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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (54 page)

—¿Quién te lo dijo?

—Lo he olvidado. Era todo muy tonto, pero ¿es cierto? ¿Es solamente una historia absurda? Si algo es, desde luego es aterrador, porque representa precisamente el sistema de valores predominante hoy en día en Japón. ¿Por qué crees que me vi envuelta en una secta religiosa con una estructura tan parecida a la de la escuela Q? Creía que, si renunciaba a mi familia e ingresaba en la organización religiosa, podría mejorar mi posición social, subir unos puestos en la jerarquía. Sin embargo, a pesar de que mi marido y yo nos privábamos de todo tipo de cosas, nunca nos permitían acceder al círculo exclusivo del poder; nunca estaríamos en posición de asumir el liderazgo de la organización. Sólo el fundador y su entorno habían «nacido con ese privilegio». Ellos eran la verdadera élite. ¿Comprendes? Es lo mismo a lo que nos enfrentábamos en Q, ¿no te parece? Pensé todo esto mientras estaba en prisión y me di cuenta de que mi vida había dado un giro hacia el mal camino cuando entré en el sistema Q en el primer ciclo de secundaria e intenté mezclarme con aquellos que habían nacido poderosos. Tú y yo somos iguales, y Kazue también lo era. Nuestro corazón era esclavo de una ilusión. Me pregunto cómo debían de vernos los demás. Me pregunto si parecíamos víctimas de un control mental.

»Si lo miras desde esa perspectiva, la más libre de todas nosotras fue Yuriko. Estaba tan liberada que se me antoja que provenía de otro planeta. Un espíritu tan libre como el suyo no podía evitar sobresalir en la sociedad japonesa, y la razón por la que era un trofeo tan codiciado por los hombres trascendía su mera belleza. Sospecho que instintivamente percibían su espíritu auténtico, por eso era capaz de cautivar incluso a hombres como el profesor Kijima.

»La razón por la que no has sido capaz de superar el sentimiento de inferioridad respecto a Yuriko no es que ella fuera bella, sino que tú nunca fuiste capaz de compartir su sentido de la libertad. No obstante, estás a tiempo. Yo he cometido un crimen horrible y me pasaré el resto de mi vida arrepintiéndome. Pero para ti no es tarde. Por eso insisto: lee esos diarios.

Mitsuru se dirigió entonces a la otra habitación y le habló afectuosamente a Yurio, como si no me hubiera dicho nada de todo cuanto me acababa de decir.

—Yurio, me voy —le dijo—. Cuida de tu tía.

Él se volvió hacia Mitsuru con sus hermosos ojos fijos en un punto por encima de ella y luego bajó lentamente la cabeza. Me embelesaba tanto el color de sus ojos que no me importaba nada de lo que me había dicho Mitsuru. Cuando volví en mí, ella ya se había marchado.

Durante un momento, el amor que una vez había sentido por Mitsuru volvió a brotar en mi corazón. Sensata, inteligente, como una ardilla. Por fin había vuelto a su nido seguro y lujoso del bosque, junto al profesor Kijima, yo sabía que nunca más saldría de allí.

Yurio pasó los dedos por la mesa de té, tocó el sobre con los diarios y los sacó del interior.

—Puedo percibir odio y confusión en este objeto —anunció con una voz clara y serena.

SÉPTIMA PARTE
Jizo del deseo:
los diarios de Kazue
1

21 de abril

GOTANDA: KT (?), 15.000 ¥

L
lueve desde la mañana. He salido de trabajar a la hora de siempre y me he dirigido a la entrada de la línea de metro de Ginza de la estación Shimbashi. El hombre que iba delante de mí no paraba de volver la cabeza de manera vigorosa mientras caminaba; supongo que debía de estar buscando un taxi. El agua que rebotaba contra su paraguas salpicaba la parte delantera de mi gabardina Burberry, manchándola. He revuelto mi bolso enfadada en busca de un pañuelo, he sacado el que guardé ayer y he secado con esmero las gotas de agua. La lluvia en Shimbashi es gris y mancha todo lo que toca, y no quería tener que pagar por llevarla a la tintorería. Le he llamado la atención al hombre mientras subía al taxi: «¡Eh, gilipollas, ve con más cuidado!»

Pero al hacerlo, he recordado la manera vibrante en cómo la lluvia había rebotado de su paraguas, y eso me ha llevado a pensar en lo fuertes que son los hombres en general. Se ha apoderado de mí una sensación de deseo, a la que ha seguido otra de repugnancia. Deseo y repugnancia. Esas dos emociones contradictorias están siempre presentes cuando pienso en hombres.

La línea de Ginza. Odio el color naranja del tren. Odio el viento áspero que atraviesa los túneles. Odio el chirrido de las ruedas, el hedor. Normalmente llevo tapones para no tener que oír el ruido, pero no se puede hacer mucho para evitar el olor, y los días lluviosos es aún peor. No es sólo el olor a inmundicia. Está también el olor de la gente: a perfume y tónico capilar, aliento y edad, a periódicos deportivos, a maquillaje y a mujeres con la menstruación. La gente es lo peor. Están los desagradables hombres asalariados y las mujeres que regresan cansadas de la oficina. No soporto ni a unos ni a otros. Los únicos que me gustan son los altos cargos, pero éstos casi nunca cogen el metro. Y, aunque lo hicieran, seguro que no pasaría mucho rato hasta que algo me obligara a cambiar mi opinión sobre ellos. Aún hay otra razón por la que odio el metro: es lo que me une a mi empresa. En el momento en que bajo la escalera en dirección a la línea de Ginza, me siento como si me absorbiera el oscuro mundo subterráneo, un mundo al acecho bajo el asfalto.

Por suerte o por desgracia, he podido sentarme en Akasaka-mitsuke. He mirado de reojo los documentos que leía el hombre que estaba sentado a mi lado. ¿Trabajaba en mi mismo sector? Y, si era así, ¿hacia dónde iba? ¿En qué posición estaba su empresa? Él debe de haber sentido que lo miraba, porque ha doblado la página que leía para que yo no la viese.

En mi despacho estoy rodeada de papeles. Los montones apilados en mi escritorio forman un verdadero muro a mi alrededor, tan alto que es imposible mirar por encima de ellos. Me siento allí escondida tras el muro de papel, con los tapones en los oídos, sumida en mi trabajo. Delante de mis ojos hay un montón de páginas blancas, y a derecha e izquierda hay todavía más. Las ordeno con cuidado para que no se desmoronen, pero las pilas son más altas que mi cabeza. Me gustaría que se amontonaran suficientes papeles para que llegaran al techo y taparan los fluorescentes; mi tez, entonces, no parecería tan pálida. Hasta entonces, no me queda otro remedio que llevar pintalabios rojo cuando trabajo, es la única forma de contrarrestar mi aspecto descolorido. Luego, para equilibrar el pintalabios, debo llevar sombra de ojos azul. Dado que esto hace que resalten demasiado mis ojos y mis labios, me perfilo las cejas con un lápiz oscuro; si no lo hago, no hay equilibrio, y si las cosas no están en equilibrio, es muy difícil —por no decir imposible— vivir en este país nuestro. Por eso siento deseo y repugnancia por los hombres, y lealtad y odio por la empresa en la que trabajo. Orgullo y fobia, un verdadero lodazal, vaya. Si no hubiera suciedad, tampoco habría razones para el orgullo; si no tenemos orgullo, nos limitamos a caminar sobre el barro. No hay una cosa sin la otra, y eso es lo que un ser humano como yo necesita para sobrevivir.

Estimada señorita Sato:

Debo decirle que el ruido que usted hace es muy molesto. Por favor, intente ser más discreta cuando trabaja. Está incomodando a sus compañeros de oficina.

Esta carta estaba sobre mi escritorio cuando he llegado esta mañana. Estaba escrita con ordenador, de modo que resultaba imposible saber de quién era. La he cogido y he ido al escritorio del director del departamento mientras agitaba el papel ruidosamente.

El director se licenció en la Facultad de Economía de la Universidad de Tokio. Tiene cuarenta y seis años. Se casó con una mujer que también trabaja en la empresa, una diplomada, y tienen dos hijos. El director tiene tendencia a minimizar cualquier logro que hagan otros hombres, y a apropiarse de los éxitos que consiguen las mujeres. Hace tiempo me ordenó que revisara un informe que le había escrito. Luego se apropió de mi tesis original y la presentó como si fuera suya: «Cómo evitar los riesgos relacionados con el coste de construcción.» Las apropiaciones indebidas son algo habitual en las investigaciones del director del departamento, y la única forma que tengo de que me valoren es aprendiendo a ser más astuta que él. Por esta razón, debo proteger mi espíritu, mantener las cosas en equilibrio, y enfatizar mis habilidades más admirables. Ésa es la única manera de hallar una comprensión clara del significado de las cosas. Debo mantenerme firme y concentrada.

—Disculpe, pero acabo de encontrar esta nota encima de mi escritorio. Me gustaría saber qué piensa hacer al respecto —le he dicho.

El director del departamento ha cogido sus gafas de lectura de montura plateada y se las ha puesto. Mientras leía despacio la nota, ha esbozado una sonrisa burlesca.

—¿Qué quiere que haga? Me parece más bien un asunto privado —ha respondido, escudriñando mi atuendo. Hoy llevaba una blusa de poliéster estampado, una falda ajustada azul marino y, como complemento, una larga cadena metálica.

Ayer llevé el mismo conjunto, y también el día anterior, y el otro.

—Quizá le parezca eso, pero los asuntos personales afectan el entorno laboral —he replicado.

—No lo sé.

—Pues me gustaría algún tipo de prueba de que el ruido que hago es de verdad molesto.

—¿Una prueba?

El director ha mirado perplejo en dirección a mi escritorio, repleto de pilas de papeles. Al lado estaba sentada Kikuko Kamei, con los ojos fijos en la pantalla de su ordenador y los dedos moviéndose frenéticamente sobre el teclado. Tras una pequeña rebelión el año pasado, se le facilitó un ordenador a todo el personal de la oficina que ocupaba un puesto de dirección. Obviamente, dado que soy la subdirectora del departamento, me asignaron uno, pero Kamei, una simple empleada, no tuvo su ordenador. Impertérrita, diariamente se lleva orgullosa su portátil a la oficina. También lleva un conjunto diferente todos los días. Hubo un momento en el que uno de mis superiores me dijo: «Señorita Sato, ¿por qué no viene a trabajar con un conjunto distinto todos los días como la señorita Kamei? A todos aquí nos alegraría mucho.» Le respondí cortante: «¿De veras? ¿Entonces me va a subir el sueldo para que pueda comprarme un conjunto nuevo para cada día del año?»

—Señorita Kamei, lamento molestarla, pero ¿podría venir aquí un momento? —ha dicho el director.

Kamei nos ha mirado a los dos y le ha cambiado el color de la cara mientras caminaba hacia nosotros. Sus tacones altos golpeaban el piso con un ruido seco, de modo que todos los que estaban en sus escritorios han levantado la vista sorprendidos. Era evidente que hacía tanto ruido a propósito.

—¿Qué puedo hacer por usted? —ha preguntado Kamei mirándonos a uno y otro, y he podido sentir cómo se comparaba conmigo.

Kamei tiene treinta y dos años, cinco menos que yo. Son sólo cinco años pero nos separa un abismo. Se unió a la empresa después de la promulgación de las leyes de igualdad en el trabajo, se licenció en derecho por la Universidad de Tokio y es tremendamente engreída. Para colmo, lleva ropa muy llamativa, hasta el punto que he oído que se gasta la mitad del sueldo en comprársela. Todavía vive en casa de sus padres y, dado que su padre es una especie de burócrata y tiene buena salud, pues no le falta dinero. Yo, en cambio, tengo una madre que es ama de casa, y he tenido que trabajar para mantenerla a ella y a mi hermana desde que mi padre murió. ¿De dónde se supone que debo sacar el dinero para comprarme ropa?

—Quiero preguntarle algo —ha empezado el director—. ¿El ruido que hace la señorita Sato molesta a los compañeros que tiene alrededor? Me doy cuenta de que es una pregunta incómoda y me disculpo de antemano, pero su escritorio está al lado del suyo y he imaginado que lo sabría.

Tras esconder la nota que yo había recibido, el director le ha hablado a Kamei con fingida indiferencia. Ella me ha mirado y ha respirado profundamente.

—Bueno, yo estoy ocupada tecleando, así que supongo que yo misma debo de hacer mucho ruido. Me concentro en lo que hago y no me doy cuenta de ello.

—No le estoy preguntando por el ruido que usted hace, señorita Kamei. Le estoy preguntando por la señorita Sato.

—Ah. —Kamei ha simulado estar avergonzada, pero yo he entrevisto un destello de rencor bajo su máscara—. Bueno…, la señorita Sato siempre lleva tapones, de modo que no creo que sea consciente del ruido que hace. Quiero decir, son pequeñas cosas, como cuando deja su taza de café u hojea sus papeles, y supongo que también se podría decir que abre y cierra los cajones de golpe. Pero para mí eso no supone un problema. O sea, lo he dicho porque usted me lo ha preguntado.

Tras decir eso, Kamei me ha mirado.

—Lo siento —ha dicho.

—¿Es el ruido lo bastante molesto como para que le pidamos a la señorita Sato que en adelante sea más cuidadosa?

—Oh, no…, yo no quería decir… —Kamei lo ha negado todo con determinación—. Lo he dicho porque usted me ha preguntado; supongo que como mi escritorio está junto al suyo… Eso es todo. No creo que sea algo tan importante.

El director me ha mirado.

—¿Satisfecha? No creo que deba preocuparse usted por nada.

El director siempre se comporta de esa forma. Nunca asume las responsabilidades que se le presentan, sino que siempre intenta delegarlas en cualquier otro. Kamei me ha mirado desconcertada.

—Discúlpeme, señor, pero ¿por qué me ha llamado? ¿Qué tiene esto que ver conmigo? De verdad que no lo entiendo.

—Pues porque usted ha escrito esa nota, ¿no? —casi he gritado.

Kamei, asustada, ha fruncido los labios, como si no tuviera ni idea de lo que le estaba hablando. Sabe hacerse muy bien la tonta. El director se ha vuelto hacia mí y ha levantado la mano para calmar los ánimos.

—Miren, ésta es una cuestión de sensibilidades personales. Alguien con una sensibilidad muy acentuada escribió esa nota, ¿no creen? No le demos más vueltas; no hagamos una montaña de un grano de arena.

El director ha cogido el teléfono de su escritorio y ha empezado a marcar como si acabara de acordarse de algo que debía hacer. Comportándose como si no supiera qué estaba pasando, Kamei ha vuelto cabizbaja a su escritorio. Yo no soportaba la idea de regresar a mi escritorio y sentarme a su lado, de modo que he ido a buscar un café.

El tipo que trabajaba media jornada en el archivador y el ayudante de nuestra oficina ya estaban en la cocina preparando té para un regimiento. El de media jornada era un trabajador por cuenta propia, y al ayudante lo habían contratado a través de una empresa de trabajo temporal. Ambos se habían teñido el pelo de un tono cobrizo, lo llevaban corto y peinado hacia atrás. Al verme entrar, he notado que ambos se incomodaban; de modo que habían estado hablando de mí a mis espaldas… He cogido una taza limpia de la encimera.

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