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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

»La Ftiriología se puede dividir en cuatro partes principales: 1ª. El Piojo como familia zoológica. 2ª. El Piojo en la historia política. 3ª. El Piojo en la historia religiosa. 4ª. El Piojo en la literatura y en el arte.

»Omito la primera parte, que no presenta muchas novedades, y paso a las demás. No desconocerá usted que una especie particular de Piojos produce una enfermedad de la piel llamada ftiriasis, que es mortal. De esta horrible enfermedad han muerto muchos personajes célebres de la antigüedad y de los tiempos modernos. Acasto, el intrigante de Peleo; Callistenes de Olinto, que conspiró contra Alejandro Magno; Ferecidas de Siro, maestro de Pitágoras; el poeta Alcmano; Mucio el legislador; Antíoco IV Epifanes, famoso por sus locuras y crueldades; Sila el dictador; Enno, jefe de la terrible guerra servil de Sicilia; Herodes el Grande, parricida, el de la matanza de los Inocentes, y los emperadores Arnolfo y Maximiliano.

»Si recuerda las biografías de estas víctimas ilustres de la ftiriasis se dará cuenta de que la mayor parte de ellas
se distinguieron sobre todo por su crueldad
: basta el ejemplo de Sila y Herodes. Y no creo equivocarme al afirmar que, en la historia humana, el Piojo representa la parte honrosa del Justiciero. Quien mata a sus semejantes es muerto por los Piojos.

»Pero no se detiene aquí la injerencia del Piojo en las vicisitudes humanas. Narra Saint-Gervais, en su
Histoire des Animaux
, que en Aremberg, en la Westfalia, se procedía a la elección del potestad de la siguiente manera: todos los candidatos se sentaban en torno de una mesa con la cara inclinada, de modo que todas las barbas tocasen en la tabla. En medio de la mesa se ponía un piojo, el cual, después de haber girado en torno, acababa por saltar a una de las barbas. El propietario de la barba elegida era proclamado potestad.

»Pasando a la historia religiosa, citaré solamente que, según Flavio Josefo
[12]
, los
kinnim
, que fueron enviados por Dios como tercera plaga contra los egipcios, eran Piojos, lo que confirma mi teoría que hace del Piojo el castigador de los crueles. Y los talmudistas hebreos, tal vez como agradecimiento póstumo, decretaron que en el día del sábado matar un Piojo es tan grave como matar un camello
[13]
.

»En la India un bracmán ponía todos los años, con solemne rito, un Piojo en la cabeza de los devotos que deseaban consagrarse a la virtud de la paciencia. Cuentan también los historiadores de México —y lo refiere Bingley en el tercer volumen de su
Animal Biography
— que Hernán Cortés encontró en el tesoro de Moctezuma algunos saquitos de Piojos, fruto de un tributo religioso de los antiguos aztecas. No dejaré de recordar los Piojos que habitaban, sin ser molestados, en el cuerpo de Benito Labre, beato francés del siglo XVIII.

»Materia abundantísima ofrece la cuarta edición de la Ftiriología, pero no quiero abusar de su paciencia.

»Me contentaré con recordarle la oración a la muerte de un Piojo de aquel divertido Ortensio Lando
[14]
, el
Elogio del Piojo
del célebre Daniel Heinsius
[15]
, y el famoso soneto de Antón María Narduci, poeta italiano del Seiscientos, el cual describe de la siguiente manera los Piojos que se pasean por la cabellera rubia de su amada:

Sembran fere d'avorio in bosco d'oro

le fere erranti onde sì ricca siete
[16]
.

»Pero los franceses modernos tampoco se quedan atrás. Si ha leído los
Chants de Maldoror
del conde de Lautréaumont, recordará la maravillosa visión del Piojo que se halla en el segundo canto. No puedo resistir la tentación de recordar el principio:

Il existe un insecte que les hommes nourrissent á leur frais… Ils ne lui doivent rien; mais ils le craignent. Aussi faut-il voir comme on le respecte, comme on le place en haute estime au-dessus des animaux de la création. On lui donne la tête pour trône, et lui, accroche ses griffes á la racine des cheveux avec dignité. Plus tard, lorsqu'il est gras et qu'il entre dans un âge avancé, en imitant la couturne d'un peuple ancien, on le tue, afín de ne pas lui faire sentir les atteintes de la vieillese
[17]
. Pero la obra maestra inspirada por el Piojo es ciertamente la poesía lírica de Arthur Rimbaud, titulada justamente
Les chercheuses de poux
. ¿La conoce?

…leurs doigts électriques et doux

font crépiter, parmi ses grises indolences,

sous leurs ongles royaux la mort des petits poux
[18]

»Esta poesía sólo se puede parangonar, en un arte diverso, con el admirable cuadro de Murillo, “
Muchacho que se despioja”
, que habrá visto en el Louvre. A menos que no quiera dar la primacía al célebre poema de Robert Burns, titulado precisamente “
Sobre un piojo”
, donde no falta el vigor burlesco del estro
[19]
.

»Pero no quiero fastidiarle más. Estos rápidos apuntes le habrán persuadido de que la Ftiriología, ciencia fundamental y primordial para la interpretación de la naturaleza, de la historia y del arte, merece tener una cátedra propia en la gloriosa Universidad de W. Añado que esta ciencia no es enseñada, que yo sepa, en ninguna escuela de Europa ni de América y que yo soy el
único
, en todo el mundo, que se haya dedicado
únicamente
a su estudio.

»Esperando una contestación favorable, le ruego me crea sinceramente su servidor.

Dr. Prof. Josiah Kunigrund.

Miembro correspondiente de la Academia

Entomológica de Lubeck, Colaborador de la

Entomologisch Zeischrift
, Preparador Honorario

en el
Zoologisch Institut
de Lyndenbburg»

Paidocracia

Nueva York, 2 septiembre.

H
ubo un tiempo, según cuentan, en que los ancianos mandaban. Monopolio del culto y del poder: gerontocracia. Ahora nos hallamos en plena paidocracia. Dominan en todo los muchachos. Son ellos los que dan color e impulso a la civilización. Nos hallamos en manos de los menores.

Basta con mirar. Los gustos de la infancia se han convertido en los de la mayoría. Comenzando por la literatura. El libro más afortunado de estos últimos tiempos, en Francia, es el
Diable au corps
, de Radiguet, escrito por un adolescente; y en Inglaterra,
The young visitors
, de Daisy Ashford, compuesto por una muchacha, más bien una niña, de nueve años.

¿Por qué, nunca como ahora, el género literario más fecundo y más editado es la novela, género del que durante tantos siglos el mundo ha prescindido? Porque los hombres ahora se han vuelto niños y quieren oír contar historias. Entre los cuentos de la abuela, por ejemplo, y las novelas de Branch Cabell o Garnett, no hay, en el fondo, más que una diferencia de nombre. El surrealismo y el dadaísmo renuevan el incoherente balbuceo pueril.

En, la pintura, los modernísimos dibujan como los niños; han vuelto al sintetismo ingenuo y malgarbado de las figuras que se encontraban antes en los cuadernos de la escuela o en las paredes de las letrinas. El
douanier
Rousseau, tan admirado ahora, es uno que imagina y colorea como un muchacho de diez o doce años.

La misma transformación en las diversiones. Los griegos antiguos buscaban su alegría en la tragedia, que exigía, para ser gustada, reflexión y cultura. Hoy no sólo los muchachos, sino también los hombres y las mujeres de toda edad, se precipitan al cinematógrafo, que no es otra cosa, al fin, que la antigua linterna mágica, delicia de los muchachos de antes, perfeccionada. Ningún esfuerzo intelectual se exige a los aficionados a los
films
; lo que es propio del adulto, la inteligencia, es puesto aparte. Todas las diversiones hoy populares son más
visibles
que
espirituales
y, por lo tanto, infantiles.

Una de las pasiones del muchacho que juega es la competición; ser el
primero
. Los hombres, en nuestros días, han introducido esta manía infantil en todas las cosas: en las más insignificantes y en las más graves. Batir un
récord
es hoy el ideal de todos; el de los antiguos era la sabiduría, la paz, la renuncia.

La manía del deporte es otro síntoma; casi todos los deportes no son nada más que viejos juegos infantiles adaptados a los mayores y hechos más solemnes por la publicidad y la especulación. Los muchachos dicen: hacer carreras, jugar a la pelota, jugar con los puños; los adultos dicen: pedestrismo, fútbol, boxeo, etc.

¿Y las máquinas más difundidas y más amadas no son tal vez juguetes agigantados y hechos peligrosos? No digo las máquinas que producen realmente un trabajo, sino las que usan todos: el automóvil el gramófono, la radio. De cien personas que van en automóvil, tal vez únicamente diez lo adoptan por necesidad: para los otros es un juego, un pasatiempo, una diversión. Un juego para adelantar a los demás coches, el pasatiempo de la velocidad la diversión de la fuga y del torbellino… Muchachadas.

Este infantilismo progresivo se encuentra incluso en la filosofía. A la razón, a la dialéctica —cualidad y fuerza del hombre maduro—, sustituyen siempre el estro, el inconsciente, la intuición; en suma lo irracional, propio del espíritu del muchacho.

El comercio del muchacho se funda todo en el cambio, y con el cambio entre mercaderes (grano contra utensilios) hemos vuelto al país que se imagina hallarse a la vanguardia del progreso humano: Rusia. Los cambios que he visto en los mercados clandestinos de Moscú se parecían exactamente a los cambios de los antiguos escolares.

Las mujeres, siempre las primeras en darse cuenta de dónde sopla el viento, han comprendido ya lo que se debe hacer y en todo buscan parecerse a los jovencitos. El ideal de la mujer antigua era la matrona; el de la modernísimaa, el efebo.

Y se me ocurre que la palabra presbítero viene de
présbite
y quiere decir
viejo
. La civilización moderna, con su tendencia a la hegemonía de los impúberes, ¿será tal vez la contraposición del sacerdocio?

La colección de gigantes

Nueva Orleáns, 15 octubre.

N
o me gustan las colecciones que todos hacen. Los
big businessmen
, que van a adquirir en Europa las dudosas pinturas de Botticelli y de Van der Meer, y los colores y los marfiles de una aristocracia en liquidación, me dan asco.

A civilización nueva, colecciones nuevas. La primera que he deseado hacer, desde que he tenido medios, ha sido una colección de gigantes. Siendo muy joven vi en San Francisco un gigante negro que se exhibía en los bares con un papagayo verde, vivo, sobre la crespa peluca. No decía palabra, pero sus ojos hablaban por él. Nadie le daba nada: mi cent le hizo sonreír un momento como un muchacho sediento que ve una naranja. Desde aquel día sentí siempre una gran simpatía hacia los gigantes.

Pero me ha sido necesario casi un año para reunir mi colección. Mis agentes dispersados por las varias partes del mundo, los directores de los circos y de los teatros, no han sido capaces de proporcionarme más que diecisiete; dieciséis machos y una hembra.

En una pradera de la Luisiana, en la orilla del Red River, no lejos de Colfax, había hecho preparar una aldea para ellos, fabricada a propósito con casas de madera altas como torres: una casa para cada uno.

Una barraca más grande, para simplificar la vida estaba destinada a cocina y refectorio; dos gigantes, por turno, debían encargarse de los servicios de boca. Una mañana sí y otra no, un camión traía de Colfax los víveres para la colonia. La pradera tenía una extensión de cien acres y se hallaba cerrada con vallado de espino para alejar a los curiosos Los gigantes estaban allí para mí solo, no para hacerlos ver a los muchachos y a los vagabundos.

Los trataba bien. No sólo eran alimentados, alojados y vestidos, sino que recibían todos los meses, cada uno, trescientos cincuenta dólares. La aldea venía a costarme, sumando todo, 73.000 dólares al año. Pero nadie, en el mundo, podía alabarse de poseer semejante colección.

Pero al terminar las primeras semanas comenzaron las dificultades. Mis gigantes eran de razas diversas y no se entendían entre sí. Tres o cuatro únicamente hablaban inglés. Había dos noruegos, tres rusos, un negro, cuatro alemanes, un italiano, un chino, un
sikh
de la India, tres australianos, un canadiense. La mujer era una india del Norte, el único ejemplar encontrado en los Estados Unidos, esta fue, aunque fea, una de las principales causas del desastre de mi colección: todos la cortejaban y cada uno se hallaba celoso de los otros quince cortejadores, a pesar de que la brava Jiquilpan fuese enemiga, por sistema, del matrimonio.

Pero el gran peligro era el aburrimiento. Estos colosos arrancados de sus países, de la familia, de la vida vagabunda y que no conseguían hablar entre si —bien porque no se entendiesen o porque se detestaban—, no sabían cómo pasar los días.

Cuando iba a la aldea los encontraba separados, inmóviles, silenciosos. La mayoría se hallaban tendidos sobre la hierba, a la sombra de algún árbol, estirados, envueltos en harapos, roncando o bostezando. Otros se hallaban metidos en casa, adormecido, o masticando; alguno jugaba a las cartas o se hallaba sentado a la puerta, meditabundo, con los brazos colgando hasta tocar el suelo. Un tufo de fastidio y de
spleen
pesaba sobre aquel campamento de fuerzas desperdiciadas. A veces los rusos cantaban, en voz baja, las melopeas melancólicas de su país; los alemanes mataban el tiempo en un huerto improvisado; la mujer, con su nariz ganchosa, se hallaba inclinada remendando sus inmensas camisas.

Todos aquellos miembros gigantescos en ocio, aquellas grandes bocas mudas, aquellos brazos infinitos desocupados, aquellos vastos cuerpos sin movimiento y sin un objeto, daban la impresión de agria tristeza y casi de un confuso espanto.

Los gigantes no son, generalmente, inteligentes y mucho menos intelectuales. No he visto jamás uno que leyese: sus ojos eran despiertos, opacos, brumosos de nostalgia y de melancolía. Ninguno reía, exceptuando el negro cuando la campana llamaba a la comida.

Por la noche, aquellas largas sombras que se bamboleaban inciertamente en el prado, cansadas de no haber hecho nada, causaban repulsión. Parecía que se trataba de una colonia de idiotas o de monstruos.

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