Mientras su mamá y su hermanita recién nacida duermen en la clínica, a Papelucho le ocurren una serie de aventuras: se hace amigo de un niño enfermo, juegan a intercambiarse las identidades y al pobre Papelucho lo confunden con él y operan por error. También se hace amigo de un anciano, quien lo quiere como a un nieto y le dará una gran sorpresa. Y además, Papelucho se transforma en un héroe, al salvar a su hermanita en un terremoto.
Marcela Paz
Papelucho
En la clínica
ePUB v1.0
ZirKo20.10.11
© 1974, MARCELA PAZ
Cubierta e ilustraciones de Marcela Claro de Ruiz Tagle
Primera edición: 1957;
Cuadragésima séptima edición: abril de 1994
ISBN 10: 956-11-0354-K
ISBN 13: 978-9562621946
© Editorial Universitaria, S.A.v
DECLARADO TEXTO AUXILIAR DE LA ENSEÑANZA
Según Decreto No 1.170, Del 18 de noviembre de 1974, del Ministerio de Educación.
Y ahora si que casi no escribo nunca más mi diario. Porque por culpa del Casimiro casi muero.
Yo estaba en la clínica acompañando a mi mamá y a mi hermana de un día, y mientras ellas dormían estaba obligado a pasearme por el famoso pasillo. Eran puras puertas iguales, todas cerradas, todas blancas y con números.
Tantas puertas iguales dan sueño y aburrimiento o si no una curiosidad tremenda. Entonces inventé un juego para no quedarme dormido. Cerraba los ojos y caminaba ciego hasta una puerta. La abría y al abrirla abría también los ojos. El juego era adivinar si el enfermo era hombre o mujer y si era quebrado o no. Los enfermos eran casi todos viejos o señoras con guagua y yo les decía disculpe y cerraba otra vez la puerta.
Resulta que en el número 15 había un niño como yo y estaba solo y me convidó a entrar. Y era el Casimiro.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Estoy en Observación —me dijo.
—¿Es grave?
—No me quieren decir nada hasta que llegue mi papá que viene de Osorno.
—Así que ¿tú no tienes a nadie aquí?
—No. Estaba en el colegio y me enfermé y el médico y el Rector me
trajeron a la clínica a hacer exámenes mientras viene mi papá...
—La cuestión es que no te mueras hasta que él llegue... —le dije.
Y así conversando y conversando nos pusimos a jugar y él inventó que hiciéramos las «cambiaditas» Y el cambio era que yo me metiera en la cama de él y él se vistiera con mi ropa. Y justo cuando yo me había metido en su cama con su pijama, abren la puerta y nos pillan jugando.
Era una enfermera con cara de «no me haga perder tiempo» y sin decir palabra,
tac
me clavó una inyección en el brazo que ni sentí el pinchazo.
Casi y yo nos miramos un poco asustados, pero después nos dio risa, sobre todo cuando la enfermera me levantó la ropa y me untó todo el cuerpo con una cosa color café y me tapó con una tremenda gas y algodones como si fuera un herido. Y antes de poder preguntarle nada, ya se había ido.
Casi y yo nos reíamos por haber engañado a esa enfermera tan creída y Casi se veía recómico con mi ropa y estábamos de lo mejor riéndonos, cuando de nuevo se abrió la puerta y entró otra enfermera con la ídem de la inyección y sin decir palabra pescaron el catre mío (el de Casi) y lo sacaron como si fuera un carretón.
Yo me iba muriendo de risa y el Casi se quedó con la boca abierta, pero a medida que pasábamos por los pasillos a todo escape y me metieron con catre y todo en un ascensor, me comenzó a dar un susto de no sé qué. Y mientras bajábamos, me enderecé en el catre y quise explicar, pero la enfermera me sujetó, me echó atrás y me dijo:
Quietecito y calladito
y no me dejó ni hablar.
Dice el Casi él corrió detrás para explicar, pero le dieron un empujón y lo dejaron fuera del ascensor y ni supo más de mí.
Cuando yo vi que entrábamos en el otro piso a un lugar lleno de puertas anchas y un letrero que decía «Prohibida Estrictamente la Entrada», y otro «Pabellón de Operaciones», me dio un tilimbre en el estómago y pensé gritar. Pero justo en ese momento me vino una borrachera y un sueño raro con música de fondo y todas las caras se borraban y flotaban y era como la muerte.
Y dice el Casi él subió todos los pisos por la escalera y preguntaba por mí y por su catre y al fin supo que me estaban operando. Y entonces se acordó que él tenía
Apendicitis
y se dio cuenta que me estarían operando a mí de su apéndice.
Y era una confusión tremenda para él, porque ni siquiera sabía quién era yo y si me moría, ¿a quién le iba a avisar? Y tampoco se atrevía a decir lo del cambio, porque le daba una cosa terrible pensar que le hicieran a él lo que me estaban haciendo a mí, y sin permiso de su papá que no llegaba todavía de Osorno. Así que por fin decidió irse de la clínica antes que lo pescaran y se volvió al colegio. Y cuando lo vieron entrar el portero le preguntó:
—¿Y ya no se opera, joven?
—No —le dijo él.
Y el Rector le dijo:
—¿Te dieron de alta, Silva?
—Sí, señor —y entró no más a clase.
Pero dice que todo el tiempo estaba pensando en su operación y en su Apéndice que me habían sacado a mí, y ni siquiera se atrevía a comer de miedo al otro ataque ni tampoco se atrevía a contarle a nadie las cosas.
Por fin en la noche decidió contarle todo a su papá cuando llegara y también se juró regalarme su bicicleta y así se pudo dormir.
Resulta que mientras tanto en la clínica mi mamá se despertó y me mandó llamar con la enfermera y nadie me pudo encontrar. Cuando llegó el papá ella le contó que me había ido a Concón, a casa, pero cuando él se volvió en la noche y no me encontró allá empezó la pesquisa. Y se fue a la Policía, y a la Parroquia, y a la Caleta de pescadores y, por fin, a los autopatrullas.
Parece que la pesquisa duró toda la noche y pienso que los faros buscaban en el mar y las Radios decían: «¡Atención, atención señores auditores. Se ha perdido un niño de pantalón café y camiseta, etc.»
Resulta que el papá estaba amargado al otro día con la cabeza grande de ideas y sin ninguna noticia.
Entretanto, yo desperté en la cama del 15 sin saber de dónde venía y era de una parte muy lejos y también de ese «lejos» se venía acercando un dolor de estómago.
Había una enfermera al lado que me decía todo el tiempo:
«Quietecito»
Por fin, poco a poco, me empecé a acordar del Casi, de la inyección, del paseo en catre, del letrero: Pabellón, etc. Y traté de explicarle:
—Es una equivocación —le dije—. Yo no soy el que van a operar. Soy solamente el amigo.
—Pobrecito —dijo la enfermera—, delira todavía con la anestesia.
—No estoy delirando nada —le contesté—. Es otro el enfermo —y entonces no más me acordé que ni sabía su nombre.
Ella se puso a discutirme y yo me iba a levantar para demostrarle su equivocación, cuando ¡tac! otro jeringazo y me dormí de nuevo hasta el otro día.
Así pasó un día más y la pesquisa de mi «yo» perdido se iba poniendo color de hormiga. Y mi mamá en la luna porque no le decían ni palabra.
En fin, que en la noche desperté con un señor raro, muy gordo, que me miraba mucho.
—¿Quién es usted? —le pregunté— Si es el doctor voy a explicarle una cuestión que nadie me cree.
—¿Quién eres tú? —me dijo con cara de domador de leones ¿Dónde está Casimiro?
—Yo soy Papelucho y no sé dónde está ese señor que usted busca —le dije con rabia.
—Lo has suplantado —me insultó—. Aquí en la clínica figuras tú con su nombre, operado de apendicitis como si fueras mi hijo. ¿Qué significa todo esto?
—¡Yo qué sé!
Pero apenas había dicho esto, entendí todo y traté de explicarle. El señor era muy duro de entender, pero al fin pudo. Y entonces llamó al Colegio y habló con el rector y llegó de nuevo a verme, pero con otra cara.
—Casimiro está muy bien, en el colegio —ijo como si se hubiera sacado el gordo en la lotería.
—¡Me alegro! —le dije, picado. Entonces él se fue a buscar a mi papá que seguía rotundamente despistado. Pero cuando me encontró se le rió la cara.
Y parece que el papá del Casimiro pagó la clínica y la operación y todo con tal que su hijo no fuera acuchillado, porque él odia a los médicos desde que le sacaron las amígdalas.
Y mientras tanto yo quedé en la clínica sin apéndice, para siempre jamás.
Y ahora dicen que es muy bueno estar operado de apendicitis porque así uno ya no puede tener más apendicitis.
Han venido treinta y siete personas a verme, y ninguna era conocida, pero ahora soy amigo de todas. Parece que soy como campeón de algo y las enfermeras, los practicantes y hasta los médicos entran al 15 y dicen: «¡Hola, amigo!» y me traen revistas y hasta flores. Se ve que a todos los remuerde algo de mi dolor de estómago injusto.
A mí no me gusta que me compadezcan y me quedo mudo cuando me dicen cosas. Y muchos me preguntan si me operaron de la lengua. Y yo quiero estar solo para poder pensar y saber qué voy a hacer sin mi apéndice y justo cuando empiezo a pensar, entra alguien.