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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (29 page)

—Luego llega una ocasión —dijo Herbert— en que usted observa una salida. Se aprovecha usted de ella, se hace un capital y entonces ya se está en situación. Y en cuanto se ha hecho un capital, solamente falta emplearlo.

Tal modo de hablar estaba de acuerdo con la conducta que siguió en el jardín. También el modo de soportar su pobreza correspondía al que mostró para aceptar aquella derrota. Me pareció que ahora recibía todos los golpes y todos los puñetazos con el mismo buen ánimo con que en otro tiempo recibió los míos. Era evidente que no tenía consigo más que lo absolutamente necesario, porque todo lo demás había sido mandado allí por mi causa, desde el café o desde otra parte cualquiera.

Sin embargo, como había ya hecho su fortuna, aunque tan sólo en su mente, mostraba tal modestia, que yo me sentí agradecido de que no se enorgulleciese de ella. Esto fue otra buena cualidad que añadir a su agradable carácter, y así continuamos haciéndonos muy amigos. Por la tarde fuimos a dar un paseo por las calles, y entramos en el teatro, a mitad de precio; al día siguiente visitamos la iglesia de la Abadía de Westminster y pasamos la tarde paseando por los parques. Allí me pregunté quién herraría todos los caballos que pasaron ante mí, y deseé que Joe se hubiese podido encargar de aquel trabajo.

Calculando moderadamente, aquel domingo hacía ya varios meses que dejé a Joe y a Biddy. El espacio interpuesto entre ellos y yo se aumentó igualmente en mi memoria, y nuestros marjales se me aparecían más distantes cada vez. El hecho de que yo hubiera podido estar en nuestra antigua iglesia llevando mi viejo traje de las fiestas tan sólo el domingo anterior, me parecía una combinación de imposibilidades tanto geográficas como sociales, o solares y lunares. Sin embargo, en las calles de Londres, tan llenas de gente y tan brillantemente iluminadas al atardecer, había deprimentes alusiones y reproches por el hecho de que yo hubiese situado a tanta distancia la pobre y vieja cocina de mi casa; y en plena noche, los pasos de algún impostor e incapaz portero que anduviera por las cercanías de la
Posada de Barnard
con la excusa de vigilarla penetraban profundamente en mi corazón.

El lunes por la mañana, a las nueve menos cuarto, Herbert se marchó a la oficina para trabajar, y supongo que también para observar alrededor de él, y yo le acompañé. Una o dos horas después tenía que salir para acompañarme a Hemmersmith, y yo tenía que esperarle. Me pareció que los huevos en que se incubaban los jóvenes aseguradores eran dejados en el polvo y al calor, como los de avestruz, a juzgar por los lugares en que aquellos gigantes incipientes se albergaban en las mañanas del lunes. La oficina a que asistió Herbert no me pareció un excelente observatorio, porque estaba situada en la parte trasera y en el segundo piso de una casa; tenía un aspecto muy triste, y las ventanas daban a un patio interior y no a ninguna atalaya.

Esperé hasta que fue mediodía y me fui a la Bolsa, en donde vi hombres vellosos sentados allí, en la sección de embarques y a quienes tomé por grandes comerciantes, aunque no pude comprender por qué parecían estar todos tan enojados. Cuando llegó Herbert salimos y tomamos el
lunch
en un establecimiento famoso, que yo entonces veneraba casi, pero del que ahora creo que fue la más abyecta superstición de Europa y en donde ni aun entonces pude dejar de notar que había mucha más salsa en los manteles, en los cuchillos y en los paños de los camareros que en los mismos platos que servían. Una vez terminada aquella colación de precio moderado, teniendo en cuenta la grasa que no se cargaba a los clientes, regresamos a la
Posada de Barnard
, cogí mi maletín y luego ambos tomamos un coche hacia Hammersmith. Llegamos allí a las dos o a las tres de la tarde y tuvimos que andar muy poco para llegar a la casa del señor Pocket. Levantando el picaporte de una puerta pasamos directamente a un jardincito que daba al río y en el cual jugaban los niños del señor Pocket. Y a menos que yo me engañe a mí mismo, en un punto en que mis intereses o mis simpatías no tienen nada que ver, observe que los hijos del señor y de la señora Pocket no crecían, sino que se levantaban.

La señora Pocket estaba sentada en una silla de jardín y debajo de un árbol, leyendo, con las piernas apoyadas sobre otra silla; las dos amas de la señora Pocket miraban alrededor mientras los niños jugaban.

—Mamá —dijo Herbert—. Éste es el joven señor Pip.

En vista de estas palabras, la señora Pocket me recibió con expresión de amable dignidad.

—¡Mister Aliok y señorita Juana! —gritó una de las amas a dos de los niños—. Si saltáis de esta manera, os caeréis al río. ¿Y qué dirá entonces vuestro papá?

Al mismo tiempo, el ama recogió el pañuelo de la señora Pocket y dijo:

—Ya se le ha caído a usted seis veces, señora.

En vista de ello, la señora Pocket se echó a reír, diciendo:

—Gracias, Flopson.

Y acomodándose tan sólo en una silla, continuó la lectura. Inmediatamente su rostro expresó el mayor interés, como si hubiese estado leyendo durante una semana entera, pero antes de haber recorrido media docena de líneas fijó los ojos en mí y dijo:

—Espero que su mamá estará buena.

Tan inesperadas palabras me pusieron en tal dificultad, que empecé a decir, del modo más absurdo posible, que, en el caso de haber existido tal persona, no tenía duda de que estaría perfectamente, de que se habría sentido muy agradecida y de que sin duda le habría mandado sus cumplimientos. Entonces el ama vino en mi auxilio.

—¡Caramba! —exclamó recogiendo otra vez el pañuelo del suelo—. Con ésta ya van siete. ¿Qué hace usted esta tarde, señora?

La señora Pocket tomó el pañuelo, dando una mirada de extraordinaria sorpresa, como si no lo hubiese visto antes; luego se sonrió al reconocerlo y dijo:

—Muchas gracias, Flopson.

Y olvidándose de mí, continuó la lectura.

Entonces observé, pues tuve tiempo de contarlos, que allí había no menos de seis pequeños Pockets en varias fases de crecimiento. Apenas había acabado de contarlo, cuando se oyó el séptimo, chillando lastimeramente desde la casa.

—¡Que llora el pequeño! —dijo Flopson como si esto la sorprendiese en alto grado—. ¡Corre, Millers!

Ésta era la otra ama, y se dirigió hacia la casa; luego, paulatinamente, el chillido del niño se acalló y cesó al fin, como si fuese un joven ventrílocuo que llevase algo en la boca. La señora Pocket seguía leyendo, y yo sentí la mayor curiosidad acerca de cuál sería aquel libro.

Según creo, esperábamos que apareciese el señor Pocket; así es que aguardamos allí, y tuve la oportunidad de observar el fenómeno familiar de que siempre que algún niño se acercaba a la señora Pocket mientras jugaba, se ponía en pie y tropezaba para caerse sobre ella, con el mayor asombro de la dama y grandes lamentos de los pequeños. Yo no lograba comprender tan extraña circunstancia y no pude impedir que mi cerebro empezase a formular teorías acerca del particular, cuando apareció Millers con el pequeño, el cual pasó a manos de Flopson y luego ésta se disponía a entregarlo a la señora Pocket, cuando, a su vez, se cayó de cabeza contra su ama, arrastrando al niño, y suerte que Herbert y yo la cogimos.

—Pero ¿qué ocurre, Flopson? —dijo la señora Pocket apartando por un momento la mirada de su libro—. ¡Todo el mundo tropieza!

—Naturalmente, señora —replicó Flopson con la cara encendida—. ¿Qué tiene usted ahí?

—¿Que qué tengo, Flopson? —preguntó la señora Pocket.

—Sí, señora. Ahí tiene usted su taburete. Y como lo oculta su falda, nadie lo ve y tropieza. Eso es. Tome el niño, señora, y déme, en cambio, su libro.

La señora Pocket siguió el consejo y, con la mayor inexperiencia, meció al niño en su regazo, en tanto que los demás jugaban alrededor de ella. Hacía poco que duraba esto, cuando la señora Pocket dio órdenes terminantes de que llevasen a todos los niños al interior de la casa, para echar un sueño. Entonces hice el segundo descubrimiento del día, consistente en que la crianza de los pequeños Pocket consistía en levantarse alternadamente, con algunos cortos sueños.

En tales circunstancias, cuando Flopson y Millers hubieron reunido los niños en la casa, semejantes a un pequeño rebaño de ovejas, apareció el señor Pocket para conocerme. No me sorprendió mucho el observar que el señor Pocket era un caballero en cuyo rostro se reflejaba la perplejidad y que su cabello, ya gris, estaba muy desordenado, como si el pobre no encontrase la manera de poner orden en nada.

CAPITULO XXIII

El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático.

—Porque en realidad —añadió mientras su hijo sonreía— no soy un personaje alarmante.

Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas:

—Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip.

Ella levantó los ojos de su libro y contestó:

—Sí.

Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía.

A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado
baronet
de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella —tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro—, y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos.

Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno.

El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos.

Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios.

Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular.

Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos —y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa—, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver.

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