Una muchedumbre de personas estaba sentada en el suelo inundado delante de la estación de tren. Por lo menos había mil personas, sobre todo hombres y mujeres jóvenes, y tenían la ropa empapada por la lluvia. Con bolsas de plástico repletas de cacharros, ropa y otros objetos, esperaban pacientemente el tren. Sólo había dos posadas allí, por lo que estaba seguro de que estarían llenas. No vi tiendas; todo cuanto se divisaba era una multitud de gente que esperaba delante de la estación en silencio. De la muchedumbre empapada salía a veces una nube de vaho o de vapor que ascendía hacia el cielo, deshaciéndose.
Nuestro autobús no fue el único en llegar. Después de que bajamos, siguieron llegando uno tras otro, todos abarrotados por igual. La gente de los autobuses parecían llegar de pueblos incluso más remotos que el nuestro e igual de pobres. La cantidad de personas delante de la estación no hacía más que aumentar y, para los que acababan de llegar, era imposible acercarse siquiera al edificio. La gente se hacinaba, y aquí y allá se empujaban unos a otros y surgían peleas. Los guardias del ferrocarril que merodeaban por allí poco podían hacer.
Seríamos muy afortunados si podíamos acercarnos lo suficiente para comprar un billete, por no hablar de subir al tren. Estaba abrumado. En ese momento ya no podíamos volver a casa, no después de haber robado el dinero. Incluso mi voluntariosa hermana debía de estar desanimada, ya que tuve la impresión de que iba a echarse a llorar.
—¿Qué vamos a hacer? ¡A este paso transcurrirá una semana antes de que podamos subir al tren! ¡Y mientras esperamos, más gente vendrá y más subirán los precios!
—Ya pensaremos algo.
Mientras intentaba consolar a mi hermana, empujaba hacia adelante con fuerza para unirnos a un grupo de gente que estaba cerca de la estación. Se oyeron gritos de enfado:
—¡Aquí estamos haciendo cola! ¡Poneos al final de la fila!
Miré con ira hacia el lugar de donde provenían las voces y, entre el grupo de personas, vi a un bruto que parecía dispuesto a iniciar una pelea. No obstante, mi hermana atrajo su atención con una vocecita patética:
—Ay, Dios mío, estoy tan enferma que creo que voy a morir.
Sin que le quedara más remedio, el hombre se apartó un palmo. Yo puse el pie en ese espacio y metí nuestra olla. Cuando finalmente tuve suficiente espacio para sentarme, senté a mi hermana en mi regazo, apoyó la cabeza en mi hombro y se desplomó de lo cansada que estaba. Supongo que los demás pensaban que éramos una pareja de amantes haciendo lo que podían para consolarse el uno al otro pero, de hecho, mi hermana y yo estábamos a punto de perder los nervios, tan inquietos que apenas podíamos pensar con claridad. Sin embargo, no nos quedaba otro remedio más que esperar al tren.
Observando a la gente de alrededor, mi hermana murmuró:
—Parece que esta gente ya tiene billetes. Nosotros también tenemos que conseguirlos.
Pero la taquilla estaba cerrada. Le di un apretón en el hombro para que se callara. Si nos quedábamos así abrazados, no íbamos a necesitar billetes. Además, yo estaba decidido a no perder el lugar que habíamos conseguido, aunque me costara la vida. Iba a subir a ese tren y, si eso significaba pasar por encima de todas aquellas cabezas, pues eso haría, no cabía duda.
Esperamos seis horas, y durante ese tiempo la masa de gente no hizo más que crecer. Todos íbamos camino de la ciudad a buscar trabajo.
Al final, la gente empezó a gritar:
—¡Que viene el tren!
Los granjeros apiñados en la estación empezaron a ponerse de pie a duras penas. Aterrorizados por la masa de gente, los encargados de la estación dejaron de controlar los billetes. Había unos cuantos guardias de servicio, pero no íbamos a dejar que el miedo a las balas nos detuviera. Sabían que no podrían detener una avalancha. El tren de color chocolate se acercó al andén y la gente avanzó antes de pararse con un profundo suspiro de decepción. Las ventanillas del tren estaban llenas de vaho, de modo que era imposible ver el interior, pero los brazos, los pies y las pertenencias de la gente sobresalían por las puertas. Claramente, el tren ya estaba abarrotado.
—Si no hacemos nada —le dije a Mei-kun—, no saldremos nunca de esta estación. Pase lo que pase, no me sueltes la mano, ¿de acuerdo? Vamos a subir a ese tren.
Agarré la mano de mi hermana, y pusimos los fardos delante de nuestro cuerpo. Luego empujamos con todas nuestras fuerzas. No sé si fue porque la olla se le estaba clavando en la columna, pero el hombre de delante miró por encima de su hombro con una expresión de dolor, perdió pie y se hizo a un lado. Gradualmente, el muro de personas fue cediendo. Varios cayeron pero yo seguí empujando sin disculparme mientras pisoteaba sus cuerpos.
Por miedo a una estampida, los encargados y los guardias habían abandonado sus puestos, y nosotros seguimos empujando con fuerza, encaramándonos sobre otras personas mientras otros se encaramaban a nosotros. No importaba. Todo el mundo allí pensaba en una única cosa: ¡subir al tren! Estábamos desesperados por conseguirlo, y no nos importaba lo que les ocurriera a los demás.
—¡Zhe-zhong, Zhe-zhong!
Oí los gritos agudos de mi hermana. Alguien la estaba agarrando del pelo y tiraba de ella hacia atrás. Si se caía, los demás la pisarían y, probablemente, moriría. Dejé caer las bolsas que cargaba y corrí a ayudarla. Golpeé la cara de la mujer que la agarraba del pelo hasta que la soltó. Empezó a salirle sangre de la nariz, pero a nadie le preocupaba. Aquello era de locos.
Mi conducta de entonces fue lamentable, pero me encontraba en una situación que nadie en Japón podría comprender. El espectáculo de todas aquellas personas peleándose para subir a un tren en el que no cabía un alfiler tal vez parezca ridículo, pero para nosotros era una cuestión de vida o muerte.
Mi hermana y yo nos las arreglamos para acercarnos cada vez más al convoy. Pero entonces vi que había una persona en el vagón más cercano que blandía un palo de madera y amenazaba con golpear a cualquiera que intentara acercarse. Atizó en la cabeza al hombre que estaba delante de mí y lo tiró a un lado, y justo en ese momento las ruedas empezaron a girar. Desesperado, zarandeé al tipo que blandía el palo y, con la ayuda de un hombre fuerte que estaba a mi lado, conseguimos hacerle caer del tren. Luego, usando los cuerpos de los que habían caído a modo de escalera, conseguí que mi hermana y yo subiéramos al tren. Muchas otras personas intentaron hacer lo mismo, desesperados, pero entonces yo tomé la posición del hombre con el palo e hice lo que pude para mantenerlos a distancia. Cuando pienso de nuevo en ello, me estremezco. Es una imagen espeluznante.
Incluso después de que el tren hubo salido de la estación, mi hermana y yo seguimos en un estado de agitación extrema.
Al mirarnos, vimos que nos caían gotas de sudor por la cara. Ella tenía el pelo enredado, y llevaba la cara llena de barro y rasguños. Mi aspecto no era mucho mejor, sin duda. No dijimos nada —no había palabras para expresar nuestros sentimientos—, pero sabía que ambos sentíamos lo mismo: «¡Lo conseguimos, qué afortunados somos!»
Después de un rato, recuperamos la calma. De nuevo estábamos hacinados con otras personas que iban tan cargadas como nosotros, sin más remedio que quedarnos de pie en el pasillo que había entre los asientos. No podíamos sentarnos, y mucho menos echarnos. Medio día después, llegaríamos a Chongqing, y tardaríamos dos días más hasta llegar a Guangzhou. Ninguno de los dos había salido nunca del pueblo, y ahí estábamos, viajando en autobús y en tren por primera vez hacia un lugar que nunca habíamos visto. ¿Seríamos capaces de soportarlo? No lo sabía. ¿Y qué nos esperaba en nuestro destino?
—Tengo sed —gimió mi hermana apoyándose en mi pecho.
Habíamos acabado toda el agua y la comida en el autobús. Por miedo a perder nuestro lugar en la estación, no habíamos ido a buscar más, así que no nos había quedado más remedio que subir al tren sin provisiones. Pasé los dedos por el cabello enredado de mi hermana para desenmarañarlo.
—Tendrás que aguantarte.
—Lo sé. Sólo me pregunto si tendremos que permanecer de pie durante todo el camino.
Mei-kun echó un vistazo a su alrededor. Entre los demás pasajeros que estaban de pie en el pasillo había algunos que bebían agua o comían pastelitos de soja al vapor con una mano y con la otra se sujetaban para no perder el equilibrio. Lo que nos sorprendió de veras fue una mujer de pie que acunaba a un niño entre sus brazos. Los campesinos chinos son verdaderamente resistentes.
Un grupo de cuatro chicas que no debían de tener más de dieciséis o diecisiete años estaban juntas en una esquina al final del corredor. Por su forma de vestir, se veía que intentaban estar a la moda, y llevaban coletas con cintas rojas y rosas. Sin embargo, saltaba a la vista que eran chicas de campo que habían trabajado la tierra, porque tenían las mejillas quemadas por el sol y las manos hinchadas y rojas, con sabañones. Mi hermana era mucho más guapa, no había punto de comparación, y una oleada de orgullo se apoderó de mí.
Cada vez que el tren se balanceaba, aquellas chicas feas gritaban, muy coquetas, y se agarraban a los hombres que tenían a mano. Mi hermana les clavaba la mirada con desprecio. Una de ellas sacó un tarro de café instantáneo Nescafé, que había reutilizado rellenándolo con té, y bebió de él haciendo un gesto exagerado, como para provocar a mi hermana. Para nosotros, productos de importación como el café instantáneo eran lujos increíbles. Sólo habíamos visto tarros vacíos, y únicamente en las casas de los ricos del pueblo.
Mi hermana miró con envidia el té. Al verlo, la chica aumentó el nivel de la tortura y sacó una mandarina de su bolsa y empezó a pelarla. Era sólo una mandarina pequeña, pero el dulce olor cítrico llenó todo el vagón. ¡Oh, aquel olor! Sólo de pensarlo me entran ganas de llorar. Aquel aroma definía la diferencia entre los que tenían y los que no tenían, ¡una diferencia increíblemente grande! Una diferencia suficiente para volverte loco y trastornarte la vida. No creo que los japoneses puedan entender nunca esa sensación. Y, por eso, creo que son afortunados.
El aroma de la mandarina desapareció de repente, sustituido por un olor repugnante. La puerta del baño se había abierto. Todos apartaron la mirada y bajaron la vista, porque quien había salido del baño era un
yakuza
. La mayoría de las personas del tren iban vestidas con trajes Mao sucios, pero aquel hombre llevaba una elegante chaqueta gris, un jersey rojo de cuello alto y unos pantalones negros y anchos, además de una bufanda blanca alrededor del cuello. Era ropa de calidad, pero sus ojos centelleaban ociosos, igual que los de Gen-de. Un tipo duro, eso era evidente. Cuando se abrió la puerta del baño pude ver a otros dos hombres dentro, ambos vestidos igual que el primero, que fumaban cigarrillos.
—Esos cabrones se han adueñado del baño y ahora nadie puede usarlo —murmuró el hombre que estaba junto a mí. Era una cabeza más bajo que yo.
—Entonces, ¿qué se supone que debemos usar?
—El suelo.
Estaba indignado, pero cuando miré a mis pies noté que el suelo ya estaba húmedo. Al entrar en el vagón había percibido un olor nauseabundo. Ahora sabía lo que era: orina.
—¿Y si tienes que cagar?
—Pues… —El hombre rió, mostrando que sólo le quedaba uno de los dientes frontales—. Yo llevo una bosa de plástico, así que usaré eso.
Pero cuando la bolsa estuviera llena, sin duda la tiraría al suelo del vagón, así que casi podía coger una mierda del suelo con la que empezar.
—¿Por qué no usa sus propias manos? —intervino un adolescente con la cara llena de granos que estaba detrás de mí.
La gente a nuestro alrededor se rió, pero la mayoría parecían bastante desesperados. Era patético. No importaba lo pobre que fuera mi familia, ni que viviéramos en una cueva; nunca habríamos pensado en ensuciar nuestra casa con nuestros propios excrementos. Sencillamente, los seres humanos no viven así.
—¿Todos los vagones son como éste?
—En todos es igual. Lo primero que hace alguien cuando se sube al tren es intentar asegurarse el lavabo y luego se preocupa por un asiento. Verás, si un tren va tan lleno como éste, aunque el aseo esté libre, es imposible llegar a él, de modo que lo mejor es intentar ocupar el lavabo. Seguro que apesta, pero si llevas una tabla puedes ponerla sobre el agujero y, al menos, así puedes sentarte; incluso puedes estirar las piernas y dormir. También puedes cerrar la puerta, ¿sabes?, y así te aseguras de que sólo entres tú y tus compañeros.
Estiré el cuello para mirar a mi alrededor. La gente estaba hacinada, de pie en el pasillo e incluso entre los asientos, y había niños pequeños y mujeres echadas en los portaequipajes que había sobre las butacas. En los asientos cabían cuatro personas, frente a frente, pero lo único que se veía de los que estaban sentados era el cabello negro de sus cabezas. Estaban tan apretujados que no podían moverse, y no les quedaba más remedio que hacer sus necesidades allí en medio, delante de todos.
—Supongo que para los hombres no es tan incómodo, pero debe de ser difícil para las mujeres.
—Bueno, pueden pagar a esos tipos para que les dejen usar el baño.
—¿Tienen que pagar?
—Sí, ése es su negocio: dinero a cambio de usar el lavabo.
Miré discretamente al
yakuza
. Debía de aburrirse dentro del baño y había salido a echar un vistazo fuera. Observaba al grupo de chicas, como si las evaluara. Luego se fijó en la madre que arrullaba al bebé. Cuando el grupo de chicas apartó la mirada con timidez, lo siguiente que hizo el hombre fue clavarle los ojos a mi hermana. A mí me asustó e intenté interponerme en su línea de visión. Empezaba a preocuparme la belleza de Mei-kun. El hombre me miró con ira. Yo bajé los ojos.
Luego gritó con fuerza:
—Usar el lavabo cuesta veinte yuanes. ¿Algún interesado?
Veinte yuanes vienen a ser unos trescientos yenes japoneses. Una cantidad irrisoria, tal vez, pero yo sólo ganaba un yuan al día cuando trabajaba en la fábrica.
—Es muy caro —dijo, con tono desafiante, la chica que había estado comiéndose la mandarina.
—Entonces supongo que tú no usarás el baño.
—Si no lo hacemos, moriremos.
—Pues tú misma, muérete.
El hombre espetó esto y luego cerró la puerta de un golpe. Había tres hombres en el aseo diminuto. ¿Qué estaban haciendo? No tenía ni la menor idea. Lo único que sabía era que en el lavabo había mucho más espacio que de pie en el pasillo.