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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (56 page)

—Disculpa, ¿podrías abrirte de piernas y mirarme?

He accedido a su petición, desairada. Parecía tan sumiso y apacible que he pensado que podía ceder al menos en eso. Si era demasiado fría, tal vez me saliera el tiro por la culata y él se enfadara. Y eso podía ser peligroso. No obstante, dado que era un completo extraño, alguien a quien nunca había visto, podía permitirme actuar de un modo más insolente. Era raro. Me habían contado que una prostituta había matado a un cliente en un hotel de Ikebukuro. No fue en defensa propia, por lo que de alguna forma era inusual, aunque esas cosas ocurren de vez en cuando.

El cliente la había atado y la estaba filmando. Le puso un cuchillo delante de la cara y la amenazó con matarla, de manera que puedo imaginar perfectamente lo asustada que debía de estar. Yo aún no he tenido ninguna experiencia parecida, pero nunca sabes cuándo te vas a encontrar con un chalado. Da miedo, pero a veces deseo que me suceda algo así, mientras no me maten, claro. Tener miedo a la muerte te ayuda a reafirmar que sigues vivo.

Cuando al fin Tanaka ha tenido una erección, ha intentado ponerse el condón con desgana. Le temblaban tanto las manos que le ha llevado una eternidad. En esas situaciones, normalmente ayudo al hombre, pero aquel tipo no tenía baño en el apartamento, de modo que me he negado a tocarlo. Con el condón puesto, él se ha echado sobre mí y ha empezado a magrearme los pechos con torpeza.

—¡Me haces daño! —me he quejado.

—Lo siento, lo siento —se ha disculpado una y otra vez mientras intentaba penetrarme. Yo temía que, si no lo hacía pronto, perdería la erección. No quería tener que empezar de nuevo y ya comenzaba a ponerme de los nervios, de modo que he cogido su miembro y lo he dirigido hacia el lugar correcto hasta que, por fin, ha conseguido meterla. El tipo era mayor, así que ha tardado un rato en correrse, lo que me disgusta sobremanera. Al final, cuando ha acabado, se ha quedado tumbado a mi lado acariciándome el pelo.

—Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer.

—¿Y te ha gustado?

—Dios mío, follar es bueno.

«Ya, viejo chocho, pues yo lo hago todas las noches.» Sin duda no quería quedarme allí charlando con él, así que me he levantado y me he vestido. Tanaka, solo y tumbado en el futón, me ha mirado con decepción.

—Quédate un rato a mi lado y hablemos de cosas guarras. ¿No forma eso parte del trato? Las putas de antes siempre lo hacían.

—¿En qué época era eso? —le he preguntado, y me he echado a reír mientras me limpiaba con unos pañuelos de papel antes de vestirme—. ¿Qué edad tienes, viejo?

—Acabo de cumplir sesenta y dos.

¡Tener que vivir una vida tan patética a esa edad! He contemplado de nuevo su apartamento desaliñado. Una habitación de doce metros cuadrados, eso era todo, y sin baño: tenía que bajar al vestíbulo para usar el retrete. Si a algo estaba decidida yo, era a no acabar mi vida así. Sin embargo, luego he pensado que si mi padre aún estuviera vivo tendría más o menos su misma edad, y me he fijado atentamente en el rostro de Tanaka, en su cabello cano, en la carne de su cuerpo que caía formando pliegues. Cuando estaba en el colegio sospechaba que padecía el complejo de Edipo, pero de eso hace mucho. Allí estaba ahora, con un hombre de la misma edad que habría tenido mi padre.

De repente, Tanaka se ha enfadado.

—No te rías de mí —ha gritado.

—No me río de ti. ¿De qué hablas?

—Sí que lo haces. Estás ahí de pie mirándome como si pensaras que soy un estúpido o algo así. Yo soy el cliente, ¿recuerdas? Tú no eres más que una maldita puta. Tú tampoco eres ninguna jovencita, ¿sabes?, y ahí de pie, desnuda…, no eres más que un saco de huesos. ¡Me pones enfermo!

—Lo siento. Ya te he dicho que no me estaba riendo de ti.

Me he apresurado a vestirme porque no tenía ni idea de lo que Tanaka podía hacer ahora que se había enfadado. Además, ésa era su casa, fácilmente podía sacar un cuchillo de cualquier cajón, o Dios sabe qué. Tenía que calmarlo, pero lo más importante era conseguir el dinero.

—¿Ya te vas? De verdad que me mosqueas.

—Llámame otro día, ¿vale? Yo tampoco estoy de humor ya. La próxima vez te lo haré mejor. Te dispensaré un trato especial.

—¿Especial? ¿Qué quieres decir?

—Sexo oral.

Tanaka ha refunfuñado mientras se ponía los calzoncillos y luego ha mirado su reloj. Todavía quedaban más de veinte minutos pero no me importaba; quería irme ya.

—Me debes veintisiete mil yenes.

—El anuncio decía veinticinco mil.

Tanaka ha cogido el anuncio para asegurarse. Debía de necesitar gafas porque ha entornado los ojos y ha hecho una mueca ridícula mientras leía.

—¿No te lo han dicho? Si no tienes baño en casa, es más caro.

—¡Pero si me he lavado! Y no te he oído quejarte al respecto.

Iba a ser una lata explicarlo todo, así que he ladeado la cabeza con repugnancia. Sólo un momento antes había tenido la polla de un extraño dentro de mí y, por tanto, quería lavarme.

¿Acaso no era algo obvio? Los hombres nunca pueden pensar en otra cosa más que en sí mismos.

—Es caro —se ha quejado Tanaka.

—Vale, de acuerdo. Te lo dejaré en veintiséis mil. ¿Qué te parece?

—Bien. Pero espera un momento. Todavía queda tiempo.

—Oh, ¿crees que puedes hacerlo otra vez antes de que pasen veinte minutos?

Tanaka ha chasqueado la lengua y luego ha cogido su cartera. Me ha dado treinta mil yenes y le he devuelto cuatro mil. Luego me he puesto con rapidez los zapatos con la esperanza de salir de allí antes de que cambiara de opinión. He salido disparada y he llamado un taxi. He subido a él y, mientras el vehículo se abría paso bajo la lluvia, he reflexionado sobre mi propio rencor. El dolor de ser tratada como un objeto y sentir este dolor convertirse en placer. Lo mejor sería que pensara en mí como una cosa, pero entonces mi vida en la empresa se volvería un incordio. Allí yo era Kazue Sato, no un objeto. Le he pedido al taxista que me dejara a cierta distancia de la agencia y el resto del camino lo he hecho andando bajo la lluvia. Eso suponía doscientos yenes menos. Además, podía conseguir que la agencia me reembolsase el doble del importe del taxi desde la casa de Tanaka.

Vi a la Bruja Marlboro en Maruyama-cho, delante de la estatua de Jizo, el budista bodhisattva, protector de los condenados al infierno y de todos aquellos que vagan entre los reinos. La llamábamos la Bruja Marlboro porque siempre llevaba una chaqueta fina con un logo blanco de Marlboro en la parte de atrás. Era muy conocida en la agencia. Debía de tener unos sesenta años, tal vez estuviera loca, y siempre estaba de pie al lado de la estatua de Jizo ofreciéndose a los hombres que pasaban por allí. Por culpa de la lluvia, tenía la chaqueta barata empapada y se le transparentaba el sujetador negro. No pasaba ni un solo hombre, pero ella estaba allí, al lado de Jizo como siempre. Parecía una especie de fantasma, y lo más probable es que tuviera que pasar en la calle hasta el día en que muriera. Una vez que ya no podías trabajar como chica de compañía en una agencia, no tenías más remedio que buscar a tus propios clientes. Mientras miraba la espalda de la Bruja Marlboro, me aterrorizó el pensamiento de que a mí me esperaba un destino similar en un futuro no muy lejano.

Eran casi las doce cuando he llegado a la agencia. La mayoría de las chicas, resignadas a que no hubiera trabajo esta noche, ya se habían ido a casa. Los únicos que quedaban eran el operador y la Trenza. Le he dado diez mil yenes al operador y he puesto otros mil en el fondo común para tentempiés, bebidas y otras cosas por el estilo. Todas las chicas que tenían clientes estaban obligadas a hacerlo y, gracias a que le he sacado mil yenes de más a Tanaka, mi contribución al fondo común no ha afectado a mi parte de los ingresos de esta noche. El operador me ha mirado enfurecido cuando me iba.

—¡Yuri! Me acaba de llamar tu cliente y me ha dicho que le has cobrado de más. Estaba muy enfadado. ¿Le has dicho que debía pagar más porque no tenía baño?

—Lo siento.

¡Menudo capullo! La fea cara de Tanaka ha aparecido frente a mis ojos y me he puesto furiosa. ¡Qué cobarde! Pero entonces le ha llegado el turno a la Trenza.

—¿Te has llevado mi paraguas? He tenido que quedarme aquí sentada a esperar que volvieras. No puedes largarte con las cosas de los demás, ¿sabes?

—Ah, lo siento, sólo lo he cogido prestado.

—¿«Ah, lo siento»? Eso no es suficiente. Lo has hecho para vengarte de mí.

«Lo siento, lo siento…» He seguido repitiendo mis disculpas vacías hasta que la Trenza se ha encogido de hombros.

—¡Ya estoy harta de esta mierda! —ha gritado mientras salía indignada de la oficina.

Yo, por mi parte, me he apresurado a recoger mis cosas para no perder el último tren. En la estación de Shibuya me he subido al convoy de las 0.28 de la línea de Inokashira en dirección a Fujimigaoka. En la estación de Meidaimae he hecho un transbordo a la línea Keio y me he bajado en Chitose-Karasuyama. Luego debería caminar aún durante diez minutos antes de llegar a casa. Ha llovido todo el día y me sentía deprimida. ¿Qué diablos estaba haciendo? De repente, me he parado bajo la lluvia. Había estado metida en la agencia toda la noche y sólo había ganado quince mil yenes. Sigo haciéndolo porque quiero ahorrar doscientos mil por semana pero, a este paso, no lo conseguiré. Necesito entre ochocientos y novecientos mil al mes, diez millones al año. Si puedo mantener ese ritmo habré ahorrado unos cien millones cuando cumpla cuarenta. Me gusta pensar en mis ahorros. Quiero alcanzar a esa cantidad, y luego podré disfrutar mirando todo lo que he ahorrado. En cierta forma, ahorrar dinero significa para mí lo mismo que antes significaba estudiar.

2

30 de mayo

Shibuya: YY, 14.000 ¥

Shibuya: WA, 15.000 ¥

H
e mirado la fotografía de mi padre que estaba encima del piano viejo y hecho polvo, la misma fotografía que utilizamos para su funeral. En ella tiene una expresión severa; está de pie, majestuoso y elegante con un traje ajustado, y detrás se ve el edificio donde trabajaba. Yo amaba a mi padre. ¿Por qué?, me pregunto. Seguramente porque me trataba como si fuera lo más importante de su vida. Me adoraba y, más que ninguna otra persona, era capaz de ver mis verdaderas capacidades. Por tanto, le dolía que hubiera nacido mujer.

—Kazue es la chica más inteligente de la familia —me decía.

—¿Qué hay de mamá?

—Cuando tu madre se casó, dejó de estudiar. Ahora ni siquiera lee el periódico.

Mi padre me susurraba esto al oído como si yo fuera su cómplice. Era domingo, y mi madre estaba en el jardín cuidando de las plantas. Yo iba al primer ciclo de secundaria por entonces y estudiaba para los exámenes de ingreso en bachillerato.

—Mamá sí lee el periódico.

—Sólo las páginas de sociedad y la programación de la tele. Ni siquiera se fija en los artículos de economía o de política, porque no los entiende. Kazue, creo que tú deberías tener un empleo en una gran empresa. Allí podrás conocer a un hombre inteligente, alguien que te estimule intelectualmente. Aunque tampoco hay necesidad de que te cases. Podrías quedarte en esta casa. Eres lo bastante brillante como para mantener una relación con cualquier hombre sin meterte en problemas.

Yo estaba convencida de que las mujeres que se casaban e iban a vivir con sus maridos acababan siendo el hazmerreír de rodo el mundo, y quería evitar eso a toda costa. Si me casaba, no me quedaba más opción que hacerlo con un hombre que fuera menos inteligente que yo para que pudiera apreciar mis capacidades. En aquella época no entendía por qué los hombres inteligentes no elegían siempre a mujeres que estuvieran a su nivel. Y, dado que mis padres no se llevaban muy bien, deduje que se debía a que mi madre no era muy inteligente y nunca había intentado mejorar. Trataba a mi padre con respeto y, frente a los demás, siempre lo colocaba en un pedestal, pero yo sabía que, en su fuero interno, lo despreciaba porque se había criado en el campo.

—Cuando tu padre se casó conmigo —me contaba—, ni siquiera sabía lo que era el queso. Al preparar el desayuno, pensaba que yo dejaba que se estropeara el queso porque olía muy fuerte, y me preguntaba qué era aquello. A mí me sorprendía que no lo supiera.

Mamá se reía cuando contaba esta historia, pero en su risa se entreveía cierto resentimiento. Mi madre había crecido en Tokio, donde su padre, su abuelo y su tatarabuelo habían sido burócratas de alto nivel o abogados. Mi padre, en cambio, venía de un pueblecito de la prefectura de Wakayama, donde tuvo que luchar mucho para poder ingresar en la Universidad de Tokio. Después de eso no le quedó más opción que emplearse en una empresa y trabajar como contable. Mi padre estaba orgulloso de usar su ingenio para alcanzar el éxito, mientras que mi madre estaba orgullosa de su estirpe.

¿Y yo? Después de licenciarme en la Universidad Q, accedí a una empresa de primer nivel. Estaba muy delgada, así que llamaba la atención de los hombres. Creía que lo tenía todo: de día me respetaban por mi intelecto y, de noche, me deseaban por mi cuerpo. ¡Me sentía como
Superwoman
! Siempre que pienso en ello, no importa dónde esté, se me extiende una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Kazue, cuidado con lo que haces! ¡Estás derramando el café! —me ha dicho mi madre, enfadada.

He notado que se me caía la baba y que una mancha marrón se dispersaba por mi falda de poliéster. Mi madre ha cogido un paño y me lo ha arrojado; he intentado limpiar la mancha, pero sólo he conseguido empeorarla. Si arraigaba, no iba a haber forma de quitarla. Resignada, he cogido el periódico de encima de la mesa y lo he abierto.

—¿No te vas a cambiar? —ha preguntado mi madre sin mirarme mientras recogía los restos del desayuno de mi hermana pequeña.

Siempre le prepara el desayuno a mi hermana: tostadas, huevo frito y café. Mi hermana trabaja en una fábrica y, por regla general, debe irse al amanecer, mientras que yo tengo que estar en la oficina a las nueve y media, de modo que normalmente no debo salir de casa hasta las ocho y media.

—No, la falda es azul marino y casi no se nota.

Mi madre ha dejado escapar un suspiro especialmente sonoro, de modo que la he mirado.

—¿Qué?

—Es sólo que pienso que deberías prestar más atención a tu aspecto. ¿Cuántos días hace que llevas el mismo conjunto?

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