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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (62 page)

Lo he ayudado a quitarse la chaqueta tambaleándome aún por el susto. No estoy acostumbrada a hacerlo, de modo que no lo he hecho con mucha habilidad. El olor de su gomina barata era mareante. He doblado su camisa y sus pantalones gastados, y luego los he colgado en una percha. Una vez que ha estado con su camiseta holgada y sus calzoncillos amarillentos, me ha señalado los pies.

—¡Eh, te olvidas de los calcetines!

—Oh, lo siento.

Cuando le he quitado también los calcetines, Eguchi se ha quedado en ropa interior con los brazos cruzados y las piernas separadas, como si fuera el maldito rey de Siam.

—¡Venga, muévete!

Al mirarlo para saber qué era lo que quería, me ha dado una bofetada en la mejilla. Instintivamente, he intentado defenderme.

—¡No seas tan violento!

—Cállate, puta, y quítate la ropa. Desnúdate y ponte de pie en la cama.

Era un sádico. ¿Acaso le gustaban las perversiones? «Vaya suerte, la mía. He ido a dar con un tarado», me he dicho. Me he quitado la ropa temblando. Cuando ya estaba completamente desnuda, me he puesto de pie en la cama, aterrorizada. Al decirme Eguchi lo que quería, he pensado que no lo había oído bien.

—Ahora quiero ver cómo cagas.

5

2 de diciembre

Shibuya: YY, 40.000 ¥

Shibuya: Indigente (?), 8.000 ¥

D
esde que estoy en la estatua de Jizo, me siento feliz. Por supuesto, hay veces en que el cocinero del restaurante que hay al otro lado de la calle me arroja agua o algunos viandantes me insultan, pero la sensación de estar abriéndome paso por el mundo yo sola, con mi propio cuerpo, es algo que nunca he sentido en mi trabajo diurno. Y me alegra poder contar el dinero que gano sin que nadie se quede con parte de mis beneficios. Esto, me parece, es estar en el buen camino. Por eso, como la Bruja Marlboro lo disfrutaba tanto como yo, no quería dejarlo.

No esperaba que aquella vieja me cediera su puesto tan fácilmente, la verdad. Después de acabar con Eguchi aquella noche, volví a la estatua de Jizo. El tipo era un sádico repugnante, y sin duda por eso la Bruja Marlboro me había dejado irme con él.

—¡Menudo pervertido! —exclamé al verla.

Estaba en cuclillas como una niña, escribiendo algo con una piedra en la calzada. El sonido que hacía la piedra al rasgar el asfalto era como el de una uña arañando una pizarra. Al oírme, me miró y se rió.

—Pero ¿lo has hecho?

—Sí, aunque supongo que no me permitirán volver a entrar en el hotel durante una larga temporada.

—Eres más valiente que yo —dijo poniéndose en pie—. Si quieres mi puesto, puedes quedártelo.

Parecía todo muy fácil.

—¿De verdad?

—Sí, yo ya he tenido bastante. No puedo satisfacer los deseos de Eguchi. Me parece que lo voy a dejar.

Al día siguiente, la Bruja Marlboro ya no estaba frente a la estatua de Jizo. Ella se había marchado sin más, mientras que mi debut allí había sido espectacular.

Aun así, trabajar durante toda la noche en la esquina resultaba agotador, y al día siguiente iba a trabajar muy cansada. Como consecuencia de ello, apenas me esforzaba en la oficina. Lo único que hacía era recortar artículos interesantes de los diarios económicos con la idea de dárselos a Yoshizaki. Como no tenía que pagar por las fotocopias, recopilé todos los recortes y los fui colocando en cuadernos; pronto tendría suficientes para llenar tres de ellos. Aparte de eso, escribía cartas de amor, felicitaciones de aniversario y otras cosas por el estilo mientras fingía estar trabajando en mis informes. Además, me acostumbré a salir del departamento para echarme siestas en la sala de conferencias, igual que antes. Mi escritorio estaba repleto de papeles, así que iba a comerme el almuerzo al lavabo de señoras. El resultado fue que cada vez trataba menos con los compañeros de la empresa. Una vez, en el ascensor, oí a una mujer susurrar detrás de mí: «Me han dicho que la llaman el Fantasma de la Oficina.»

Sin embargo, no me preocupa lo que los demás piensen de mí. Yo sólo soy real por la noche. La esperanza de alcanzar un equilibrio se ha convertido en una quimera.

El otro día, después de quedar con Yoshizaki y meternos en un hotel, iba de vuelta a mi puesto frente a la estatua de Jizo cuando saqué mi monedero del bolso y lo apreté en la mano. Estaba contenta. Yoshizaki me daba treinta mil yenes cada vez que nos veíamos. Esa noche, sin embargo, después de que le entregué el cuaderno con los recortes que le había hecho como regalo, me dio diez mil yenes de más. Esa reacción hizo que me decidiera a continuar seleccionando recortes para él. Fue entonces cuando me di cuenta de que había un hombre delante de la estatua de Jizo.

—Hola, nena.

Llevaba unos pantalones negros plisados y una cazadora blanca con un león bordado con hilo dorado. Llevaba el pelo rapado. Aceleré el paso pensando que se trataba de un cliente.

—¿Me estabas esperando? —le pregunté alegremente—. ¿Quieres pasar un buen rato?

—¿Pasar un buen rato? ¿Contigo?

El hombre se rió con sorna y se pasó la mano por el pelo.

—No te cobraré mucho.

—Espera un momento. No sabes quién soy, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

El hombre se metió las manos en los bolsillos del pantalón, que se inflaron como farolillos de papel.

—Soy de la Organización Shoto, que administra esta zona. Tú eres nueva, ¿verdad? Nos han dicho en la oficina que había una chica nueva en la estatua de Jizo, así que he venido a comprobarlo. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Cuando me di cuenta de que formaba parte de una banda de
yakuzas
y que había ido allí para extorsionarme, retrocedí unos pasos a la defensiva. No obstante, tanto su actitud como su forma de hablar eran sorprendentemente amables.

—Llevo aquí un par de meses. Sustituyo a la Bruja Marlboro.

—¿A esa vieja? Ya sabes que está muerta, ¿no?

—¿En serio? ¿Cómo ha muerto?

—Pues supongo que estaba enferma. Estaba tan mal que no podía aguantar aquí mucho rato porque se mareaba.

El hombre respondió con brusquedad, como si no fuera de su incumbencia.

—Pero eso forma parte del pasado. Lo que ahora importa es que mi organización puede protegerte. Éste es un trabajo peligroso para una mujer sola. Sin ir más lejos, el otro día un cliente le dio una paliza a una prostituta y le aplastó el cráneo. Si por casualidad miras mal a esos tipos, se ponen como una fiera. Es demasiado peligroso para una mujer trabajar sin protección.

—Gracias, pero estoy bien así. —Agarré el bolso, preocupada por el dinero, mientras negaba con la cabeza.

—Eso lo piensas porque nunca has visto lo que yo he visto. Pero sólo es necesario un mal cliente; luego ya es demasiado tarde. Mi organización cuidará de ti. Y sólo te costará cincuenta mil yenes al mes. Es barato, ¿no crees?

¿Cincuenta mil yenes? ¡Debía de estar de broma! De ninguna manera iba a aceptar eso.

—Lo siento mucho, pero no gano lo bastante como para pagar vuestra cuota. No puedo permitirme pagar cincuenta mil yenes.

El yakuza me miró fijamente a los ojos. Estaba intentando probarme, así que sostuve su mirada. Eso lo hizo reír.

—Muy bien, entonces. Ya veremos cómo te va. Dejaré que lo pienses, pero volverás a tener noticias mías.

—Perfecto.

Luego el yakuza bajó por la calle en dirección a la estación de Shinsen, pero sabía que volvería. Debía de haber alguna forma de poder evitarlo, pensé mientras me pasaba la lengua por los labios. No debería sorprenderme que los yakuza quisieran extorsionar a alguien que trabajaba sola. Me estaban poniendo a prueba. Saqué mi libreta de ahorros y, en la oscuridad, intenté sumar todo el dinero que había ganado en los últimos dos meses. Eran unos quinientos mil al mes. Por descontado, yo no quería que un diez por ciento de esa cantidad fuera a parar a manos de los yakuza. Sólo estaba a medio camino de alcanzar mi meta de los cien millones de yenes.

—¡Eh, tú! ¿Estás de servicio o qué?

Estaba tan absorta sumando mis ingresos que no me di cuenta de que había un hombre de pie justo delante de mí. Por un momento pensé que el yakuza había vuelto con sus compinches, y miré detrás de él con desconfianza. Pero el hombre que tenía delante era sin duda un indigente. Rondaba los cincuenta y llevaba un abrigo negruzco sobre unos pantalones grises, como de uniforme. Cargaba dos bolsas de tela mugrienta y empujaba un carrito de supermercado desvencijado.

—Estoy de servicio —dije apresurándome a guardar la libreta en el bolso.

—¿Dónde está la vieja que solía estar aquí?

—Ha muerto. Estaba enferma.

El indigente se quedó boquiabierto.

—¡No es posible! Dejó de venir una sola vez y luego ya está muerta, ¿sin más? Era una mujer muy agradable y amable.

—¿Eras uno de los clientes de la Bruja Marlboro? Si es así, yo puedo ocuparme de ti.

—¿En serio?

—Usted es un indigente, ¿verdad?

La ropa que llevaba no estaba tan roñosa como las cosas que había en el carro. El hombre se acobardó al oír mi pregunta y dejó caer la cabeza.

—Sí, ¿y qué?

—Que no me importa.

Con o sin techo, un cliente era un cliente. Asentí con la cabeza de nuevo para hacerle ver que no había ningún problema

y empecé a prepararme. El tipo dejó escapar entonces un suspiro de alivio y echó un vistazo a su alrededor.

—La cuestión es que no tengo dinero para un hotel, así que la vieja me lo hacía en un descampado que está cerca de la estación.

¿En un descampado? Aquello era demasiado. No obstante, pensé que si podíamos hacerlo sin armar escándalo, no estaría tan mal. Mientras el dinero cambie de manos, ¿a quién le importa dónde ocurre?

—¿Cuánto me vas a pagar?

—Unos ocho mil.

—¿Cuánto le pagabas a la vieja?

—A veces tres mil, a veces cinco mil. Pero tú eres joven y me sentiré mejor si te pago más.

Era agradable oír que alguien me llamaba joven. Levanté ocho dedos de buen humor.

—De acuerdo, pues que sean ocho.

Nos dirigimos a la estación de Shinsen y, al llegar a un lugar elevado desde el que se veía el edificio, a medio camino de la cuesta, encontramos un solar en el que iban a construir un edificio. Habían levantado andamios y se amontonaba material de construcción aquí y allá. Era un lugar tan bueno como cualquier otro. Me quité la gabardina a la sombra de un andamio y el indigente dejó sus cosas a un lado.

—Déjame hacértelo por detrás —me susurró.

—De acuerdo.

Le di un condón, me puse de espaldas a él y me apoyé en el andamio levantando las caderas.

—Hace frío, así que date prisa.

El hombre me penetró. ¿Quién era? ¿De dónde venía? Mientras me pagara, no me importaba ni una cosa ni la otra. Mis sentimientos eran así de simples. Me sentí feliz cuando me di cuenta de ello. El tipo me embistió con ganas, hasta que finalmente acabó. Cogí el paquete de pañuelos de papel que me habían dado en la estación de Shibuya —gentileza de la empresa de préstamos Takefuji— y los usé para limpiarme. Él se subió los pantalones y dijo:

—¿Sabes qué? Eres muy agradable. Me gustas, y espero que ganes mucho dinero.

Luego me dio un manojo de billetes sucios. Los alisé y los conté: sí, había ocho. Observé al hombre marcharse del solar y me guardé los billetes en el monedero. El condón usado que había tirado en la hierba marchita y pisoteada lo había cogido yo de la habitación de hotel que había visitado con Yoshizaki. Estaba decidida a destrozar el lugar, a sembrar el caos en las calles. ¡Haría lo que me viniera en gana! Miré el cielo nocturno, el cielo frío. Las ramas de los árboles se agitaban pero yo me sentía llena de júbilo. Nunca me había sentido tan feliz ni tan libre. Podía satisfacer cualquier deseo que un hombre me pidiera. Era una buena hembra.

Más tarde, al volver aquella noche a la estatua de Jizo, vi a una mujer en el puesto que yo había heredado de la Bruja Marlboro. Además, parecía extranjera. Monté en cólera, pero al acercarme vi que se trataba de Yuriko. Ella ignoraba quién era yo y me miró con indiferencia, con aquella expresión de boba que ya tenía en el instituto. La observé con atención. Sus pechos voluptuosos, de los que tan orgullosa había estado, se habían convertido en una masa informe, como los de una matrona. Las arrugas al borde de los ojos eran profundas y estaban repletas de maquillaje y, por si fuera poco, le había salido papada. Llevaba un abrigo rojo de piel y una llamativa minifalda. Quería romper a reír pero de alguna forma conseguí contenerme.

—¡Yuriko!

Me miró sorprendida. Todavía no adivinaba quién era yo.

—¿Quién eres?

—¿No te acuerdas?

Me había convertido en una mujer tan espectacular que Yuriko no me reconocía. Por otro lado, su aspecto era espantoso, lo que me hizo sentir bien. Tenía ganas de reír. Soplaba un viento frío del norte, y Yuriko parecía estar helada mientras se ceñía el corto abrigo de piel. A mí no me afectaba lo más mínimo el viento frío. Después de todo, acababa de hacer un servicio al aire libre. «Dudo que tú puedas hacer algo parecido, vieja gloria —pensé—. ¡Menuda zorra! Puede que nacieras para ser puta y que todavía tengas algunos clientes, pero, por Dios, ahora eres un adefesio.»

—¿Tal vez nos conocimos en algún club? —preguntó ella en un tono remilgado.

—Sigue buscando. Caray, qué vieja estás. ¡Tienes arrugas y michelines! En un primer momento no te he conocido.

Yuriko frunció el ceño y estiró el cuello para verme mejor. Se movía igual que antaño. Estaba tan acostumbrada a ser el centro de atención que sus movimientos más mundanos tenían un aire majestuoso. Antes era tan hermosa, tan admirada, que la gente sentía una predisposición natural para meterse con ella.

—De jóvenes, éramos como la noche y el día, tú y yo. Pero míranos ahora: no somos tan diferentes. Supongo que podría decirse que somos parecidas; incluso tú estarías un punto o dos por debajo. ¡Lo que daría por que te vieran tus amigos ahora!

Yuriko se me quedó mirando. Podía ver el odio en sus ojos, unos ojos que entendían todo lo que ocurría a su alrededor, aunque fingieran ignorarlo. Me acordé de su hermana mayor. ¿Sabía que Yuriko se había vuelto tan fea? Quería llamarla de inmediato. Tenía un complejo respecto a Yuriko del que no había podido desembarazarse nunca, así que imaginaba que ahora llevaría una existencia miserable.

—Eres Kazue Sato, ¿verdad?

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