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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (28 page)

—Vamos a ver lo que propone usted —contesté —; pero hasta ahora no le entiendo.

—¿No le gustaría que le llamase Haendel como nombre familiar? Hay una encantadora obra musical de Haendel, llamada
El herrero armonioso
.

—Me gustaría mucho.

—Pues entonces, mi querido Haendel —dijo volviéndose en el mismo momento en que se abría la puerta—, aquí está la comida, y debo rogarle que se siente a la cabecera de la mesa, porque paga usted.

Yo no quise oír hablar de ello, de modo que él se sentó a la cabecera y yo frente a él. Era una cena bastante apetitosa, que entonces me pareció un festín digno del lord mayor y que adquirió mayor encanto por estar completamente independientes, pues no había personas de edad con nosotros, y Londres nos rodeaba. Además, hubo en todo cierto carácter nómada o gitano, que acabó de dar encanto al banquete; porque mientras la mesa era, según podía haber dicho el señor Pumblechook, el regazo del lujo y de la esplendidez —pues fue servida desde el café más cercano—, la región circundante de la sala tenía un carácter de desolación que obligó al camarero a seguir la mala costumbre de poner las tapaderas en el suelo, que, por cierto, estuvieron a punto de hacerle caer; la mantequilla derretida, en un sillón de brazos; el pan, en los estantes de la librería; el queso, en el cubo del carbón, y el pollo guisado, sobre mi cama, que estaba en la habitación inmediata; de manera que cuando aquella noche me retiré a dormir encontré una parte de manteca y de perejil en estado de congelación. Pero todo eso hizo delicioso mi festín, y cuando el camarero no estuvo allí para observarme, mi contento no tuvo igual.

Habíamos empezado a comer, cuando recordé a Herbert su promesa de referirme la historia de la señorita Havisham.

—Es verdad —replicó—, y voy a hacerlo inmediatamente. Permítame que antes le dirija una observación, Haendel, haciéndole notar que en Londres no es costumbre llevarse el cuchillo a la boca, tal vez por miedo de accidentes, y, aunque se reserva el tenedor para eso, no se lleva a los labios más de lo necesario. Es cosa de poca importancia, pero vale la pena de hacer como los demás. También la cuchara se usa cogiéndola no con la mano encima de ella, sino debajo. Esto tiene dos ventajas. Así se llega mejor a la boca, objeto principal de este movimiento, y se evita la actitud desagradable del codo derecho, semejante a cuando se están abriendo ostras.

Me dio estos amistosos consejos de un modo tan amable y gracioso, que ambos nos echamos a reír, y yo me ruboricé un poco.

—Ahora —añadió—, vamos a hablar de la señorita Havisham. Ésta, como tal vez sepa usted, fue una niña mimada. Su madre murió cuando ella era aún muy jovencita, y su padre no le negó nunca nada. Éste era un caballero rural de la región de usted y fabricante de cerveza. No comprendo la importancia que tenga el ser fabricante de cerveza; pero es innegable que, así como no se puede ser distinguido y fabricar pan, un fabricante de cerveza puede ser tan hidalgo como el primero. Esto se ve todos los días.

—En cambio, un caballero no puede tener una taberna, ¿no es así? —pregunté.

—De ningún modo —replicó Herbert—, pero una taberna puede tener un caballero. En fin, el señor Havisham era muy rico y muy orgulloso, y lo mismo que él era su hija.

—¿Era hija única la señorita Havisham? —pregunté.

—Espere un poco, que ya llego a eso. No era hija única, sino que tenía un hermano por parte de padre. Éste se casó otra vez en secreto y, según creo, con su cocinera.

—¿No me dijo usted que era orgulloso? —observé.

—Sí lo era, amigo Haendel. Precisamente se casó en secreto con su segunda mujer porque era orgulloso, y al cabo de algún tiempo ella murió. Entonces fue cuando, según tengo entendido, dio cuenta a su hija de lo que había hecho, y entonces también el muchacho empezó a formar parte de la familia y residía en la casa que usted ya conoce. Cuando el niño llegó a ser un adolescente, se convirtió en un individuo vicioso, manirroto, rebelde..., en fin, en una mala persona. Por fin su padre le desheredó, pero en la hora de la muerte se arrepintió de ello y le dejó bien dotado, aunque no tanto como a la señorita Havisham. Tome otro vaso de vino y perdóneme si le indico que la sociedad, en conjunto, no espera que un comensal sea tan concienzudo al vaciar un vaso como para volcarlo completamente con el borde apoyado en la nariz.

Yo había hecho eso, atento como estaba a su relato. Le di las gracias y me excusé. Él me dijo que no había de qué y continuó:

—La señorita Havisham era, entonces, una rica heredera, y ya puede usted comprender que todos la consideraban un gran partido. Su hermano tenía otra vez bastante dinero, pero entre sus deudas y sus locuras lo derrochó vergonzosamente. Había grandes diferencias entre ambos hermanos, mucho mayores que entre el muchacho y su padre, y se sospecha que él tenía muy mala voluntad a su hermana, persuadido de que fue la causa de la cólera que el padre sintió contra el hijo. Y ahora llego a la parte más cruel de la historia, aunque debo interrumpirle, mi querido Haendel, para observarle que la servilleta no se mete en el vaso.

No puedo explicar por qué hacía yo aquello, pero sí he de confesar que de pronto vi que, con una perseverancia digna de mejor causa, hacía tremendos esfuerzos para comprimirla en aquellos estrechos límites. De nuevo le di las gracias y me excusé, y él, después de contestarme alegremente que no valía la pena, continuó:

—Entonces apareció en escena, ya fuese en las carreras, en algún baile o en el lugar que usted prefiera, cierto hombre que empezó a hacer el amor a la señorita Havisham. Yo no le conocí, porque eso ocurrió hace veinticinco años, es decir, antes de que naciésemos usted y yo, pero he oído decir a mi padre que era hombre muy ostentoso, guapo y de buen aspecto, y, en fin, el más indicado para su propósito. Pero ni por ignorancia ni por prejuicio era posible equivocarse ni tomarle por caballero, según asegura enérgicamente mi padre; porque tiene el principio de que quien no es caballero por su condición, tampoco lo es por sus maneras. Asegura que no hay barniz capaz de ocultar el grano de la madera, y que cuanto más barniz se pone, más sale y se destaca el grano. En fin, este hombre sitió a la señorita Havisham y la cortejó, dándole a entender que la adoraba. Creo que ella no había mostrado hasta entonces mucha susceptibilidad, pero toda la que poseía apareció de pronto y se enamoró perdidamente de aquel hombre. No hay duda de que le adoraba. Él se aprovechó de aquel afecto de un modo sistemático y obtuvo de ella grandes sumas, induciéndola a que comprase a su hermano su participación en la fábrica de cerveza, que el padre le legó en un momento de debilidad, y eso a un precio enorme, con la excusa de que cuando estuvieran casados, él llevaría el negocio y lo dirigiría todo. El tutor de usted no era, en aquel tiempo, el consejero de la señorita Havisham, sin contar con que ella era, por otra parte, sobrado altanera y estaba demasiado enamorada para permitir que nadie le aconsejase. Sus parientes eran pobres e intrigantes, a excepción de mi padre; él era, a su vez, bastante pobre, pero no celoso ni servil. Era el único independiente entre todos los parientes, y avisó a su prima de que hacía demasiado por aquel hombre y que se ponía sin reservas en su poder. Ella aprovechó la primera oportunidad para ordenar, muy encolerizada, a mi padre que saliera de la casa, ello en presencia del novio, y mi padre no ha vuelto a poner los pies allí.

Yo entonces recordé que la señorita Havisham había dicho: «Mateo vendrá y me verá, por fin, cuando esté tendida en esa mesa», y pregunté a Herbert si su padre estaba muy enojado contra ella.

—No es eso —dijo—, pero ella le acusó, en presencia de su prometido, de sentirse defraudado en sus esperanzas de obtener dinero en su propio beneficio. De modo que si él fuese ahora a visitarla, esta acusación parecería cierta, tanto a los ojos de ella como a los de él mismo. Pero. volviendo al hombre, para contar cómo acabó la cosa, le diré que se fijó el día de la boda, se preparó el equipo de la novia, se decidió el viaje para la luna de miel y se invitó a los amigos y a los parientes. Y llegó el día fijado, pero no el novio. Éste escribió una carta...

—Que ella recibió —interrumpí— cuando se vestía para ir a casarse. A las nueve menos veinte, ¿verdad?

—Exactamente —dijo Herbert moviendo la cabeza—. Por eso ella paró todos los relojes. No puedo decirle, porque lo ignoro, cuál fue la causa de que se interrumpiera la boda. Cuando la señorita Havisham se repuso de la grave enfermedad que contrajo, ordenó que no se tocase nada de tal como estaba, y desde entonces no ha vuelto a ver la luz del día.

—¿Ésta es la historia completa? —pregunté después de reflexionar.

—Por lo menos, todo lo que sé. Y aun debo añadir que todo eso que conozco fue averiguado casi por mí mismo, porque mi padre evita hablar de ello, y hasta cuando la señorita Havisham me invitó a ir a su casa no me dijeron más que lo absolutamente necesario. Pero había olvidado un detalle. Se supone que aquel hombre, en quien ella depositó indebidamente su confianza, actuaba de completo acuerdo con el hermano; es decir, que era una conspiración entre ellos y que luego se repartieron los beneficios.

—Pues me extraña que no se casara con ella para hacerse dueño de todo —observé.

—Tal vez estaba casado ya, y ¿quién sabe si la carta que recibió la novia fue una parte del plan de su medio hermano? —contestó Herbert—. Ya le he dicho que no estoy enterado de esto.

—¿Y qué fue de los dos hombres? —pregunté después de unos momentos de reflexión.

—Según tengo entendido, se hundieron en la mayor vergüenza y degradación y quedaron arruinados.

—¿Viven todavía?

—Lo ignoro.

—Hace poco, me dijo usted que Estella no estaba emparentada con la señorita Havisham, sino que tan sólo había sido adoptada. ¿Cómo ocurrió eso?

Herbert se encogió de hombros y contestó:

—Tan sólo sé que cuando oí hablar por vez primera de la señorita Havisham, también me enteré de la existencia de Estella. Y ahora, Haendel —añadió, dejando la historia por terminada—, creo que ya existe entre nosotros una perfecta inteligencia. Todo lo que yo sé de la señorita Havisham, lo sabe usted también.

—Pues igualmente —repliqué— usted sabe todo lo que yo conozco.

—Lo creo. Por consiguiente, ya no puede haber dudas entre nosotros, ni competencias de ninguna clase. Y en cuanto a la condición que le impusieron para lograr este progreso en su vida, es decir, que usted no debe inquirir ni hablar de la persona a quien lo debe, puede usted estar seguro de que jamás yo, ni nadie que pertenezca a mi familia, le molestaremos acerca del particular ni haremos la más pequeña alusión.

Dijo esto con tanta delicadeza, que me sentí tranquilo, aunque durante algunos años venideros debía vivir bajo el techo de su padre. Y lo dijo también de un modo tan intencionado, que comprendí que, como yo, estaba persuadido de que mi bienhechora era la señorita Havisham.

No se me ocurrió antes que había aludido a aquel tema con objeto de alejarlo de nuestro camino; pero nos sentíamos los dos tan satisfechos de haber terminado con él, que entonces comprendí cuál había sido su intención. Ambos estábamos alegres y éramos sociables. Y en el curso de la conversación le pregunté qué era él. Me contestó inmediatamente:

—Soy un capitalista..., un asegurador de barcos.

Supongo que me vio mirar alrededor de mí en la estancia, en busca de algunos indicios porque se apresuró a decir:

—En la City.

Yo tenía grandes ideas acerca de la riqueza y de la importancia de los aseguradores de barcos de la City. Y empecé a pensar, lleno de pasmo, que yo me había atrevido a derribar de espaldas a un joven asegurador, amoratándole uno de sus emprendedores ojos y causándole un buen chirlo en la cabeza. Pero me tranquilizó otra vez la extraña impresión de que Herbert Pocket nunca alcanzaría el éxito ni la riqueza.

—He de añadir que no estaré satisfecho empleando mi capital tan sólo en el seguro de barcos. Compraré algunas acciones buenas de compañías de seguros sobre la vida y procuraré intervenir en la dirección de capital o de barcos. También me dedicaré un poco a las minas, y eso no me impedirá cargar algunos millares de toneladas por mi propia cuenta. Me propongo traficar —dijo, reclinándose en su silla— con las Indias Occidentales, y especialmente en sedas, chales, especias, tintes, drogas y maderas preciosas. Es un tráfico muy interesante.

—¿Y se alcanzan buenos beneficios? —pregunté.

—¡Tremendos! —me contestó.

Yo me tambaleé otra vez y empecé a pensar que él tenía un porvenir mucho más espléndido que el mío propio.

—Me parece —añadió metiendo los pulgares en los bolsillos de su chaleco—, me parece que también traficaré con las Indias Occidentales, para traer de allí azúcar, tabaco y ron. Asimismo, estaré en relaciones con Ceilán para importar colmillos de elefante.

—Para eso necesitará usted muchos barcos —dije.

—¡Oh!, una flota completa.

En extremo anonadado por la magnificencia de aquellas transacciones, le pregunté a qué negocios se dedicaban preferentemente los barcos que aseguraba.

—En realidad no he empezado a asegurar todavía —contestó—. Por ahora estoy observando alrededor de mí.

Aquello me pareció estar ya de acuerdo con la
Posada de Barnard
, y por eso, con acento de convicción, exclamé:

—¡Ah, ya!

—Sí. Estoy en una oficina, y por ahora observo lo que pasa alrededor.

—¿Se gana dinero en una oficina? —pregunté.

—Para... ¿Quiere usted decir para los jóvenes que están allí empleados? —preguntó a guisa de respuesta.

—Sí. Por ejemplo, para usted.

—Pues... pues... para mí, no—. Dijo esto con el mismo cuidado de quien trata de equilibrar exactamente los platillos de una balanza—. No es directamente provechoso. Es decir, que no me pagan nada y yo he... y yo he de mantenerme.

Esto no ofrecía ningún aspecto provechoso, y meneé la cabeza como para significar la dificultad de lograr aquel enorme capital con semejante fuente de ingresos.

—Pero lo importante es —añadió Herbert Pocket— que uno puede observar alrededor de él. Eso es lo principal. Está usted empleado en una oficina, y entonces hay la posibilidad de observar alrededor.

Me llamó la atención la deducción singular que podía hacerse de que quien no estuviera en una oficina no podría observar alrededor de él, pero, silenciosamente, me remití a su experiencia.

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