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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (26 page)

Al mirar alrededor de mí, un ministro de la justicia, muy sucio y bastante bebido, me preguntó si me gustaría entrar y presenciar un juicio; me informó, al mismo tiempo, que podría darme un asiento en primera fila a cambio de media corona y que desde allí vería perfectamente al presidente del tribunal, con su peluca y su toga. Mencionó a tan temible personaje como si fuese una figura de cera curiosa y me ofreció luego el precio reducido de dieciocho peniques. Como yo rehusara la oferta, con la excusa de que tenía una cita, fue lo bastante amable para hacerme entrar en un patio a fin de que pudiera ver dónde se guardaba la horca y también el lugar en que se azotaba públicamente a los condenados. Luego me enseñó la puerta de los deudores, por la que salían los condenados para ser ahorcados, y realzó el interés que ofrecía tan temible puerta, dándome a entender que «cuatro de ellos saldrían por aquella puerta pasado mañana, para ser ajusticiados en fila». Eso era horrible y me dio muy mala idea de Londres: mucho más al observar que el propietario de aquella figura de cera que representaba al presidente del tribunal llevaba, desde su sombrero hasta sus botas, incluso su pañuelo, un traje roído de polillas, que no le había pertenecido siempre, sino que me figuré que lo habría comprado barato al ejecutor de la justicia. En tales circunstancias me pareció barato librarme de él gracias a un chelín que le di.

Volví al despacho para preguntar si había vuelto el señor Jaggers, y me dijeron que no, razón por la cual volví a salir. Aquella vez me fui a dar una vuelta por Little Britain, y me metí en Bartolomew Close; entonces observé que había otras personas esperando al señor Jaggers, como yo mismo. En Bartolomew Close había dos hombres de aspecto reservado y que, muy pensativos, metían los pies en los huecos del pavimento mientras hablaban. Uno de ellos dijo al otro, cuando yo pasaba por su lado, que «Jaggers lo haría si fuera preciso hacerlo». En un rincón había un grupo de tres hombres y dos mujeres, una de las cuales lloraba sobre su sucio chal y la otra la consolaba diciéndole, mientras le ponía su propio chal sobre los hombros: «Jaggers está a favor de él; le ayuda, Melia. ¿Qué más quieres?» Había un judío pequeñito, de ojos rojizos, que entró en Bartolomew Close mientras yo esperaba, en compañía de otro judío, también de corta estatura, a quien mandó a hacer un recado; cuando se marchó el mensajero, observé al judío, hombre de temperamento muy excitable, que casi bailaba de ansiedad bajo el poste de un farol y decía al mismo tiempo, como si estuviera loco: «¡Oh Jaggers! ¡Solamente éste es el bueno! ¡Todos los demás no valen nada!» Estas pruebas de la popularidad de mi tutor me causaron enorme impresión y me quedé más admirado que nunca.

Por fin, mientras miraba a través de la verja de hierro, desde Bartolomew Close hacia Little Britain, vi que el señor Jaggers atravesaba la calle en dirección a mí. Todos los que esperaban le vieron al mismo tiempo y todos se precipitaron hacia él. El señor Jaggers, poniéndome una mano en el hombro y haciéndome marchar a su lado, sin decirme una palabra, se dirigió a los que le seguían. Primero habló a los dos hombres de aspecto reservado.

—Nada tengo que decirles —exclamó el señor Jaggers, señalándolos con su índice—. No tengo necesidad de saber más de lo que sé. En cuanto al resultado, es incierto. ¿Han pagado ustedes a Wemmick?

—Le mandamos el dinero esta misma mañana, señor —dijo humildemente uno de ellos, mientras el otro observaba con atención el rostro del señor Jaggers.

—No pregunto cuándo lo han mandado ustedes ni dónde, así como tampoco si lo han mandado. ¿Lo ha recibido Wemmick?

—Sí, señor —contestaron los dos a la vez.

—Perfectamente; pueden marcharse. No quiero saber nada más —añadió el señor Jaggers moviendo la mano para indicarles que se situaran tras él—. Si me dicen una sola palabra más, abandono el asunto.

—Pensábamos, señor Jaggers... —empezó a decir uno de ellos, descubriéndose.

—Esto es precisamente lo que les recomendé no hacer —dijo el señor Jaggers—. ¡Han pensado ustedes! Ya pienso yo por ustedes, y esto ha de bastarles. Si los necesito, ya sé dónde puedo hallarlos; no quiero que vengan a mi encuentro. No, no quiero escuchar una palabra más.

De pronto, deteniéndose ante las dos mujeres de los chales, de quienes se habían separado humildemente los tres hombres, preguntó el señor Jaggers:

—¿Es usted Amelia?

—Sí, señor Jaggers.

—¿Ya no se acuerda usted de que, a no ser por mí, no podría estar aquí?

—¡Oh, sí, señor! —exclamaron ambas a la vez—. ¡Dios le bendiga! Lo sabemos muy bien.

—Entonces —preguntó el señor Jaggers—, ¿para qué han venido?

—¡Mi Bill, señor! —dijo, suplicante, la mujer que había estado llorando.

—Sepan de una vez —exclamó el señor Jaggers— que su Bill está en buenas manos. Y si vienen a molestarme a causa de su Bill, voy a dar un escarmiento abandonándole. ¿Han pagado ustedes a Wemmick?

—¡Oh, sí, señor! Hasta el último penique.

—Perfectamente. Entonces han hecho cuanto tenían que hacer. Digan nada más otra palabra, una sola, y Wemmick les devolverá el dinero.

Tan terrible amenaza dejó anonadadas a las dos mujeres. Ya no quedaba nadie más que el excitable judío, quien varias veces se llevó a los labios los faldones de la levita del señor Jaggers.

—No conozco a este hombre —dijo el señor Jaggers con el mayor desdén—. ¿Qué quiere este sujeto?

—¡Mi querido señor Jaggers! Soy el hermano de Abraham Lázaro.

—¿Quién es? —preguntó el señor Jaggers—. ¡Suélteme usted la levita!

El solicitante, besando el borde de la levita antes de dejarla, replicó:

—Abraham Lázaro, sospechoso en el asunto de la plata.

—Ha venido usted demasiado tarde —dijo el señor Jaggers—. He dejado ya este asunto.

—¡Dios de Abraham! ¡Señor Jaggers! —exclamó el excitable hombrecillo, palideciendo de un modo extraordinario—. No me diga usted que va contra el pobre Abraham Lázaro.

—Sí —contestó el señor Joggers—. Y ya no hay nada más que hablar. ¡Salga inmediatamente!

—¡Señor Jaggers! ¡Medio momento! Mi propio primo ha ido a ver al señor Wemmick en este instante para ofrecerle lo que quiera. ¡Señor Jaggers! ¡Atiéndame la cuarta parte de la mitad de un momento! ¡Si ha tenido usted la condescendencia de dejarse comprar por la otra parte... a un precio superior..., el dinero no importa. ¡Señor Jaggers..., señor...!

Mi tutor echó a un lado al suplicante con la mayor indiferencia y le dejó bailando en el pavimento como si éste estuviera al rojo. Sin ser objeto de ninguna otra interrupción llegamos al despacho de la parte delantera, en donde hallamos al empleado y al hombre vestido de terciopelo y con el gorro de piel.

—Aquí está Mike —dijo el empleado abandonando su taburete y acercándose confidencialmente al señor Jaggers.

—¡Oh! —dijo éste volviéndose al hombre, que se llevaba un mechón de cabello al centro de la cabeza—. Su hombre llegará esta tarde. ¿Qué más?

—Pues bien, señor Jaggers —replicó Mike con voz propia de un catarroso crónico—, después de mucho trabajo he encontrado a uno que me parece que servirá.

—¿Qué está dispuesto a jurar?

—Pues bien, señor Jaggers —dijo Mike limpiándose la nariz con la gorra—, en general, cualquier cosa.

De pronto, el señor Jaggers se encolerizó.

—Ya le había avisado —dijo señalando con el índice a su aterrado cliente— que si se proponía hablar aquí de este modo, haría en usted un escarmiento ejemplar. ¡Maldito sinvergüenza! ¿Cómo se atreve a hablarme así?

El cliente pareció asustado, pero también extrañado, como si no comprendiese qué había hecho.

—¡Animal! —dijo el dependiente en voz baja, dándole un codazo—. ¡Estúpido! ¿No te podías callar eso?

—Ahora le pregunto, estúpido —dijo severamente mi tutor—, y esto por última vez: ¿qué está dispuesto a jurar el hombre a quien ha traído aquí?

Mike miró a mi tutor como si por la contemplación de su rostro pudiese averiguar lo que había de contestar, y lentamente replicó:

—Lo que sea necesario o el haber estado en su compañía sin dejarle un instante la noche en cuestión.

—Ahora tenga cuidado. ¿Qué posición es la de este hombre?

Mike se miró el gorro; luego dirigió los ojos al suelo, al techo, al empleado y también a mí, antes de contestar nerviosamente:

—Pues le hemos vestido como...

Pero en aquel momento mi tutor estalló:

—¡Cómo!

—¡Animal! —repitió el empleado, dándole otro codazo.

Después de mirar unos instantes alrededor de él, en busca de inspiración, se animó el rostro de Mike, que empezó a decir:

—Está vestido como un respetable pastelero.

—¿Está aquí? —preguntó mi tutor.

—Le dejé —contestó Mike— sentado en los escalones de una escalera al volver la esquina.

—Hágale pasar por delante de esta ventana para que yo le vea.

La ventana indicada era la de la oficina. Los tres nos acercamos a ella, mirando a través del enrejado de alambre, y pronto vimos al cliente paseando en compañía de un tipo alto, con cara de asesino, vestido de blanco y con un gorro de papel. El inocente confitero no estaba sereno, y uno de sus ojos, no ya amoratado, sino verdoso, en vías de curación, había sido pintado para disimular la contusión.

—Dígale que se lleve cuanto antes a ese testigo —dijo, muy disgustado, mi tutor al empleado que tenía a su lado—, y pregúntele por qué se ha atrevido a traer a semejante tipo.

Entonces mi tutor me llevó a su propio despacho, y mientras tomaba el lunch en pie, comiéndose unos
sandwichs
que había en una caja y bebiendo algunos tragos de jerez de un frasco de bolsillo (y parecía estar muy irritado con el
sandwich
mientras se lo comía), me informó de las disposiciones que había tomado con respecto a mí. Debía dirigirme a la
Posada de Barnard
, a las habitaciones del señor Pocket, hijo, en donde permanecería hasta el lunes; en dicho día tendría que ir con aquel joven a casa de su padre, a fin de hacer una visita y para ver si me gustaba. También me comunicó que mi pensión sería... —en realidad, era muy generosa—. Luego sacó de un cajón, para entregármelas, algunas tarjetas de ciertos industriales con quienes debería tratar lo referente a mis trajes y otras cosas que pudiera necesitar razonablemente.

—Observará usted que tiene crédito, señor Pip —dijo mi tutor, cuyo frasco de jerez olía como si fuese una pipa llena, cuando, con la mayor prisa, se bebió unos tragos—, pero de esta manera podré comprobar sus gastos y advertirle en caso de que se exceda. Desde luego, cometerá usted alguna falta, pero en eso no tengo culpa alguna.

Después que hube reflexionado unos instantes acerca de estas palabras poco alentadoras, pregunté al señor Jaggers si podría mandar en busca de un coche. Me contestó que no valía la pena, pues la posada estaba muy cerca, y que, si no tenía inconveniente, Wemmick me acompañaría.

Entonces averigüé que Wemmick era el empleado que estaba en la vecina habitación. Otro bajó desde el piso superior para ocupar su sitio mientras estuviese ausente, y yo salí con Wemmick a la calle después de estrechar la mano de mi tutor. Encontramos a muchas personas que aguardaban ante la casa, pero Wemmick se abrió paso entre ellas advirtiéndoles fría y resueltamente:

—Les digo que es inútil; no querrá hablar ni una sola palabra con ninguno de ustedes.

Así nos libramos de ellos y echamos a andar uno al lado de otro.

CAPITULO XXI

Fijando los ojos en el señor Wemmick, mientras íbamos andando, para observar su apariencia a la luz del día, vi que era un hombre seco, de estatura algo baja, con cara cuadrada que parecía de madera y de expresión tal como si hubiese sido tallada con una gubia poco afilada. Había en aquel rostro algunas señales que podrían haber sido hoyuelos si el material hubiese sido más blando o la herramienta más cortante, pero tal como aparecían no eran más que mellas. El cincel hizo dos o tres tentativas para embellecer su nariz, pero la abandonó sin esforzarse en pulirla. Por el mal estado de su ropa blanca lo juzgué soltero, y parecía haber sufrido numerosas pérdidas familiares, porque llevaba varias sortijas negras, además de un broche que representaba a una señora junto a un sauce llorón y a una tumba en la que había una urna. También me fijé en las sortijas y en los sellos que colgaban de la cadena de su reloj, como si estuviese cargada de recuerdos de amigos desaparecidos. Tenía los ojos brillantes, pequeños, agudos y negros, y labios delgados y moteados. Contaría entonces, según me parece, de cuarenta a cincuenta años.

—¿De manera que nunca había estado usted en Londres? —me preguntó el señor Wemmick.

—No —le contesté.

—En un tiempo, yo también fui nuevo aquí —dijo él—. Me parece raro que fuese así.

—De manera que ahora lo conocerá usted perfectamente.

—Ya lo creo —contestó el señor Wemmick—. Conozco los sentimientos de la ciudad.

—¿No es un lugar muy malo? —pregunté, más por decir algo que por el deseo de informarme.

—En Londres le pueden timar, robar y asesinar a uno. Pero hay en todas partes mucha gente dispuesta a ser víctimas de eso.

—Eso en caso de que exista alguna animosidad entre uno mismo y los malhechores —dije para suavizar algo el peligro.

—¡Oh, no sé nada de animosidades! —replicó el señor Wemmick—. No hay necesidad de que exista tal cosa. Sencillamente, hacen esas fechorías si gracias a ellas pueden quedarse con algo de valor.

—Eso empeora el caso.

—¿Lo cree usted? —preguntó el señor Wemmick—. Me parece que es casi lo mismo.

Llevaba el sombrero echado hacia atrás y miraba en línea recta ante él. Andaba como si nada en la calle fuese capaz de llamarle la atención. Su boca se parecía a un buzón de correos y tenía un aspecto maquinal de que sonreía, y llegamos a lo alto de la colina de Holborn antes de que yo me diese cuenta de este detalle y de que, realmente, no sonreía.

—¿Sabe usted dónde vive el señor Pocket? —pregunté al señor Wemmick.

—Sí —contestó señalando con un movimiento de la cabeza la dirección en que se hallaba la casa—. En Hammersmith, al oeste de Londres.

—¿Está lejos?

—Ya lo creo. A cosa de unas cinco millas.

—¿Le conoce usted?

—¡Caramba! ¡Es usted un maestro en hacer preguntas! —exclamó el señor Wemmick mirándome con aire de aprobación—. Sí, le conozco. Le conozco.

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