Papelucho en la clínica (4 page)

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Authors: Marcela Paz

Tags: #infantil

Con el oro vendido tenía lo suficiente para vivir bien, trabajando para no anquilosarme y estudiaba de noche, porque quería saber.

Pasaron así tres años. Yo era un hombre de veinte años, un poco educado, un poco leído y trabajando de empleado en una oficina.

Una noche, me picó la araña de otros tiempos, de volver a las andanzas a la montaña, a la «pertenencia» Y preparé mi viaje.

Llegué a la cueva en una mula y me costó descubrirla porque todo ahí había cambiado y los quiscos y los cardos desfiguraban la quebrada. Encontré las piedras con que había cubierto el tesoro, las removí para cerciorarme si todavía estaba ahí y lo cubrí de nuevo.

¡De nada me servía esa mina y esa fortuna mientras no apareciera el Chuzo, su verdadero dueño! Y regresé al trabajo, sin tocarla.

Pasaron muchos años.

Un día llegó a verme a mi cuarto de pensión un extraño personaje. Traía una carta para mí y decía que me había buscado durante muchos meses. La carta estaba a mi nombre y entre comillas «Alcornoque» y venía manchada y sucia. La abrí y era un mensaje del Chuzo desde un hospital lejano. No estaba escrita por él, sino dictada y hacía en ella el encargo al juzgado local de que me fuera entregada después de su muerte. La carta estaba con fecha de tres años atrás y timbrada en el juzgado el día de su muerte en esa misma fecha. Me legaba su mina y su nombre. Me pedía que hiciera mi vida como Adalberto Rubilar y que algún día conocería a su hijo y a su nieto, que serían míos.

Al cabo de tres años, yo era Adalberto Rubilar, un hombre rico y joven. Nunca me casé. Nunca quise tener amigos por miedo. Viví sesenta años cuidando esa fortuna hasta que me enfermé y vine a dar aquí sin tener a nadie que me cuidara. Esa es mi historia, ese es mi cuento. ¿Y sabes tú cuál es el fin?

Donde menos lo pensaba, en este aburrido hospital he venido a encontrar por fin lo único que verdaderamente he buscado: a mi nieto, el chico Rubilar. bienvenido Papelucho Rubilar.

—Y ahora a tu cama sin contarle a nadie la historia de tu abuelo.

Me arrastró en la silla de plata hacia mi cuarto y mientras caminábamos me atreví a preguntarle:

—¿Qué diré si me preguntan de dónde saqué esta radio?

—Dirás que fue tu abuelo y nada más.

Me recostó en la cama, me arrebujó bien y sentándose en su silla de plata, hizo girar las ruedas y salió. Afuera oí unos gritos de sorpresa. Era la voz de Berenice y la señorita Ángela.

—¡Cielos! ¿Dónde había escapado nuestro enfermito del trece?

—¿Cómo logró sentarse en la silla solo?

—¿Qué maldades hacía? Lo hemos buscado por todo el hospital.

Las voces se perdieron detrás de la puerta al cerrarse y yo quedé con mi radio muy contento pensando que al fin y al cabo, cuando uno nace sin abuelos, bien puede suceder que le nazca uno de repente y le arregle ese asunto de tener quién le regale una radio siquiera.

VI

Parece que me dormí oyendo un programa de radio tremendamente macanudo y me acuerdo un poco que era como si yo me fuera convirtiendo en uno de los rusos que aterrizaron en la luna. La cuestión fue que poco a poco se armó un enredo y la luna era el hospital y los médicos eran enemigos y nos tomaban presos y todo lo demás. Y yo trataba y trataba de despertar y era inútil y resulta que me había convertido en estatua igual que el caballero de bronce que hay a la entrada del H. ese que en vez de pies termina en piedra y está enterrado en el suelo. Y mis pies no se podían desenterrar tampoco y yo tiraba y tiraba... De repente, tampoco pude respirar... ¡Y tac, desperté!

Me ahogaba. Y resulta que era el Casi que me estaba apretando la nariz.

—Mi papá me obligó a venir a verte —me dijo—. Ya te vi y ahora me voy.

Pero en ese momento descubrió mi radio y los demás regalos y no se acordó más de irse.

—Todo eso sería tuyo si yo tuviera mi apéndice. —y le expliqué lo del profeta.

—Yo tengo una idea —me dijo—. ¿Cuándo te vas a mejorar?

—No sé. Ahora ya no soy ni grave, estoy convaleciente.

—¿Y eso qué es? ¿Para qué sirve?

—Para nada. Es mucho mejor ser «caso grave» porque a uno lo tratan como Campeón de algo. Ya no soy «grave» y tampoco soy «sano» Sólo «convaleciente», nada más.

—¿Nunca te vas a mejorar?

—¡Yo qué sé! Dice la Berenice que nadie quiere que me vaya del hospital porque hay un señor que paga todo mientras esté yo aquí.

—Ese es un complot, entonces. Hay que averiguar quién es ese canalla.

—No es canalla. Es el señor Rubilar.

—Mi papá tiene un diario en Osorno y arregla todas las injusticias y las canalladas con su diario. Pone en primera página con letras rojas al Canalla.

—Pero si te digo que no es canalla. Es el señor Rubilar.

—Aunque sea Rubilar, si a ti te tiene secuestrado aquí, es canalla.

—No puede ser canalla si paga los gastos de los enfermos del hospital.

—Esa no es gracia. Él es enfermo. Lo canalla es el complot de que tu seas un desgraciado convaleciente.

Y dale y dale hasta que yo le fui encontrando razón. Era harta injusticia conmigo. O soy sano entero o grave, pero no eso. Hablamos y hablamos con la radio a pila a todo grito y empezamos a planear cómo fugarme yo de los secuestradores y, al mismo tiempo, que nadie lo supiera para que los enfermos tuvieran qué comer. Y yo me acordaba de mi sueño y mis pies de piedra enterrados en el patio de entrada del hospital y eso de no ser libre nunca más. Así que el Casi y yo arreglamos todo para escaparme en la noche por la ventana y dejar con llave la puerta de mi pieza para que nadie supiera si estaba yo ahí o no.

Cuando el Casi se fue después que planeamos bien el negocio, yo me hice él con sueño pero con hambre y comí dos comidas. Mamá ni se apareció esa tarde porque la guagua estaba «odiosita» y mi papá tenía reunión. Total que uno es el perro y más vale volverse luego a casa antes que crean que uno se murió para siempre.

Puse mi radio bien alto para no quedarme dormido y a cada rato entraba una enfermera a hacerla callar porque nadie podía dormir, hasta que al fin se apagó la luz del pasillo y se puso roja lo que quiere decir «silencio» y que todos bajan a comer.

Era el momento de mi fuga.

Yo tenía un miedo tremendo del dolor de mi herida y bajé despacito las piernas al suelo. ¡Nada! Como si nunca hubiera estado enfermo. Me fui enderezando poco a poco y decidí andar agachadito. La cuestión era que no había ropa para vestirse. Mi mamá se había olvidado de traerla. Me envolví en la sábana y me puse de cinturón el alambre de la campanilla. Pesqué mi radio y abrí la ventana. El árbol que alcanzaba justo a mi balcón se mecía con el viento y se movían las sombras en la calle solitaria como unos fantasmas. Yo tenía que subirme a la rama y bajar despacito, con mi radio. Pero antes había que echar llave a la puerta.

Justo iba a ponerle llave, cuando se abrió y entró en su carro de plata mi amigo el profeta. Era como una maldición, porque todo nuestro plan se venía abajo. Y también que con lo que hablamos con el Casi yo ya ni lo quería nada.

—¡Te he sorprendido en la fuga! —me dijo con ojos de loco.

—¿Por qué? —fue todo lo que atiné a decir.

Bueno, no hay más que verte... Eso sí que has planeado mal tu escapada. ¿Cómo vas a ir por la calle en la facha de árabe? ¿Tienes dinero para tomar los micros? Vas con los pies desnudos.

—¡Ve como usted es profeta! —le dije y él creyó que era broma, y se rió.

—También yo quiero fugarme de este hospital. Estoy secuestrado. Hay un complot en contra mía —dijo.

—¿Por qué dice eso? —me daba rabia que él dijera eso cuando el secuestrado era yo y el complot era contra mí.

—Nos iremos juntos —dijo.

—¿Y quién le va a pagar la comida a los enfermos?

El señor Rubilar se puso pensativo. Yo aproveché para explicarle que se iban a morir todos de hambre si él se iba.

—Debe ser tremendo estar enfermo y no tener qué comer. ¿Para qué quiere usted su plata, abuelito?

—¡Me has dicho abuelito!

—dijo como iluminado.

—Sí, abuelito.

—Haré lo que tú digas, nieto del alma.

—Haga un cheque, entonces y después nos vamos con su carro y todo. Total, entramos al 13, hizo el cheque, la maleta y me puso una chomba nueva del tiempo de la Revolución y unos calcetines que le dio un Padrecito cuando hizo la Primera Comunión.

Estábamos listos. Ahora la cuestión era salir de ahí sin que nos vieran. Por muy profeta que fuera el señor Rubilar no era capaz de bajarse por el árbol. Salir por la puerta del hospital era imposible porque hay un dichoso «sereno» que embroma todo. Nos pusimos a pensar.

Pensamos y pensamos y decidimos por fin lo del árbol, porque no había otra manera de salir. El señor Rubilar bajaría adelante y yo lo sujetaría desde arriba. ¡Listo!

Pero sucedió lo fatal. Hacía un viento feroz y las ramas se iban y venían. Había que aprovechar el momento en que se acercaban. Llegó por fin la rama hasta tocarnos las narices, y el señor Rubilar, a caballo en el balcón, alargó el brazo y se pescó de la hoja, creyéndose firme. Yo lo tenía cogido del cinturón.

Fue toda una fatalidad. La hoja se quedó en su mano, la rama se la llevó el viento, el cinturón tenía la hebilla descosida y el cuarto nuestro en vez de estar en el segundo piso estaba en el cuarto.

¡Zas!

Se oyó un golpazo y yo me quedé arriba con una tira de cuero sin hebilla.

El señor Rubilar aplastadito en la vereda.

Llegó un policía, un suplementero, un tortillero y un yerbatero. Sonó el pito del autopatrulla y se armó la grande. Yo cerré la ventana y me saqué las cosas con que me había vestido. Me costó más trabajo hacer la cama y poner otra vez la sábana.

¿Se habría muerto el señor Rubilar? ¿Se habría quebrado algo? ¿Qué diría el Casi cuando supiera el desastre?

Sentí sonar la sirena del autopatrulla cuando lo recogió la ambulancia. ¿Para qué se lo llevaría si la puerta del hospital estaba a un paso?

Oí después cuando lo traían al piso. La voz de la señorita Ángela dando órdenes y el doctor Soto y los demás. Amanecería en el 13. Si hubiera muerto lo habrían enterrado, así que el profeta estaba vivo. Me dormí pensando en Casi y en su papá.

¿Aparecería mañana en la primera página de su diario de Osorno mi secuestro y el complot del hospital?

VII

Parece que el autopatrulla no se llevó al señor Rubilar sino a la señora gorda que lo recibió en la cabeza al caer. Ella quedó liquidada. No sé cómo, pero él «sufrió rasguños».

Cuando desperté al otro día, el profeta estaba a mi lado sobándose un codo en su silla de ruedas.

—He roto el cheque —me dijo entregándome un papel—. Nuestra fuga ha fracasado y es mi única venganza.

Yo me enderecé tratando de recordar. Tenía uní confusión en la cabeza porque había soñado otra vez con la luna y los marcianos y los rusos y no sabía ni cómo me llamaba.

—Por culpa de ese estúpido fracaso, estoy diagnosticado de «intento de suicidio» y me han recetado camisa de fuerza y doble vigilancia.

—¿Se lastimó, abuelo? —pregunté por decir algo.

—Poca cosa. Pero ahora no tengo ninguna esperanza de salir de aquí.

Dos lágrimas amarillas resbalaron por sus mejillas secas.

—Haremos otro plan —dije también por decir algo.

—Planearemos las cosas con más inteligencia. La tierra no me interesa, bienvenido. Para huir de sus limitaciones tú y yo nos escaparemos hacia otro planeta. Ya tengo algo pensado. Deja madurar mi idea y te la diré. Entretanto, júrame tú que no te moverás de aquí hasta que yo te avise.

—No me gusta jurar —empecé de nuevo. ¡Qué afán tiene este caballero de que uno jure cada cosa!.

—Me basta tu palabra, nietecito... —Yo se la di y se fue en su silla de plata justo en el momento en que entraba Berenice con mi desayuno.

—Vengo a dejarle su desayuno y me voy —dijo—. Desde las 9 estamos en huelga y nos vamos a desfilar. Los enfermos quedarán solitos.

—¿Qué pasa? —pregunté.

No han pagado el reajuste de sueldos. Este hospital no tiene un peso y gasta como un país. Los remedios son caros y hay muchos enfermos.

—¿Y si no hay plata, quién les va a pagar?

—¡Qué sé yo! Tendrán que devolver a su casa a los enfermos. ¿Quién les va a dar un vaso de agua?.

—Sería bueno dejarles un vaso en la mesa de noche —dije—. Muchos estarán contentos de irse a su casa, pero otros tal vez no tienen dónde irse... como el señor Rubilar.

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