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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (23 page)

Nunca lo habría creído de no haberme ocurrido, pero el caso es que mientras Joe y Biddy recobraban su habitual alegría, yo me ponía cada vez más triste. Desde luego, no porque estuviera disgustado de mi fortuna; pero es posible que, aun sin saberlo, hubiese estado disgustado conmigo mismo.

Sea lo que fuere, estaba sentado con el codo apoyado en la rodilla y la cara sobre la mano, mirando al fuego mientras mis dos compañeros seguían hablando de mi marcha, de lo que harían sin mí y de todo lo referente al cambio. Y cada vez que sorprendía a uno de ellos mirándome, cosa que no hacían con tanto agrado (y me miraban con frecuencia, especialmente Biddy), me sentía ofendido igual que si expresasen alguna desconfianza en mí. Aunque bien sabe Dios que no lo dieron a entender con palabras ni con signos.

En tales ocasiones, yo me levantaba y me iba a mirar a la puerta, porque la de nuestra cocina daba al exterior de la casa y permanecía abierta durante las noches de verano para ventilar la habitación. Las estrellas hacia las cuales yo levantaba mis ojos me parecían pobres y humildes por el hecho de que brillasen sobre los rústicos objetos entre los cuales había pasado mi vida.

—El sábado por la noche —dije cuando nos sentamos a tomar la cena, que consistía en pan, queso y cerveza—. Cinco días más y será ya el día anterior al de mi marcha. Pronto pasarán.

—Sí, Pip —observó Joe, cuya voz sonó más profunda al proyectarla dentro de su jarro de cerveza—, pronto pasarán.

—He estado pensando, Joe, que cuando el lunes vayamos a la ciudad para encargar mi nuevo traje, diré al sastre que iré a ponérmelo allí o que lo mande a casa del señor Pumblechook. Me sería muy desagradable que la gente de aquí empezase a contemplarme como un bicho raro.

—Los señores Hubble tendrían mucho gusto en verte con tu traje nuevo, Pip —dijo Joe tratando de cortar el pan y el queso sobre la palma de su mano izquierda y mirando a mi parte que yo no había tocado, como si recordase el tiempo en que teníamos costumbre de comparar nuestros respectivos bocados—. También le gustaría a Wopsle. Y en Los
Tres Alegres Barqueros
, todos lo considerarían una deferencia.

—Esto, precisamente, es lo que no quiero, Joe. Empezarían a charlar tanto de eso y de un modo tan ordinario, que yo mismo no podría soportarme.

—¿De veras, Pip? —exclamó Joe—. Si no pudieras soportarte a ti mismo...

Entonces Biddy me preguntó, mientras sostenía el plato de mi hermana:

—¿Has pensado en cuando te contemplaremos el señor Gargery, tu hermana y yo? Supongo que no tendrás inconveniente en que te veamos.

—Biddy —repliqué, algo resentido—. Eres tan vivaz, que apenas hay manera de seguirte.

—Siempre lo fue —observó Joe.

—Si hubieses esperado un instante, Biddy, me habrías oído decir que me propongo traer aquí mi traje, en un fardo, por la noche, es decir, la noche antes de mi marcha.

Biddy no dijo ya nada más. Yo la perdoné generosamente y pronto di con afecto las buenas noches a ella y a Joe y me marché a la cama. En cuanto me metí en mi cuartito, me quedé sentado y lo contemplé largo rato, considerándolo una habitacioncita muy pobre y de la que me separaría muy pronto para habitar siempre otras más elegantes. En aquella estancia estaban mis jóvenes recuerdos, y entonces también sentí la misma extraña confusión mental entre ella y las otras habitaciones mejores que iría a habitar, así como me había ocurrido muchas veces entre la forja y la casa de la señorita Havisham y entre Biddy y Estella.

Todo el día había brillado el sol sobre el tejado de mi sotabanco, y por eso estaba caluroso. Cuando abrí la ventana y me quedé mirando al exterior vi a Joe mientras, lentamente, salía a la oscuridad desde la puerta que había en la planta baja y daba algunas vueltas al aire libre; luego vi pasar a Biddy para entregarle la pipa y encendérsela. Él no solía fumar tan tarde, y esto me indicó que, por una u otra razón, necesitaba algún consuelo.

Entonces se quedó ante la puerta, inmediatamente debajo de mí, fumando la pipa, y estaba también Biddy hablando en voz baja con él. Comprendí que trataban de mí, porque pude oír varias veces que ambos pronunciaban mi nombre en tono cariñoso. Yo no habría escuchado más aunque me hubiese sido posible oír mejor, y por eso me retiré de la ventana y me senté en la silla que tenía junto a la cama, sintiéndome muy triste y raro en aquella primera noche de mi brillante fortuna, que, por extraño que parezca, era la más solitaria y desdichada que había pasado en mi vida.

Mirando hacia la abierta ventana descubrí flotando algunas ligeras columnas de humo procedentes de la pipa de Joe, cosa que me pareció una bendición por su parte, no ante mí, sino saturando el aire que ambos respirábamos. Apagué la luz y me metí en la cama, que entonces me pareció muy incómoda. Y no pude lograr en ella mi acostumbrado sueño profundo.

CAPITULO XIX

La mañana trajo una diferencia considerable en mi esperanza general de la vida y la hizo tan brillante que apenas me parecía la misma. Lo que más me pesaba en mi mente era la consideración de que sólo faltaban seis días para el de mi marcha; porque no podía dejar de abrigar el recelo de que mientras tanto podía ocurrir algo en Londres y que cuando yo llegase allí el asunto estuviera estropeado o destruido por completo.

Joe y Biddy se mostraron amables y cariñosos cuando les hablé de nuestra próxima separación, pero tan sólo se refirieron a ella cuando yo lo hice. Después de desayunar, Joe sacó mi contrato de aprendizaje del armario del salón y ambos lo echamos al fuego, lo cual me dio la sensación de que ya estaba libre. Con esta novedad de mi emancipación fui a la iglesia con Joe, y pensé que si el sacerdote lo hubiese sabido todo, no habría leído el pasaje referente al hombre rico y al reino de los cielos.

Después de comer, temprano, salí solo a dar un paseo, proponiéndome despedirme cuanto antes de los marjales. Cuando pasaba junto a la iglesia, sentí (como me ocurrió durante el servicio religioso por la mañana) una compasión sublime hacia los pobres seres destinados a ir allí un domingo tras otro, durante toda su vida, para acabar por yacer oscuramente entre los verdes terraplenes. Me prometí hacer algo por ellos un día u otro, y formé el plan de ofrecerles una comida de carne asada, plum-pudding, un litro de cerveza y cuatro litros de condescendencia en beneficio de todos los habitantes del pueblo.

Antes había pensado muchas veces y con un sentimiento parecido a la vergüenza en las relaciones que sostuve con el fugitivo a quien vi cojear por aquellas tumbas. Éstas eran mis ideas en aquel domingo, pues el lugar me recordaba a aquel pobre desgraciado vestido de harapos y tembloroso, con su grillete de presidiario y su traje de tal. Mi único consuelo era decirme que aquello había ocurrido mucho tiempo atrás, que sin duda habría sido llevado a mucha distancia y que, además, estaba muerto para mí, sin contar con la posibilidad de que realmente hubiese fallecido.

Ya no más tierras bajas, no más diques y compuertas, no más ganado apacentando en la hierba. Todo eso, a pesar de su monotonía, me parecía tener ahora un aspecto mucho más respetable, y sentía la impresión de que se ofrecía a mi contemplación para que lo mirase tanto como quisiera, como posesor de tan gran porvenir. ¡Adiós, sencillas amistades de mi infancia! En adelante viviría en Londres y entre grandezas y no me dedicaría ya al oficio de herrero y en aquel sitio. Satisfecho y animoso me dirigí a la vieja Batería, y allí me tendí para pensar en si la señorita Havisham me destinaba a Estella. Así me quedé dormido.

Al despertar me sorprendió mucho ver a Joe sentado a mi lado y fumando su pipa. Me saludó con alegre sonrisa en cuanto abrí los ojos y dijo:

—Como es por última vez, Pip, me ha parecido bien seguirte.

—Me alegro mucho de que lo hayas hecho, Joe.

—Gracias, Pip.

—Puedes estar seguro, querido Joe —añadí después de darnos la mano—, de que nunca te olvidaré.

—¡Oh, no, Pip! —dijo Joe, persuadido—. Estoy seguro de eso. Somos viejos amigos. Lo que ocurre es que yo he necesitado algún tiempo para acostumbrarme a la idea de nuestra separación. Ha sido una cosa muy extraordinaria. ¿No es verdad?

En cierto modo, no me complacía el hecho de que Joe estuviese tan seguro de mí. Me habría gustado más advertir en él alguna emoción o que me hubiese contestado: «Eso te honra mucho, Pip», o algo por el estilo. Por consiguiente, no hice ninguna observación a la primera respuesta de Joe, y al referirme a la segunda, acerca de que la noticia llegó muy repentinamente, le dije que yo siempre deseé ser un caballero y que continuamente pensaba en lo que haría si lo fuese.

—¿De veras? —exclamó Joe—. Es asombroso.

—Es una lástima, Joe —dije yo—, que no hayas adelantado un poco más en las lecciones que te daba. ¿No es verdad?

—No lo sé —contestó Joe—. ¡Tengo la cabeza tan dura! No soy maestro más que en mi oficio. Siempre fue una lástima mi dureza de mollera. Pero no es de sentir más ahora que el año anterior. ¿No te parece?

Lo que yo quería haber dicho era que cuando tomase posesión de mis propiedades y pudiese hacer algo en beneficio de Joe, habría sido mucho más agradable que él estuviese más instruido para mejorar de posición. Pero él ignoraba tan por completo esa intención mía, que me pareció mejor mencionarla con preferencia a Biddy.

Por eso, cuando regresamos a casa y tomamos el té, me llevé a Biddy a nuestro jardincito, situado a un lado de la calle, y después de decirle de un modo vago que no la olvidaría nunca, añadí que tenía que pedirle un favor.

—Y éste es, Biddy —continué—, que no dejarás de aprovechar ninguna oportunidad de ayudar un poco a Joe.

—¿De qué manera? —preguntó Biddy mirándome con fijeza.

—Pues verás. Joe es un buen muchacho. En realidad, creo que es el mejor de cuantos hombres viven en la tierra, pero está muy atrasado en algunas cosas. Por ejemplo, Biddy, en su instrucción y en sus modales.

A pesar de que, mientras hablaba, yo miraba a Biddy y de que ella abrió mucho los ojos en cuanto terminé, no me miró.

—¡Oh, sus modales! ¿Te parecen malos, entonces? —preguntó Biddy arrancando una hoja de grosella negra.

—Mi querida Biddy, sus modales están muy bien para el pueblo...

—Pues si están bien aquí... —interrumpió Biddy mirando con fijeza la hoja que tenía en la mano.

—Óyeme bien. Pero si yo pudiese poner a Joe en una esfera superior, como espero hacerlo en cuanto entre en posesión de mis propiedades, sus modales no parecerían entonces muy buenos.

—¿Y tú crees que él sabe eso? —preguntó Biddy.

Ésta era una pregunta tan provocadora (porque jamás se me había ocurrido tal cosa), que me apresuré a replicar, con acento huraño:

—¿Qué quieres decir, Biddy?

Ésta, después de estrujar la hoja entre las manos, y desde entonces el aroma del grosellero negro me ha recordado siempre aquella tarde en el jardín, situado al lado de la calle—, dijo:

—¿Has tenido en cuenta que tal vez él sea orgulloso?

—¿Orgulloso? —repetí con desdeñoso énfasis.

—¡Oh, hay muchas clases de orgullo! —dijo Biddy mirándome con fijeza y meneando la cabeza—. No todo el orgullo es de la misma clase.

—Bien. ¿Y por qué no continúas? —pregunté.

—No es todo de la misma clase —prosiguió Biddy—. Tal vez sea demasiado orgulloso para permitir que alguien le saque del lugar que ocupa dignamente y en el cual merece el respeto general. Para decirte la verdad, creo que siente este orgullo, aunque parezca atrevimiento en mí decir tal cosa, porque sin duda tú le conoces mejor que yo.

—Te aseguro, Biddy —dije—, que me sabe muy mal que pienses así. No lo esperaba. Eres envidiosa, Biddy, y además, regañona. Lo que ocurre es que estás disgustada por el mejoramiento de mi fortuna y no puedes evitar el demostrarlo.

—Si piensas de este modo —replicó Biddy—, no tengo inconveniente en que lo digas. Repítelo si te parece bien.

—Pues si tú quieres ser así, Biddy —dije yo en tono virtuoso y superior—, no me eches a mí la culpa. Me sabe muy mal ver estas cosas, aunque comprendo que es un lado desagradable de la naturaleza humana. Lo que quería rogarte es que aprovecharas todas las pequeñas oportunidades que se presentarán después de mi marcha para mejorar a mi querido Joe. Pero después de oírte, ya no te pido nada. No sabes lo que siento haber descubierto en ti este sentimiento, Biddy —repetí— es un lado desagradable de la naturaleza humana.

—Tanto si me censuras como si me das tu aprobación —contestó la pobre Biddy—, puedes estar seguro de que siempre haré cuanto esté en mi mano. Y cualquiera que sea la opinión que te lleves de mí, eso no causará ninguna díferencia en mi recuerdo de ti. Sin embargo, un caballero no debe ser injusto —añadió Biddy volviendo la cabeza.

Yo volví a repetirle, con la mayor vehemencia, que eso era un lado malo de la naturaleza humana (cuyo sentimiento, aunque aplicándolo a distinta persona, era seguramente cierto), y me alejé de Biddy en tanto que ésta se dirigía a la casa. Me fui a la puerta del jardín y di un triste paseo hasta la hora de la cena, sintiendo nuevamente que era muy triste y raro que aquella noche, la segunda de mi brillante fortuna, me pareciese tan solitaria y desagradable como la primera.

Pero nuevamente la mañana hizo brillante mi esperanza, y extendí mi clemencia hacia Biddy, de modo que ambos abandonamos la discusión de aquel asunto. Habiéndome vestido con el mejor traje que tenía, me fui hacia la ciudad tan temprano como pude para encontrar las tiendas abiertas y me presenté al sastre señor Trabb, quien, en aquel momento, se desayunaba en la sala de la trastienda, y, no creyendo necesario salir a recibirme, me indicó que entrase.

—¿Qué hay? —dijo el señor Trabb con tono de protección—. ¿Cómo está usted y qué desea?

El señor Trabb había cortado su bollo caliente en tres rebanadas y las untaba con manteca antes de ponerlas una encima de otra. Era un solterón que vivía muy bien; su abierta ventana daba a un jardincito y a un huerto muy bonitos, y en la pared, junto a la chimenea, había una magnífica caja de caudales, de hierro, y no dudé de que dentro estaba encerrada una gran cantidad de dinero en sacos.

—Señor Trabb —dije—. Me sabe muy mal hablar de eso, porque parece una fanfarronada, pero el caso es que he llegado a obtener buenas propiedades.

Se notó un cambio en el señor Trabb. Olvidó la manteca y las rebanadas del bollo, se levantó del asiento que ocupaba al lado de la cama y se limpió los dedos en el mantel, exclamando:

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