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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (30 page)

El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado), pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo.

—Pero la querida señora Pocket —dijo la señora Coiler—, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia...

—Sí, señora —me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar.

—Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos...

—Sí, señora —le dije de nuevo y con la misma intención.

—...Y es muy duro —acabó de decir la señora Coiler— que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa.

No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa.

Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de
baronet
. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica.

En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado.

La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa.

Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos.

—Mire —dijo Flopson—, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa.

Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón.

—¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! —dijo Flopson—. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño.

Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos.

Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego.

Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana:

—¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente!

—Mamá querida —ceceó la niñita—, el pequeño podía haberse sacado los ojos.

—¿Cómo te atreves a decirme eso? —replicó la señora Pocket—. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio!

—Belinda —le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa—. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño.

—No quiero que se meta nadie en estas cosas —dijo la señora Pocket—. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto.

—¡Dios mío! —exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación—. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte?

—No quiero que Juana se meta en esto —dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito—. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito.

El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas.

—¡Oídme, dioses! —exclamó, desesperado—. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente!

Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso.

Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable.

—Señor Drummle —dijo la señora Pocket—, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá.

El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana.

Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: El señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento.

Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis —eso sin hablar de otras aguas—, resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido.

Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole:

—Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted.

—¿Hablar con su amo? —exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo—. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo... otro rato cualquiera.

—Con perdón de usted, señora —replicó la criada—, necesito hablar cuanto antes y al señor.

Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó.

—¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! —dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación—. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa.

La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo:

—Eso es cosa de esa odiosa Sofía.

—¿Qué quieres decir, Belinda? —preguntó el señor Pocket.

—Sofía te lo ha dicho —contestó la señora Pocket—. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo?

—Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? —replicó el señor Pocket—. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla?

—¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? —le preguntó su esposa.

El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor.

—¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? —exclamó la señora Pocket—. Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa.

Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa:

—Buenas noches, señor Pip.

CAPITULO XXIV

Después de dos o tres días, cuando me hube instalado en mi cuarto y tras haber ido a Londres varias veces para encargar a mis proveedores lo que necesitaba, el señor Pocket y yo sostuvimos una larga conversación. Conocía más acerca de mi porvenir que yo mismo, pues me dijo que, según le manifestara el señor Jaggers, yo no estaba destinado a una profesión determinada, sino que tan sólo había de ser bien educado para mi destino en la sociedad, con tales conocimientos que estuviesen a la par con los de los jóvenes que gozan de una situación próspera. Yo, desde luego, di mi conformidad, pues no podía decir nada en contra.

Me aconsejó frecuentar determinados lugares de Londres, a fin de adquirir los rudimentos que necesitaba, y que le invistiese a él con las funciones de profesor y director de todos mis estudios. Esperaba que con una ayuda inteligente tropezaría con pocos inconvenientes que pudiesen desalentarme y que pronto no tendría necesidad de otra ayuda que la suya propia. Por el modo con que me dijo todo eso y mucho más, con el mismo fin, conquistó admirablemente mi confianza; y puedo añadir que siempre se mostró tan celoso y honrado en el cumplimiento de su contrato conmigo, que me obligó, de esta manera, a mostrar el mismo celo y la misma honradez en cumplir mis deberes. Si él, como maestro, me hubiese demostrado la menor indiferencia, es seguro que yo le habría pagado con la misma honradez, como discípulo; pero como no me proporcionó esta excusa, cada uno de nosotros hizo justicia al comportamiento del otro. Y por mi parte no consideré que en sus relaciones para conmigo hubiese nada ridículo ni cosa que no fuese seria, honrada y bondadosa.

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