir, hacerlas imposibles. El fabianismo es un socialismo de homeópatas; el ibsenismo, una moral de anarquistas. Ni el uno ni el otro son nada alegres: son dos bestialidades de buena fe, por lo tanto desagradables.

»Usted puede ver, con esto, que mi fama de bufón es tan falsa como la de Byron como poeta y la de Shakespeare como dramaturgo. El primero era un polemista
dilettante
y el otro un lírico tilosofante. No digo eso para compararme a esos dos; admitirá que soy demasiado superior a uno y a otro para que sea posible un paralelo razonable. Compadezco a los hombres, porque ninguno de ellos tiene la fortuna de ser un Bernard Shaw.

—Pues, ¿cómo ha nacido entonces su fama de… humorista?

—Se lo explicaré en seguida. Yo soy irlandés. Ahora bien, para la hez de Londres, es decir, para aquellos que compran libros y periódicos, un irlandés debe ser a la fuerza un hambriento o un payaso. Como no deseaba morirme de hambre, elegí el papel de payaso. Usted sabe que Irlanda es el país que proporciona a Inglaterra todas sus celebridades: Escoto Erigena, Goldsmith, Sheridan, Burke, Sterne, Berkeley, Swift, Wellington, Thomas Moore, Yeats, Oscar Wilde y Joyce son irlandeses. Sin los irlandeses, Inglaterra no hubiera sabido lo que es Liliput y no habría vencido a Napoleón. Un conde báltico, Keyserling, ha dicho que los ingleses se parecen a los animales. Yo soy, para servirle, el espantajo de estos animales. Estos mudos no tienen valor de hablar, y yo digo la verdad por ellos. Estos melancólicos no saben reír, y yo debo por lo menos llegar a hacerlos reír. Estos masoquistas no saben disfrutar, yo estoy condenado a fustigarlos para darles una pequeña sensación de placer. Sobre estas peculiaridades de los ingleses se funda mi inmerecida fortuna.

»Si Inglaterra fuese un país avanzado en estas materias como en la industria, yo no sería más que un pequeño periodista oscuro y mal pagado. En Francia hay al menos cien Shaws que pasan inadvertidos. Y precisamente por esta razón soy una de las víctimas de la guerra. Después de 1918, la Inglaterra victoriana se ha acabado de morir; los ingleses se han vuelto despreocupados, un poco bolcheviques, y ya no hacen caso del escándalo bien presentado. Mi popularidad, va, por consiguiente, disminuyendo a ojos vistas. Cuando me hallaba solo para hacer enrojecer a John Bull, los asuntos iban muy bien; pero los toros británicos, desde que se han habituado a todos los tonos del rojo, ya no me tienen miedo, es decir, no se divierten. Dentro de poco, si no se produce una reacción puritana, seré incluido en las antologías al lado de Oliver Goldsmith y Macaulay. Sería mi ruina. Si los ingleses se ponen a imitarme, no me quedará más remedio que hacerme pastor metodista al servicio de Mrs. Grundy. Pero soy demasiado viejo para recomenzar el aprendizaje de la mentira.

—¿Viejo? No lo parece. Su espíritu no tiene todavía veinte años.

—Para un principiante no está mal. Su ironía envuelta en un cumplido es ingeniosa. Usted me dice amablemente que pienso todavía como un muchacho. No me ofendo. Pero tengo setenta razones para no estar contento de mi edad. El único fastidio de la vida es la muerte. Lo menos que se necesita para la educación de un hombre es un siglo, y sería preciso al menos concederle otros dos siglos para que pudiese dar fruto. Pero nos hemos de reducir a Voronoff, que contribuye más a la castidad de los monos que a la inmortalidad de los hombres. Todos los cacareos sobre el progreso científico son una desvergonzada charlatanería: hasta que la ciencia no haya suprimido la muerte no habrá hecho nada. ¿Qué importa volar en media hora de Londres a Nueva York si después, un día, debo ser arrojado bajo un pedrusco para pudrirme?

La cara de G. B. Shaw se hizo en este instante fosca y agriada. Permaneció un momento pensativo. Luego, volviéndose hacia mí, exclamó con voz rabiosa:

—¿Posee usted algún secreto para no morir? ¿No? ¡Entonces márchese! No sé qué hacer con un condenado a muerte más. Yo no soy un payaso, soy el más serio de los hombres: ¡soy el único que no quiere saber nada de esa farsa grotesca de un funeral!

Y diciendo esto me volvió la espalda y corrió a esconderse en su
cottage
.

La cirugía moral

Londres, 18 julio

E
l doctor Anosh-Uthra ha venido al
Claridge
a preponerme su cura que comienza, según dice, a ser bien acogida en Inglaterra. Un subsecretario del
Colonial Office
, que la experimentó, me ha hablado con entusiasmo, y he mandado a buscar al médico, o, mejor dicho, al cirujano, para que me visite en el hotel.

Anosh-Uthra, que se vanagloria de un origen persa y casi regio, es un hombre todavía joven, pero de una seriedad concentrada como no había visto nunca hasta ahora. La cara color de plomo con vagos reflejos de oro, se halla dominada por una barba lujuriante y hosca, que le desciende hasta el estómago y le asemeja a los reyes de Asiria que se ven en el
British Museum
. No se le descubren los ojos, escondidos detrás de unas antiparras ahumadas Hablando con él se tiene la impresión de hablar por teléfono con un ausente enmascarado.

—No sé —ha dicho— si nuestro común amigo le ha dado una idea de mi nueva terapéutica. El origen es sencillísimo. Durante mis estudios me sentí impresionado por dos hechos: que nadie es capaz, ni el demasiado alabado Freud, de curar los disturbios mentales y, por otra parte, que la medicina general es bastante menos eficaz, como cura resolutiva, que la cirugía. Mi descubrimiento consiste en haber introducido la cirugía en el tratamiento de las enfermedades del espíritu. Yo soy, si quiere una definición, el primer cirujano del alma.

»No ignoro que algunos cirujanos han intentado intervenir en la cura de enfermedades propiamente nerviosas y que se ha tratado de curar la epilepsia interviniendo en el riñón, y la demencia precoz, con los injertos endocrinos. Pero nos hallamos ante operaciones puramente físicas contra males psíquicos. Yo, en cambio, opero directamente sobre el espíritu con operaciones similares. Son partes de nuestra alma que se pudren, que se gangrenan, que crecen demasiado en perjuicio de otras. Hay cánceres morales, tumores intelectuales, apendicitis del vicio y del pecado. Yo puedo, a voluntad, obtener la amputación radical del órgano o zona del alma que perjudica. Yo he extirpado, a algunos de mis clientes, a éste la holgazanería, a aquél la sensualidad, a otro el espíritu matemático, la avaricia, la infidelidad. Si el terror de la muerte le turba, si le oprime la indigestión de la excesiva cultura ingerida, si la ambición política o deportiva no le deja en paz, diríjase a mí. Mis operaciones son rápidas y sin dolor. No le obligo a hacer confesiones como hace el mago de Viena, no recurro al hipnotismo como en Nancy, no le hago contar sus sueños como en Zurich. Ni muchísimo menos corto y abro también su carne.

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