—¿Eso es todo lo que tienes?
—Tengo diez mil yenes, pero no puedo gastarlos. Me ha de quedar dinero para ir a Shinjuku mañana.
—A ver, para ir a Shinjuku desde Shibuya el billete de ida y vuelta te cuesta trescientos yenes.
Él ha negado con la cabeza.
—Me ha de quedar dinero para el almuerzo y para comprar tabaco. Y si me encuentro con algún amigo, debo invitarlo al menos a una cerveza. Quiero decir, eso es lo que debería poder hacer.
—Con mil yenes deberías tener suficiente.
—Imposible. Al menos necesito dos mil.
—De acuerdo, dejémoslo en ocho mil, entonces.
Le he cogido del brazo rápidamente antes de que cambiara de opinión. Él me ha mirado estupefacto y se ha soltado de mi brazo.
—¿Vendes tu cuerpo por ocho mil yenes? No me lo puedo creer —ha dicho.
«No me lo puedo creer», ha repetido eso una y otra vez. Lo cierto es que a mí también me costaba creerlo. Después de hacérselo al indigente por la misma cantidad, era como si algo dentro de mí se hubiera desmoronado. Estaba dispuesta a aceptar a cualquier hombre como cliente, a hacerlo en cualquier parte y casi a cualquier precio. Recuerdo que antes no quería bajar de treinta mil yenes. Había caído en el nivel más bajo de la prostitución.
—Es la primera vez que pago tan poco por una mujer. Me pregunto si es seguro —ha dicho entonces él.
—¿Qué quieres decir con seguro?
—Me refiero a que no eres tan mayor. Y aunque lleves un montón de maquillaje, no eres tan fea. Entonces, ¿por qué me cobras tan poco? Sólo me parece raro, eso es todo.
He detectado un destello de escarnio en sus ojos y entonces he sacado mi tarjeta de empresa del bolso.
—Pues dejemos las cosas claras: trabajo en una de las compañías más importantes del país y me licencié en la Universidad Q, así que debo de ser inteligente al menos, ¿no?
El hombre ha caminado bajo un farol para mirar la tarjeta. Después de estudiarla detenidamente, me la ha devuelto.
—Estoy impresionado. La próxima vez que busques un cliente, enséñale la tarjeta. Estoy seguro de que un montón de hombres se sentirán atraídos por una mujer que trabaja en una empresa tan distinguida.
—Ya se la enseño.
Al oír mi respuesta, se ha echado a reír mostrando sus blancos dientes. Su risa me ha robado el corazón. Creo que nunca había visto a un hombre reír así, y enseguida me he sentido atraída por él. Disfruto cuando los hombres me valoran, sobre todo cuando son superiores a mí. Era igual que con mi padre, igual que cuando entré en la empresa. Me elogiaban y a mí me encantaba. Y, en ese momento, me he puesto nostálgica y lo he mirado a la cara.
—¿He dicho algo gracioso? ¿Por qué te ríes? —he preguntado con una vocecita.
—Dios mío, eres tan bonita. ¡Me parece muy raro que sea yo quien te diga que debes subir el precio! Pero las cosas no son siempre lo que parecen, ¿verdad?
No podía entender qué trataba de decir. Había hombres, como Yoshizaki, a los que les encantaba que yo fuera licenciada en la Universidad Q y trabajara en una importante empresa. Por eso mostraba mi tarjeta a todos mis clientes potenciales. Pero a ese tío, ¿qué era lo que le pasaba?
—¿Por qué dices que las cosas no son siempre lo que parecen?
—Olvídalo.
Ha dejado de lado mi pregunta y ha dado media vuelta dispuesto a alejarse.
—Eh, espera. ¿Adónde te gustaría ir? Podemos hacerlo donde quieras, incluso en la calle, si te apetece.
Me ha hecho una seña para que lo siguiera y yo me he apresurado detrás de él torpemente. Estaba dispuesta a hacerlo donde fuera por ocho mil yenes. No quería que el hombre se me escapara, aunque no entendía muy bien por qué. En el cruce, ha girado a la izquierda y ha seguido la calle que baja en dirección a la estación de Shinsen. Me he preguntado si me estaría llevando a su casa. Mientras lo seguía, emocionada y nerviosa a la vez, sentía el aire húmedo de la noche en la cara. Ha tomado una calle estrecha que había delante de la estación, luego ha caminado unos cien metros y se ha detenido delante de un viejo edificio de cuatro plantas. Daba la impresión de que no hubieran limpiado la entrada en años. Diarios hechos jirones y latas vacías estaban desperdigados aquí y allá. Pero estaba cerca de la estación, y los apartamentos individuales no parecían muy pequeños.
—Vives en un lugar agradable. ¿Cuál es tu apartamento? —le he preguntado.
El hombre se ha puesto el dedo en los labios para indicarme que me callara. Luego ha empezado a subir por la escalera. En la finca no había ascensor, y la escalera estaba llena de basura.
—¿A qué piso vamos?
—Tengo a unos amigos en mi apartamento, así que no podemos ir allí —ha susurrado en voz baja—. Podemos subir a la azotea, si te parece.
—Está bien; hoy no hace mucho frío.
Después de todo, parecía que iba a hacerlo de nuevo a la intemperie. Estar al aire libre tiene sus ventajas pero también parece más sucio, como orinar en el bosque. Mi sentimiento de libertad no ha podido sobreponerse a la porquería, así que he subido la escalera desconcertada. El tramo que iba del cuarto piso a la azotea estaba cubierto con mil cosas, como si alguien hubiera vaciado los cajones de su tocador allí. Había botellas de sake vacías, casetes, papeles y sobres, fotografías, sábanas, camisetas rotas y libros en inglés. El hombre se ha abierto camino entre los trastos, que hacía a un lado a patadas. Me he fijado en una de las fotografías que ha apartado: en ella aparecía un hombre blanco rodeado de japoneses jóvenes. Todos sonreían. Había más fotos del mismo hombre.
—Era un profesor de idiomas canadiense. No podía pagar el alquiler y acabó viviendo en la azotea durante un par de meses. Dijo que no necesitaba todo esto, así que lo dejó aquí. Todo basura.
—¿Las fotografías y sus cartas personales son basura? Un japonés nunca tiraría una carta que le hubieran enviado o las fotos en las que él apareciera.
El hombre se ha reído.
—Si ya no lo necesitas, es basura. —Se ha vuelto para mirarme—. Supongo que los japoneses no lo ven del mismo modo. Pero déjame decirte que yo, como trabajador extranjero, preferiría olvidarlo todo sobre Japón. Si pudiera, lo dejaría como un gran vacío en mi vida, no me importaría en absoluto que así fuera. Lo más importante para todo el mundo es su país natal.
—Sí, supongo que el país natal es importante.
—Por supuesto.
—¿Eres chino? ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Zhang. Mi padre era funcionario en Pekín, pero lo perdió todo durante la Revolución Cultural. A mí me enviaron a una pequeña comuna en la provincia de Heilongjiang, donde sólo pronunciar el nombre de mi padre podía traerme problemas.
—Supongo que debías de formar parte de la intelectualidad.
—No. Era un chico listo, pero no me permitieron continuar con mi educación. Alguien como tú nunca podría comprenderlo.
Zhang me ha ofrecido la mano y me ha ayudado a subir a la azotea repleta de inmundicia. Estaba cercada por un murete de hormigón de un metro de alto, y en una esquina, había una nevera junto a un colchón. Era como una habitación sin paredes ni techo. El colchón estaba sucio y lleno de agujeros por los que salían los muelles. Había un hornillo oxidado y una maleta con un lado abollado. He mirado por encima del muro en dirección a la calle. No había nadie, pero los coches pasaban zumbando a toda velocidad. Se oía a una mujer y a un hombre hablando en uno de los apartamentos del segundo piso del edificio de enfrente. He visto un tren de la línea de Inokashira camino a Shibuya entrando en la estación de Shinsen.
—Nadie puede vernos, podemos hacerlo aquí —ha dicho Zhang—. Por favor, quítate la ropa.
—¿Toda?
—Claro. Quiero verte desnuda.
Zhang se ha cruzado de brazos y se ha sentado en una esquina del mugriento colchón. Yo me he desnudado por completo y he empezado a tiritar de frío.
—Siento decírtelo, pero estás muy flaca —ha dicho él meneando la cabeza—. No voy a pagarte ocho mil yenes.
Me he cubierto con la gabardina Burberry, enfadada.
—¿Cuánto pagarías?
—Cinco mil yenes.
—De acuerdo, entonces, cinco mil.
Al ver que estaba de acuerdo con lo que me pedía, Zhang ha preguntado, incrédulo:
—¿En serio? ¡No puedo creerlo!
—Eres tú quien ha fijado el precio.
—Estoy negociando y tú cedes con demasiada facilidad. Supongo que es lo que tienes que hacer para sobrevivir, pero en China no durarías ni un día. Has tenido suerte de haber nacido en Japón. Mi hermana pequeña no habría dejado que me fuera con alguien tan barata como tú.
No sabía qué quería decir, y ya me estaba volviendo loca. Me estaba helando. Empezaba a soplar el viento frío del norte, y el calor de la noche había desaparecido por completo. He mirado la manta hecha jirones que estaba sobre el colchón y no he dicho nada. Zhang también ha comenzado a impacientarse.
—¿Entonces? ¿Cómo lo dejamos?
—Tú decides. Yo sólo intento que el cliente esté contento.
—¿No estás en esto por el dinero? Es increíble que tengas tan poca ambición. Eres una mujer poco agraciada, ¿lo sabías? Seguro que donde trabajas no te las arreglas mejor. Los japoneses son todos iguales. Si fueras más independiente, serías mejor prostituta, ¿no crees?
Aquel tío empezaba a ser un fastidio. Había sido más fácil entender a Eguchi y sus exigencias asquerosas. He comenzado a recoger mi ropa.
—¿Qué haces? ¿Acaso te he dicho que puedes volver a ponerte la ropa? —ha gritado Zhang, perplejo, y se ha acercado a mí.
—Es que lo complicas todo demasiado y no me apetece nada quedarme aquí escuchando tus discursos.
—Pues pareces la clase de mujer a la que le gustan los discursos.
Zhang me ha agarrado con fuerza y yo me he inclinado hacia él, sintiendo en la piel el tacto frío de su chaqueta.
—Date prisa y quítate la ropa.
—No, yo no me quito la ropa. Quiero que me la chupes tal y como estoy.
Me he puesto de rodillas y le he bajado la cremallera de los vaqueros. Ha sacado su polla de los calzoncillos y me la ha metido en la boca, pero ha seguido divagando mientras se la chupaba.
—Eres una chica muy sumisa: haces cualquier cosa que te pida sólo porque soy tu cliente. Me pregunto por qué lo haces. No sé mucho de la Universidad Q, pero me imagino que es una de las instituciones más prestigiosas de Japón. En China, las chicas que se licencian en la universidad no harían jamás lo que tú haces. Únicamente pueden pensar en su carrera, en llegar a lo más alto, y tú parece que te hayas rendido. Supongo que te cansaste de ser sumisa en el trabajo, así que en vez de eso te sometes a hombres que no conoces. ¿Me equivoco? Pero a los hombres no les gustan las mujeres sumisas. Mi hermana pequeña era extremadamente atractiva. Se llamaba Mei-kun. Ahora está muerta, pero yo la respetaba mucho. La amaba. No importaba cómo se complicaran las cosas y lo mucho que tuviera que luchar, siempre se abría paso hacia la cima. Siempre estaba buscando un nuevo reto. Odio a las mujeres que no dejan las cosas atrás. Nunca podría amar a una mujer como tú. Supongo que lo que te digo es un poco cruel…
A medida que hablaba, se iba excitando. Me he sacado su pene de la boca y he buscado un condón en mi bolso. Zhang me ha empujado al colchón donde había estado sentado y ha empezado a besarme de mala manera. Yo estaba estupefacta. Ningún cliente me había abrazado jamás de esa forma. Zhang ha empezado a mover sus caderas sobre mí y he sentido algo en mi interior que nunca antes había sentido. ¿Qué estaba ocurriendo? Estaba ardiendo. Durante todo este tiempo había fingido los orgasmos, ¿y ahora por fin estaba sintiendo algo? ¡No era posible! ¡Por Dios! Me he agarrado a su chaqueta de piel.
—¡Oh, Dios mío, sálvame!
Sorprendido por mi grito, Zhang ha alzado la vista, me ha mirado a la cara y se ha corrido. He contenido la respiración, agarrada a él, intentando atraerlo, pero enseguida se ha apartado.
—¿Por qué has dicho eso precisamente ahora? —ha preguntado con una expresión seria—. Te he abrazado como si fueras mi hermana pequeña, por eso te has sentido tan bien, ¿no? Creo que deberías estarme agradecida.
¿Todavía estaba regateando el precio? Yo jadeaba tanto que apenas podía enfocar la vista. Cuando he vuelto en mí, me he dado cuenta de que se me había salido la peluca y de que Zhang estaba jugando con ella.
—Mi hermana pequeña también llevaba el pelo largo, más o menos como éste. Hice algo tan patético; cuando vi que caía al mar, me limité a observarla morir.
El rostro de Zhang se ha ensombrecido.
—Estaré encantada de escuchar tu historia, pero el precio subirá de nuevo a ocho mil yenes.
Él ha alzado la cabeza, molesto, como si hubiera interrumpido sus pensamientos.
—Bueno, no me sorprende. Debes dedicar toda tu energía a vender tu cuerpo, así que no me extraña que te importe muy poco lo que tengan que decir tus clientes. Sólo eres capaz de pensar en ti misma.
Ha soltado esas palabras enfadado y luego se ha levantado para marcharse.
El viento del norte ha empezado a soplar con más fuerza de repente, haciendo que los desperdicios de la azotea se arremolinaran. Zhang se ha subido la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla dando un fuerte tirón. Quería cantarle las cuarenta, pero he dudado porque no me apetecía empezar a discutir antes de que me diera el dinero. Era tan típico de un extranjero, tan típico de un hombre el ser insensible a mi dolor. En silencio, he proferido todo tipo de improperios. Pero lo que más me irritaba era que aquélla había sido la primera vez que había disfrutado con el sexo. ¿Ha sido su trato indiferente lo que me excitaba? Y, respecto a mi angustia, ¿por qué estaba angustiada exactamente?
—Debes saber que no todos mis clientes me quieren por el sexo —le he dicho entonces muy seria—. Uno de ellos es un profesor universitario que disfruta conversando de muchos temas conmigo. Hablamos de nuestros proyectos de investigación y me mantiene informada de sus progresos. Nuestra relación se extiende hasta el ámbito académico. Y también hay otros; uno es jefe de operaciones en una empresa de productos químicos. Me cuenta las dificultades por las que atraviesa su compañía y yo le doy consejos sobre cómo afrontarlas. Siempre me lo agradece mucho. Así que, ya ves, sí que escucho a mis clientes. Pero ellos me llevan a un hotel y me pagan lo que corresponde. Además, son hombres inteligentes que pueden mantener conversaciones serias.