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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (20 page)

Tras dejar escapar un suspiro de alivio, decidí preguntarle por Masami. Si habían tenido hijos, iba a ser más complicado que yo también pudiera quedarme con ellos.

—Pero ¿qué dirá Masami?

—Le hará ilusión, seguro. A ella también le vuelve loca nuestra pequeña Yuriko. Pero ¿cómo lo harás con el colegio?

—Aún no lo he decidido.

—Bueno, pues entonces le pediré a mi esposa que se ocupe de ello. Ven a vivir con nosotros, Yuriko, vamos.

Las súplicas de Johnson eran las de un hombre que respondía a una seducción. Me recosté en el sofá aliviada, abrumada por la extraña sensación de que alguien me estaba observando. Levanté la vista al frente y vi que Úrsula me estaba mirando. Me guiñó un ojo. Por el tono de mi voz al teléfono, había adivinado de qué se trataba. Asentí y sonreí. «Soy igual que tú: de ahora en adelante, también viviré dependiendo del favor de un hombre.» Tras esbozar una sonrisa, Úrsula se retiró al dormitorio. A partir de ese día, el grifo de la cocina dejó de gotear. Sospecho que Úrsula había empezado a cerrarlo a conciencia. Cuando mi padre no estaba delante, Úrsula caminaba con brío, por lo que me costaba creer que necesitara reposo.

El día antes de viajar a Japón, por la tarde, Karl vino a verme; sabía que mi padre estaría en la fábrica. Me dio un largo beso allí mismo, en mi habitación, entre mis ositos de peluche y mis muñecas.

—Me apena pensar que no volveré a verte, Yuriko. Podrías quedarte…, por mí.

Había fuego en los ojos de Karl, pero también alivio. Resultaba evidente que mi partida y la muerte de mi madre lo liberaban de cualquier culpa o arrepentimiento que pudiera haber sentido.

—Yo también estoy triste, pero no puedo hacer nada.

—¿Qué te parece si lo hacemos ahora? Una última vez.

—Karl empezó a desabrocharse la hebilla del cinturón.

—¡Úrsula está en casa! —exclamé.

—No te preocupes, lo haremos en silencio.

Arrojó todos los peluches al suelo y luego se tumbó encima de mí en la estrecha cama. No podía moverme bajo su peso. Entonces alguien llamó a la puerta:

—¿Yuriko? Soy Úrsula.

Sin esperar a que él se levantara de un salto y se abrochara a la ropa, extendí el brazo y abrí la puerta. Úrsula sonrió con complicidad. Karl se peinó hacia atrás el cabello alborotado y se puso en pie fingiendo que miraba por la ventana. Al otro lado de la calle estaba la fábrica de calcetería de Karl.

—¿Qué ocurre, Úrsula?

—Yuriko, me preguntaba si podría quedarme con tus osos de peluche en caso de que tú no te los lleves.

—Me da lo mismo, coge todo lo que quieras.

—¡Gracias!

Úrsula agarró con rapidez el koala y el osito que estaban en el suelo y miró a Karl con desconfianza.

—¿Sucede algo, jefe? —preguntó.

—Oh, sólo he venido a despedirme de Yuriko.

Úrsula me guiñó el ojo, como diciéndome: «Sí, claro.» Era mi cómplice. Cuando se marchó, Karl sacó un sobre del bolsillo trasero de sus pantalones con aire de resignación y, al abrirlo, vi mis fotos posando desnuda y algo de dinero.

—Son bonitas, ¿no? Pensé que podrías quedártelas como recuerdo. El dinero es un regalo de despedida.

—Gracias, Karl —repuse—. ¿Dónde has escondido las copias de las fotos?

—Están pegadas en la parte posterior de mi escritorio, en la fábrica —respondió él muy serio. Luego añadió—: Ahorraré e iré a verte a Japón.

Pero Karl no vino jamás a Japón, y yo casi nunca pienso en él. Mi primer amante fue también mi primer cliente. Todavía tengo esas fotos. Estoy mirando a cámara, tumbada en la cama en la misma pose que
La maja desnuda
. Mi piel luce tan blanca que parece traslúcida. Mi frente es ancha, mis labios están retraídos en un mohín. Y en las pupilas de mis ojos abiertos como platos hay algo que ya he perdido: el miedo a los hombres y el deseo. Doy la impresión de proyectar incomodidad por el destino que me había sido asignado. Pero ahora ya no tengo miedo, ni siento deseo, ni estoy incómoda.

Estoy sentada frente al espejo, maquillándome. El rostro que éste me devuelve es el de una mujer que ha envejecido a una velocidad aterradora tras dejar atrás los treinta y cinco. Las arrugas alrededor de los ojos y la boca ya no pueden ocultarse, no importa cuántas capas de maquillaje aplique. Y la forma de mi cuerpo rechoncho es exactamente igual que la de la madre de mi padre. Cuanto mayor me hago, más consciente soy de la sangre occidental que corre por mis venas.

Al principio fui modelo; luego, durante bastante tiempo, trabajé en un club que sólo contrataba a extranjeras hermosas. Se podría decir que era una chica de alterne de lujo. De allí pasé a un club caro, un lugar en donde un hombre con un sueldo medio no pensaría en entrar. Pero a medida que empecé a llevar vestidos con escotes más pronunciados, comencé a sumergirme también en locales cada vez más baratos. Ahora no me queda otra elección que trabajar para clubes especializados en ofrecer servicios a los hombres cuyo fetiche son las «mujeres casadas» o las mujeres maduras. Además, ahora tengo que trabajar duro aunque sólo sea para poder venderme barata. Antes solía encontrar mi valía al saber que un hombre me deseaba, pero ya no; no solamente han caído en picado mis ingresos, sino que tengo que esforzarme cada vez más por encontrar una razón que explique mi existencia en el mundo. Mirándome al espejo me fijo en mis ojos, que han perdido su contorno, y dibujo una raya ancha con el delineador de ojos. Así es como creo mi vibrante rostro profesional.

4

M
i hermana había dicho que volvería a llamarme por la noche, pero yo quería irme antes de que lo hiciera; no deseaba oír su voz deprimente. ¿Qué diablos estaba haciendo?, me preguntaba. Cambiaba de un empleo pésimo a otro buscando el trabajo perfecto, como si existiera alguno. O quizá sí que existía —me dije—: ¡la prostitución! Me reí yo sola mientras me miraba al espejo. Si puedes hacerlo, adelante. El mayor atractivo de este trabajo es una vacuidad avariciosa. He sido prostituta desde los quince años, no puedo vivir sin hombres aunque ellos sean mis peores enemigos. Ellos han destrozado mi vida. Soy una mujer que ha echado a perder su lado femenino. Cuando mi hermana mayor tenía quince años, era una simple alumna de secundaria que se pasaba el día estudiando.

De golpe, me ha asaltado una idea: ¿y si todavía es virgen? La hermana pequeña es una puta; la mayor, una virgen. Es demasiado. Me ha entrado la curiosidad y he marcado su número.

—¿Diga? ¿Hola? ¿Eres tú, Yuriko? Vamos, ¿quién es?

Ha respondido enseguida al teléfono.

—¿Hola, hola?

Mi hermana se muere de ganas de saber quién llama, porque nunca debe de llamarla nadie. Su soledad retumba en el auricular. Me dispongo a colgar partiéndome de risa, mientras oigo el eco de la voz de mi hermana al otro lado de la línea. ¡No sé si es virgen o lesbiana!

Tras colgar el teléfono, empiezo a pensar qué me voy a poner para ir al club esta noche. Mi apartamento tiene un solo dormitorio, que al mismo tiempo hace las veces de sala de estar, y una cocina pequeña. No hay mucho espacio. El armario y el vestidor son el mismo mueble pero, bueno, tampoco tengo tantos vestidos. Cuando trabajaba en Roppongi, en los clubes de mujeres extranjeras, tenía una tonelada de vestidos preciosos, vestidos de Valentino y de Chanel que costaban un millón de yenes cada uno. Me enfundaba uno de esos vestidos divinos y un diamante enorme en el dedo sin darle la menor importancia. Luego me calzaba unas sandalias doradas —demasiado lujosas para llevarlas sólo para caminar—, y nunca me ponía medias, ya que había clientes que adoraban besarme los dedos de los pies. Cogía un taxi desde mi apartamento. Después de trabajar, subía al coche de algún cliente, íbamos a un hotel y de allí volvía a casa en taxi, de modo que sólo usaba mis músculos cuando estaba en la cama con un hombre.

Pero cuando dejé atrás ese mundo, mi armario pasó a llenarse de prendas baratas que podían comprarse en cualquier parte. Cambié la seda por el poliéster, el cachemir por los sucedáneos de la lana. Y ahora no me queda más remedio que cubrir mis piernas envejecidas con medias baratas, unas piernas que acumulan una celulitis persistente por mucho ejercicio que haga.

Sin embargo, lo que más ha cambiado con los años es el nivel adquisitivo de mis clientes. En el primer club en el que trabajé, los hombres que solicitaban mis servicios eran actores, escritores o empresarios jóvenes. Muchos de ellos eran presidentes de una compañía o distinguidos vips venidos del extranjero. En el club en el que estuve después, la mayoría eran hombres de negocios que no dudaban en cargar los gastos a su empresa. Con el tiempo pasé a satisfacer a simples empleados con exiguas pagas mensuales, y hoy en día mis clientes son tipos raritos que buscan mujeres excéntricas, u hombres sin blanca. Cuando digo «excéntrico» quiero decir en realidad «grotesco», ya que en este mundo también hay tipos que prefieren la belleza cuando ésta ya se ha marchitado, o los desechos de una belleza extinguida.

Con mi belleza monstruosa y mi monstruoso deseo, supongo que ahora me he convertido en una criatura horrorosa. A medida que he ido envejeciendo me he ido convirtiendo en un engendro. Sé que ya lo he dicho varias veces, pero repito que no me siento sola. Éste es el cuerpo de una mujer que un día fue una chica hermosa. Estoy segura de que mi hermana debe de deleitarse con mi declive; por eso me llama constantemente.

Tengo más cosas que contar sobre Johnson.

Cuando vino a buscarme al aeropuerto internacional de Narita, su expresión era tensa. Masami, en cambio, estaba a su lado y parecía sonreír alegremente. ¡Menudo contraste! Él llevaba un traje negro, camisa blanca y una corbata muy seria, y se daba golpecitos nerviosamente con el dedo índice en el labio inferior. Nunca lo había visto tan bien vestido. Masami llevaba un vestido de lino blanco, quizá para lucir su piel bronceada, y un verdadero tesoro de complementos de oro que le adornaban las orejas, el cuello, las muñecas y los dedos. Se había pintado una raya negra muy gruesa en las comisura de los ojos, por lo que resultaba difícil adivinar cuál era su expresión en realidad. ¿Estaba seria o animada? Por esta razón empecé a observar a Masami cuando se maquillaba: dependiendo de cómo lo hiciera, se podía saber —más que por cualquier cosa que dijera— cómo se sentía. Aquella tarde Masami mostraba una alegría exagerada.

—¡Yuriko, cuánto tiempo desde que nos vimos la última vez! ¡Cielo santo, cómo has crecido!

Johnson y yo intercambiamos una mirada. Con quince años, había crecido al menos veinte centímetros desde que estaba en primaria. Medía un metro setenta y pesaba cincuenta kilos. Y ya no era virgen. Johnson me abrazó suavemente y pude percibir un leve temblor en su cuerpo.

—Me alegro de verte de nuevo.

—Muchas gracias, señor Johnson.

Me había pedido que lo llamara Mark, pero yo prefería llamarlo Johnson. «¡El idiota de Johnson!», así era como lo había llamado mi hermana antes de colgarme el teléfono. Cuando pensaba en ello, susurraba siempre para mis adentros: «Bendito Johnson.» Era mi única protección.

—Me preguntaba si vendría tu hermana… —Masami, dubitativa, miró a su alrededor.

Pero lo cierto es que no debería haberse molestado: ni siquiera le había dicho a mi hermana la hora de llegada de mi vuelo.

—No tuve tiempo de llamarla antes de salir —expliqué—. Además, me han dicho que mi abuelo no se encuentra muy bien.

—¡Ah, casi lo olvido! —Masami no había escuchado lo que acababa de decirle—. El examen de admisión es esta tarde —dijo apretándome el brazo con entusiasmo—. Debemos apresurarnos en ir a casa. La escuela Q te aceptará en la categoría de
kikokushijo
, la de hijos de japoneses que viven en el extranjero. Te será muy práctico ir al instituto desde nuestra casa, y yo podré alardear de ti porque irás a una escuela de primera como es la Q. Me alegro tanto de que hayas llegado a tiempo para el examen.

La escuela Q. Ésa era la escuela a la que iba mi hermana, y yo no quería ir a un centro como ése. Pero Masami —siempre por presumir— estaba decidida a que ingresara allí. Miré a Johnson en busca de ayuda pero él se limitó a asentir.

—En eso, al menos tendrás que aguantarte —dijo.

—Aguantarme…

Era lo mismo que había dicho el tío Karl cuando me había hecho las fotos aquel día en la cabaña. Resignada, me mordí el labio. Masami me llevó de la mano y me hizo subir al asiento trasero de su llamativo Mercedes-Benz. A mi lado, sobre la piel beige del asiento, sentí la pierna caliente de Johnson tocando la mía. El incidente de la cabaña. Nuestro secreto. Mis ojos debían de bailar por haber redescubierto la felicidad, y esperaba tener nuevas alegrías. La vida no sucede según nuestros planes, pero todos somos libres de soñar.

De vuelta del aeropuerto, Masami detuvo el coche para dejar a Johnson en el trabajo, de modo que quedé en manos de ella. Me llevó al colegio Q en el distrito de Minato. El edificio principal era de piedra y tenía aspecto de viejo. Los edificios que lo flanqueaban, en cambio, eran más modernos. El instituto estaba a la derecha, e involuntariamente, empecé a mirar por si mi hermana andaba por allí. No nos habíamos visto desde que nos separamos en marzo, y ya hacía más de cuatro meses desde entonces. Si ingresaba en el colegio Q, sin duda se enfurecería. No podía evitar imaginarme lo enojada que estaría. Se había dejado la piel para entrar en esa escuela con el único propósito de alejarse de mí. Su artimaña no me había engañado. Solté una amarga carcajada en voz alta.

—¡Yuriko-chan, alegra esa cara! —dijo Masami. Al parecer, había malinterpretado mi risa—. Estás tan guapa cuando sonríes. Si sonríes seguro que superarás la entrevista. Bueno, se trata de un examen escrito, pero es sólo una formalidad. Sé que querrán que te quedes con ellos mucho, mucho tiempo porque eres muy guapa. A mí me sucedió lo mismo cuando hice el examen de ingreso en la aerolínea. La competencia era terrible, pero cogieron a las chicas con las mejores sonrisas.

Yo dudaba de que el examen de una azafata de vuelo y el examen de ingreso para esta escuela tuvieran algo que ver pero, puesto que no merecía la pena discutir, decidí que lo mejor sería componer una dulce sonrisa. Y, si me aceptaban, entonces, ¿qué? El colegio costaba más de lo que mi padre podía pagar, y Johnson había aceptado costear la mitad de la matrícula. ¿Acaso no era ya poco menos que una prostituta?

Unas diez chicas se presentaron para el examen de acceso en la categoría de «emigrantes». Todas ellas habían estado viviendo en el extranjero debido al trabajo de sus padres. Yo era la única mestiza, y fui la que sacó la peor nota. No me interesaba en absoluto el colegio. Es más, apenas tenía el vocabulario necesario para mantener una conversación en inglés o en alemán.

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