Me puse a la defensiva. Aún no lo había perdonado.
—Es un poco incómodo hablar de ello, pero creo que es mi obligación. No me parece que su actitud de antes haya sido la correcta. De hecho, creo que ha sido maleducada con el señor Kabano.
—¿De verdad? ¿Y qué me dice usted sobre su propia actitud? ¿No fue usted quien anunció a los cuatro vientos que yo había entrado en la empresa por enchufe? ¿No cree que eso también fue de mala educación?
Supongo que no esperaba que le soltara eso, porque su rostro se ensombreció.
—Si la ofendí, por favor, acháquelo al alcohol. Me disculpo si herí sus sentimientos, no fue mi intención pero, dado que forma usted parte de la familia de la corporación G, imaginé que se lo tomaría como un cumplido y no como un insulto. Eso era lo que el señor Kabano intentaba expresar antes, y ésa es la razón por la que pienso que su actitud ha sido maleducada. En una familia como la nuestra, todo el mundo apoya y anima a los demás. Ésa es nuestra forma de ser, y haría usted bien en reconocerlo. Enfurruñarse por una ofensa imaginaria es contraproducente.
—Puede pensar usted lo que le venga en gana, pero yo entré en esta empresa por mis propios méritos. Por descontado, quería seguir los pasos de mi padre, pero el puesto me lo gané yo sola. Estoy muy orgullosa de mi padre, obviamente, pero empiezo a estar harta de que me hablen de él.
Mi compañero se cruzó de brazos.
—¿Cree de verdad que fue gracias a sus propios méritos?
Cuando lo oí decir eso, estuve a punto de echarme a llorar de rabia.
—¡Si no me cree, compruébelo usted mismo! Y deje ya lo de los enchufes, ya he tenido bastante.
—No, no me refiero a eso —prosiguió—. Yo entré en la empresa por enchufe: mi tío trabajaba aquí. Ahora ya se ha jubilado. No me importa si la gente dice que estoy en la empresa por enchufe o no, sólo le agradezco a mi tío que me ayudara. Así funciona el ámbito corporativo en Japón.
—Creo que se equivoca usted.
—Eso lo dice porque no conoce en absoluto el mundo de los hombres.
Dijo esto como última réplica, giró sobre sí mismo y se marchó. Yo estaba tan enfadada que pensaba que iba a explotar. «¡El mundo de los hombres!» Los hombres te salen con eso cuando les conviene, hacen alianzas entre sí y excluyen a las mujeres según sus intereses. Si se suponía que la empresa Arquitectura e Ingeniería G era una gran familia, también se debería incluir a las mujeres en esas alianzas. Todos cuantos me rodeaban eran enemigos, me sentía desterrada en el desierto. De repente oí a Yamamoto hablarle a alguien en susurros.
—Vale, nos encontramos delante del cine.
Colgó deprisa, antes de que nadie pudiera saber que estaba haciendo una llamada personal, y luego miró en derredor. Parecía radiante de felicidad. Sin duda alguna, iba a encontrarse con un hombre. «Es importante hacer alianzas fuertes y aprovecharte de las que sean negativas», eso era lo que mi veterano compañero había dicho. Si eso era así, las mejores alianzas que podía hacer una mujer eran con hombres. Yamamoto ya no podría aguantar allí durante mucho más tiempo, probablemente porque tenía a un hombre. Volví a mi escritorio sintiéndome abatida, me desplomé en la silla y apoyé la cabeza sobre la mesa.
—Me voy —dijo Yamamoto mientras se dirigía hacia la puerta. Acababa de pintarse los labios de rojo y todo su cuerpo exudaba alegría. Yo me levanté de un salto y la seguí.
El hombre que la esperaba delante del cine llevaba la ropa propia de un estudiante recién licenciado: vaqueros, chaqueta y zapatillas deportivas. En su cara no había nada que destacara especialmente, y su aspecto general era ordinario. Pero allí estaba Yamamoto, saludándolo como si fuera la mujer más feliz de la tierra. Los dos se metieron en el cine. ¿Qué diablos…? Había dado por supuesto que el novio de Yamamoto sería increíblemente guapo y me decepcionó mucho ver que era lo contrario a lo que había imaginado.
Una vez que hubieron entrado, me quedé sola en la calle, delante del cine, y mi corazón empezó a galopar. Pequeñas serpientes negras comenzaron a enroscarse en mi corazón: primero una, luego dos, luego tres y al final cuatro y, cuanto más intentaba ahuyentarlas, más acudían. En poco tiempo, sentí que mi corazón no era más que una masa negra y retorcida, y la sensación era tan opresiva que deseaba echar a correr.
Yamamoto tenía lo que yo nunca iba a conseguir. Y no sólo ella. Las ayudantes que se mofaban de mí porque no podía hacer mi trabajo, los hombres cuya mala educación no tenía límites, los viejos marginales como Kabano…, todos ellos tenían la capacidad de socializar con los demás: amigos, amantes, alguien a quien pudieran abrirle el corazón, con quien poder conversar, alguien a quien anhelaban ver una vez que acababan el trabajo. Tenían a personas fuera de la oficina que les hacían sentirse felices.
La brisa de mayo era fresca y agradable. El sol poniéndose teñía de naranja la arboleda del parque Hibiya. Aun así, la depresión que me embargaba no se disipaba. Las víboras negras se enredaban, se retorcían y se multiplicaban, colgando de los extremos de mi corazón, y al final lo desbordaban. «¿Por qué sólo yo? ¿Por qué sólo yo?», seguí preguntándome mientras me abría paso en la brisa, camino de Ginza, con la espalda encorvada por el esfuerzo. Cuando volviera a mi casa lúgubre y solitaria, la única persona que habría allí para darme la bienvenida sería mi madre. Eso era lo único de lo que tenía que preocuparme. Pensar que debía volver al trabajo al día siguiente me deprimía tanto que no podía soportarlo. Mi decepción y mi irritación alimentaban a las víboras que anidaban en mi corazón.
La vida que llevaba no era muy diferente de la de un hombre de mediana edad. Iba a trabajar y luego regresaba a casa. La única razón de mi existencia era llevar un cheque a casa. Ganara lo que ganase, todo se destinaba a cubrir los gastos del hogar. Primero, mi madre ingresaba el cheque en el banco, luego compraba comida barata, pagaba los costes escolares de mi hermana y el alquiler. Incluso se encargaba de darme una mediocre asignación. Si yo me fuera a cualquier parte y no volviera nunca, mi madre, que ya había gastado la mayor parte de los ahorros, estaría perdida. No tenía escapatoria. Iba a tener que seguir cuidando de ella hasta que muriera. ¿Acaso no eran esas responsabilidades las mismas que las de un hombre? Entonces sólo tenía veinticinco años, pero ya cargaba con el peso de una familia, e iba a tener que hacerlo para siempre.
No obstante, los hombres tienen placeres secretos de los que pueden disfrutar. Se escapan con sus colegas para beber, tontean con otras mujeres y tienen sus historias secretas. Fuera del trabajo, yo no tenía nada, y ni siquiera disfrutaba de éste porque mis compañeros no me consideraban la mejor; Yamamoto poseía ese título. No tenía amigos en la empresa. Y cuando recordaba los tiempos del instituto, no se me ocurría nadie a quien pudiera llamar amigo. ¡Nadie! Las víboras de mi corazón se retorcían mientras susurraban sus burlas. Me abrumaban tanto la soledad y la desesperación que me detuve allí mismo, en las calles de Ginza, y me eché a llorar. Las víboras siseaban y aullaban.
«Que alguien me hable, que alguien me llame. Por favor, por favor, os lo suplico, que alguien me diga algo amable.
»Decidme que soy guapa, decidme que soy dulce.
»Invitadme a tomar café, o a algo más…
»Decidme que queréis pasar el día conmigo y sólo conmigo.»
Mientras seguía caminando por las calles de Ginza, miraba deliberadamente a los ojos de los hombres con los que me cruzaba, suplicándoles en silencio. Pero todos los que me miraban por casualidad enseguida apartaban la vista, molestos. No querían tener nada que ver conmigo.
Abandoné la avenida principal y tomé una calle adyacente. Las mujeres que parecían trabajar como chicas de compañía pasaban por mi lado rozándome, con los rostros cubiertos de maquillaje y desprendiendo un olor perfumado. Ellas también evitaban mirarme, dando por supuesto que había llegado por accidente a su terreno. Sólo tenían ojos para los hombres, para sus clientes potenciales. Pero los hombres que merodeaban por allí eran iguales que los que trabajaban en mi empresa, eran iguales que yo. Las víboras se retorcían y escupían a las mujeres. Una de ellas, que estaba delante de un club, me miró largo y tendido. Parecía rondar los cuarenta y vestía un quimono dorado y gris, y un
obi
color burdeos. Llevaba el cabello negro azabache recogido en un moño. Me miró con desconfianza.
Las víboras de mi corazón abordaron a la mujer: «¿Qué estás mirando?», y, al hacerlo, la mujer empezó a echarles un sermón. «Eres una aficionada, un adefesio que no pinta nada aquí. Largo. No sabes de qué va esto, ¿verdad, princesita patética? Éstos son bares para hombres de empresa, y lo que ocurre aquí es lo mismo que ocurre en una empresa. Ambos son mundos de hombres: hechos exclusivamente para el hombre.»
Me encogí de hombros.
Las mujeres que pulen sus capacidades y capturan a los hombres son las más astutas. La mujer del quimono me miró de arriba abajo, sin impresionarse lo más mínimo por mi apariencia. Resopló burlona. «No tienes nada que hacer. ¿Dónde has dejado tu feminidad?»
Yo no había dejado nada. «Si me comparas con una mujer como tú, supongo que parezco bastante mediocre. Sin embargo, soy capaz de tener un trabajo de verdad. Has de saber que me licencié en la Universidad Q y que trabajo para la corporación G.»
«Eso no vale nada —imaginé que me respondía—. Como mujer, estás por debajo de la media. Nunca serías capaz de conseguir trabajo en Ginza.»
«Por debajo de la media.» Por debajo del cincuenta por ciento en una escala estándar. Nadie iba a quererme. Y ese pensamiento casi me volvió loca. Qué terrible es estar por debajo de la media.
«Quiero ganar. Quiero ganar. Quiero ganar. Quiero ser la número uno. Quiero que la gente diga: “Qué gran mujer, qué suerte haberla conocido.”»
Las víboras de mi corazón continuaban silbando.
Entonces divisé una larga limusina. Los cristales ahumados impedían ver qué había dentro y, mientras las personas que bajaban por la calle se detenían para ver pasar el vehículo, la limusina, casi demasiado grande para aquella callejuela estrecha, giró en la esquina y se paró frente a un elegante establecimiento. El conductor salió y abrió la puerta de atrás. Un hombre de unos cuarenta años, con aspecto de empresario y un traje cruzado, bajó acompañado de una mujer. Las chicas de alterne, los camareros y todos los que pasaban por la calle repararon en ella, impresionados por su excepcional belleza. Llevaba un vestido de noche negro reluciente, tenía la piel pálida, los labios pintados de rojo y el cabello largo, castaño claro, ondulado.
—¡Yuriko!
La llamé sin pensarlo. Allí estaba, en carne y hueso, mi rival en asuntos de amor del instituto, la encarnación de la libido. No tenía necesidad de comportarse correctamente o de estudiar: era una mujer que había nacido únicamente para el sexo. Yuriko me oyó y se volvió. Me miró un momento, luego se volvió de nuevo hacia el hombre y lo cogió del brazo sin decir palabra. «¡Soy Kazue Sato! Lo sabes de sobra, así que, ¿por qué finges no conocerme?» Enfadada, me mordí los labios.
—¿La conoces? —me preguntó de repente la mujer vestida con el quimono.
Durante todo ese tiempo había mantenido una conversación imaginaria con ella, de manera que me cogió por sorpresa cuando se dirigió a mí. Su voz era sorprendentemente joven y amable.
—íbamos juntas al instituto. Yo era buena amiga de su hermana mayor.
—Estás de broma; su hermana mayor también debe de ser una belleza.
La mujer apenas conseguía ocultar su admiración. Respondí enseguida: no, su hermana era una perra. No se parecían en nada.
Dejé a la mujer del quimono allí, sorprendida, y me apresuré en llegar a casa. Empezaba a dolerme el estómago, supongo que a causa de haber visto a Yuriko y por saber lo humillada que se sentiría su hermana mayor si supiera a qué se dedicaba. Saber eso me liberó de mi propia miseria. ¡Existía otra mujer incluso más patética que yo! La hermana mayor de Yuriko no estaba tan dotada intelectualmente como yo, apestaba a pobreza y nunca sería capaz de conseguir un trabajo en una empresa de primer nivel como la mía. Al menos era mejor que ella, me dije, apaciguando mi desesperación. Sólo había sido necesario un incidente insignificante como aquél para que las víboras de mi corazón desaparecieran. Aquella noche me liberé de una ansiedad que pensaba que me iba a acosar siempre, pero todavía temía que las víboras volvieran a torturarme, un presentimiento que aún me parecía muy real.
No tengo muchos recuerdos de la infancia y, los que tengo, preferiría olvidarlos. Mirándome al espejo del baño, no puedo evitar recordar momentos desagradables del pasado. Ahora tengo treinta y siete años, aunque todavía conservo un aspecto juvenil. Hago dieta, de modo que estoy delgada y aún puedo llevar una talla dos, pero dentro de tres años tendré cuarenta, y eso me aterroriza. Cuando una mujer cumple cuarenta se convierte básicamente en una vieja bruja. Al cumplir treinta creí que ya iba de capa caída, pero no era nada comparado con cumplir cuarenta. A los treinta aún hay esperanza en el futuro. Por esperanza me refiero a que esperaba que me seleccionaran finalmente para algo importante en el trabajo, algo que certificara mi éxito, o que conocería al señor Perfecto, o algo igual de ridículo. Ahora no pierdo el tiempo con ideas semejantes.
Siempre me turba cambiar de década, como cuando me tambaleaba entre los diecinueve y los veinte o entre los veintinueve y los treinta.
Empecé a prostituirme cuando cumplí treinta. Me molestaba no tener experiencia pero, cuando dije que era virgen, enseguida apareció un cliente sólo porque sentía curiosidad. Sin embargo, no me gusta recordar ese momento. En aquella época pensaba que nunca llegaría a los cincuenta, incluso dudaba de si viviría hasta los cuarenta. En cualquier caso, pensaba que era mejor morir que convertirse en una vieja bruja. Exacto. Prefiero morir; la vida no tiene sentido para una vieja.
—¿Te apetece una cerveza? —oí que mi cliente me decía desde la otra habitación.
Estaba en la ducha lavándome cada rincón, lavando todo el sudor, la saliva y el semen que había en mi cuerpo, los fluidos de un desconocido. Aun así, el cliente de aquella noche no fue especialmente malo. Tenía cincuenta largos, y por su atuendo y su educación diría que trabajaba en una empresa respetable. Era amable, y me estaba ofreciendo una cerveza. Era mi primer cliente.