Guerra Mundial Z (15 page)

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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Fue una puta carnicería, como una trituradora de madera: la materia orgánica formaba nubes, como si fuese serrín, por encima de la horda.

«Nadie puede sobrevivir a eso», pensé, y durante un momento parecía que estaba en lo cierto…, pero entonces empezaron a parar los tiros.

¿
A parar
?

A agotarse, a silenciarse…

[Se queda callado un segundo y después fija de nuevo la vista, enfadado.]

Nadie pensó en eso, ¡nadie! Que no me tomen el pelo con historias sobre recortes presupuestarios y problemas de suministro. ¡Lo que de verdad les faltó fue el sentido común, joder! Ninguno de aquellos sacos de mierda de cuatro estrellas, esos a los que parecía que les habían metido las medallas por el culo, los que venían de West Point y el War College, se dijo: «Oye, tenemos un montón de armas estupendas, pero ¿¡tenemos suficiente mierda para disparar!?». Nadie pensó en cuántas veces tendría que disparar la artillería para mantener la operación, ni en cuántos cohetes harían falta para los lanzacohetes, cuántos botes de metralla… básicamente, un proyectil de escopeta gigante. Disparaban unas bolitas de tungsteno; no es que fueran perfectas, ya sabe, porque se gastaban unas cien bolas para acabar con un zeta, pero, coño, tío, ¡al menos era algo! Cada Abrams tenía sólo tres, ¡tres! ¡Tres de una carga total de cuarenta! ¡El resto eran HEAT o SABOT estándar! ¿Sabe lo que una «Silver Bullet», un dardo perforante de uranio empobrecido le hace a un grupo de muertos vivientes? ¡Nada! ¿Sabe qué se siente al ver cómo un tanque de más de sesenta toneladas dispara a una multitud sin conseguir una puta mierda? ¡Tres botes de metralla! ¿Y qué me dice de los proyectiles
flechette
? Estos días todos hablan de ellos, las flechitas de acero que convierten cualquier arma en una escopeta de dispersión. Hablamos de ellas como si fuesen un invento nuevo, aunque ya las teníamos hasta en, no sé, Corea. Las teníamos para los cohetes Hydra y los Mark-19. Imagíneselo, un sólo 19 disparando trescientos cincuenta proyectiles por minuto, ¡cada uno de ellos con unas cien flechas!
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Puede que no hubiese vuelto la tortilla a nuestro favor, pero ¡joder!

La munición se acababa, los zetas seguían acercándose y el miedo… Todos lo sentían, en las órdenes de los jefes del pelotón, en las acciones de los hombres que me rodeaban… Era una voz dentro de tu cabeza que no dejaba de chillar: «Mierda, mierda, mierda».

Éramos la última línea de defensa, una cosa de poca importancia en lo que respecta a la capacidad militar. Se suponía que íbamos a derribar a los pocos emes lo bastante afortunados para haber resistido la hostia gigante del armamento más pesado. Se esperaba que uno de cada de tres de nosotros tuviese que disparar su arma y uno de cada diez mataría a alguno.

Llegaron a miles, subían por los guardarraíles, se acercaban por las calles laterales, rodeaban las casas, las atravesaban… Había tantos y sus gemidos eran tan fuertes que nos retumbaban dentro de los cascos.

Quitamos el seguro, apuntamos a nuestros objetivos, y entonces llegó la orden de disparar… Yo era un artillero de SAW
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, una máquina ligera que debería dispararse en ráfagas cortas y controladas, en lo que tardas en decir: «Muere, hijoputa, muere». La ráfaga inicial fue demasiado baja y le di a uno de pleno en el pecho. Lo vi salir despedido hacia atrás, golpearse contra el asfalto y levantarse de nuevo, como si no hubiese pasado nada. Tío…, cuando se levantaban de nuevo…

[Ha apurado el cigarrillo hasta casi quemarse los dedos. Lo tira y lo pisa sin darse cuenta.]

Hice lo que pude por controlar mis disparos y mi esfínter. «Apunta a la cabeza —me repetía—. Manten la calma y apunta a la cabeza.» Y todo el tiempo mi SAW escupía: «Muere, hijoputa, muere».

Podríamos haberlos detenido, deberíamos haberlo hecho; lo único que hacía falta era un tío con un fusil, ¿no? Soldados profesionales, tiradores entrenados…, ¿cómo consiguieron pasar? Los críticos y los Patton de sillón que no estuvieron allí todavía se lo preguntan. ¿Cree que es tan sencillo? ¿Cree que después de pasarnos toda la vida militar aprendiendo a disparar al centro de gravedad podemos, de repente, conseguir tiros perfectos a la cabeza una y otra vez? ¿Cree que es fácil meter un cargador o desatascar un arma llevando una camisa de fuerza y un casco asfixiante? ¿Cree que se puede mantener la cabeza fría y disparar un puto gatillo con precisión después de ver cómo todas las maravillas del armamento moderno se caen sobre su hiperculo de alta tecnología, después de vivir tres meses de Gran Pánico y de contemplar cómo un enemigo que no debía existir se comía viva tu realidad?

[Me apunta con el dedo.]

¡Bueno, pues lo hicimos! Conseguimos hacer nuestro trabajo y hacer que los zetas pagasen por cada puto centímetro de terreno! Quizá si hubiésemos tenido más hombres y más munición, quizá si nos hubiesen permitido centrarnos en nuestro trabajo…

[Vuelve a cerrar la mano hasta convertirla en un puño.]

Land Warrior, la puta red conectada del ultramoderno, ultracaro y ultrafamoso Land Warrior. Aunque ya era bastante malo ver lo que tenías delante, además, los enlaces ascendentes de los aviones espía también nos mostraban lo grande que, en realidad, era la horda. Puede que tuviéramos que enfrentarnos a miles, ¡pero detrás venían millones! ¡Recuerde que estamos hablando del grueso de la plaga de Nueva York! Aquello no era más que la cabeza de una larguísima serpiente de zombis que llegaba hasta el puto Times Square. No necesitábamos saberlo. ¡Yo no necesitaba saberlo! La vocecita asustada de mi cabeza ya no era tan discreta; gritaba: «¡¡Mierda, mierda, mierda!!». Y, de repente, ya no estaba dentro de mi cabeza, sino en mi auricular. Cada vez que un capullo era incapaz de controlar su bocaza, Land Warrior se aseguraba de que todos lo oyéramos. «¡Hay demasiados!» «¡Tenemos que salir de aquí, joder!» Uno de otro pelotón, no me sabía su nombre, empezó a gritar: «¡Le he dado en la cabeza y no se muere! ¡No se mueren cuando les das en la cabeza!». Seguro que no le había acertado en el cerebro, eso pasa, un proyectil puede rozar el cráneo… Quizá si hubiese estado tranquilo y hubiese usado su propio cerebro se habría dado cuenta, pero el pánico es más infeccioso que el Germen Zeta y las maravillas de Land Warrior permitieron que ese germen se propagase por el aire. «¿Qué?» «¿Que no se mueren?» «¿Quién ha dicho eso?» «¿Le has disparado a la cabeza?» «¡Hostia puta!» «¡Son indestructibles!» Por toda la red se oía aquello, tíos cagados de miedo por toda la superautopista de la información.

«¡Que todo el mundo cierre la boca! —gritó alguien—. ¡Quedaos donde estáis! ¡Salid de la red!» Se notaba que era la voz de alguien mayor; de repente, quedó ahogada por un grito y nuestros visores captaron un chorro de sangre que salía de una boca llena de dientes rotos. La imagen era de un tío que estaba en el patio de una casa, al otro lado de la línea defensiva. Los propietarios dejarían a unos cuantos familiares reanimados encerrados cuando salieron corriendo. Quizá la conmoción de las explosiones había debilitado las puertas o algo, porque salieron en tropel de la casa y se dieron de bruces con aquel pobre cabrón. La cámara de su arma lo grabó todo, cayó con el ángulo perfecto. Había cinco zombis, un hombre, una mujer y tres niños, y todos lo tenían inmovilizado de espaldas en el suelo; el hombre se había colocado sobre el pecho, mientras que los niños le sujetaban los brazos, intentando romperle el traje a mordiscos. La mujer le arrancó la máscara y pudimos ver claramente el terror que reflejaba la cara del soldado. Nunca olvidaré su chillido cuando ella le arrancó de un mordisco la barbilla y el labio inferior. «¡Están detrás de nosotros! —gritaba alguien—. ¡Están saliendo de las casas! ¡Se ha roto la línea de defensa! ¡Están por todas partes!» De repente, la imagen se oscureció, cortada desde el exterior y la voz, la voz mayor, regresó, ordenando: «¡Salid de la red!». Se notaba que intentaba con todas sus fuerzas mantener la calma; entonces, perdimos la conexión.

Seguro que tardaron más de unos segundos, no podía ser de otra manera, aunque ya hubiesen estado flotando sobre nosotros, pero dio la impresión de que, justo cuando se cortaron las comunicaciones, el cielo se llenó de ruidosos JSF
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. No los vi soltar su carga porque estaba en el fondo de mi trinchera, maldiciendo al ejército, a Dios y a mis propias manos por no cavar más deprisa. El suelo tembló y el cielo se puso muy oscuro; había escombros por todas partes, tierra, ceniza y cosas ardiendo que volaban por encima de mi cabeza. Sentí que algo me golpeaba entre los omóplatos, algo blando y pesado. Rodé para volverme, y descubrí que eran una cabeza y un torso achicharrados, echando humo ¡y todavía intentando morder! Le di una patada y salí como pude del agujero unos segundos antes de que cayese la última JSOW
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.

Me encontré contemplando una nube de humo negro que ocupaba el lugar en el que había estado la horda. La autopista, las casas…, todo quedaba cubierto por aquella nube de medianoche. Recuerdo vagamente a otros tíos que salían de sus trincheras, las escotillas de los tanques y Bradleys abriéndose, y todos mirando a la oscuridad. Se produjo un silencio, una calma que, en mi cerebro, duró varias horas.

Entonces llegaron, salieron de la niebla como en la maldita pesadilla de un crío. Algunos echaban humo, otros seguían ardiendo…, unos caminaban, otros se arrastraban, otros se impulsaban por el suelo apoyándose en los vientres reventados…, aproximadamente uno de cada veinte podía moverse, lo que nos dejaba…, mierda, ¿un par de miles? Y, detrás, uniéndose a sus filas y empujando hacia nosotros, ¡el millón restante que el ataque aéreo no había ni tocado!

Fue cuando nuestras filas se rompieron. No lo recuerdo todo seguido, sino como en ráfagas: gente corriendo, gruñidos, periodistas. Recuerdo a un reportero con un enorme mostacho a lo Sam Bigotes intentando sacar una Beretta del chaleco antes de que tres emes ardiendo lo derribaran… Recuerdo a un tipo forzando la puerta de una furgoneta de las noticias, saltando al interior, sacando a una bonita periodista rubia e intentando alejarse conduciendo hasta que un tanque los aplastó a los dos. Dos helicópteros de las noticias se chocaron y nos bañaron con su propia lluvia de acero. El piloto de un Comanche…, un valiente de puta madre…, intentó utilizar su rotor para destrozar a los monstruos que se acercaban. La hoja abrió un camino en la masa de criaturas antes de topar con un coche y salir lanzado hacia el súper. Disparos…, disparos al azar, a lo loco… Uno me dio en el esternón, en la placa central de mi traje blindado, y sentí como si me hubiese estrellado contra una pared, aunque no me estaba moviendo. Me caí de culo, no podía respirar, y, entonces, algún capullo lanzó una granada lumínica de aturdimiento justo delante de mí.

El mundo se volvió blanco, me pitaban los oídos. Me quedé paralizado…, unas manos me cogían, me agarraban por los brazos; pataleé y golpeé, sentí humedad y calor en la entrepierna. Grité, pero no podía oír mi voz; más manos, unas manos fuertes, intentaban llevarme a alguna parte. Yo seguí pataleando, retorciéndome, maldiciendo y llorando… hasta que, de repente, alguien me dio un puñetazo en la mandíbula. Aunque no me dejó sin conocimiento, me relajé, porque sabía que aquellos eran mis compañeros: los zetas no dan puñetazos. Me arrastraron hasta el Bradley más cercano y la visión se me aclaró lo suficiente para ver que la línea de luz se desvanecía al cerrarse la escotilla.

[Va a coger otro Q, pero se arrepiente.]

Sé que a los historiadores «profesionales» les gusta hablar de que Yonkers supuso un «fallo catastrófico del aparato militar moderno», que demostró el viejo refrán de que los ejércitos perfeccionan el arte de luchar en la última guerra justo a tiempo para la siguiente. Personalmente, creo que todo eso es pura mierda. Sí, no estábamos lo bastante preparados; nuestras herramientas, nuestra formación, todo lo que le he contado, era puro oro macizo de primera clase; pero las armas que realmente fallaron no fueron las que salieron de las cadenas de montaje. Es algo tan viejo como…, no sé, supongo que tan viejo como la guerra. Es el miedo, tío, sólo el miedo, y no tienes que ser el puto Sun Tzu para saber que la verdadera batalla no consiste en matar, ni siquiera en herir al otro, sino en asustarlo lo suficiente para que lo deje. Acabar con la moral del contrario, eso es lo que intenta cualquier ejército que quiera triunfar, desde las tribus que se pintan la cara y las guerras relámpago a… ¿cómo llamamos a nuestro primer asalto en la Segunda Guerra del Golfo, «Shock and Awe»?
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¡Es un nombre perfecto! ¿Y qué pasa si el enemigo no se deja impresionar? No es que no lo haga conscientemente, ¡es que es un impedimento biológico! Eso pasó aquel día a las afueras de la ciudad de Nueva York, ése es el fallo que casi nos costó toda la maldita guerra: el hecho de que no pudiéramos asustar a los zetas estuvo a punto de volverse contra nosotros y de hecho, ¡permitió que los zetas nos asustaran a nosotros! ¡No tienen miedo! Da igual lo que hagamos, da igual a cuántos matemos: ¡nunca, nunca se asustarán!

Se suponía que la batalla de Yonkers devolvería la confianza a los estadounidenses y sin embargo, prácticamente enviamos el mensaje de que se despidieran del mundo. De no ser por el plan sudafricano, estoy seguro de que ahora mismo estaríamos todos arrastrando los pies y gimiendo.

Lo último que recuerdo es que el Bradley salía volando como un coche de Hot Wheels. No sé dónde fue la explosión, pero supongo que tuvo que ser cerca. Si hubiese seguido en la calle, expuesto, no lo estaría contando.

¿Alguna vez ha visto los efectos de un arma termobárica? ¿Alguna vez le ha preguntado por ellas a alguien con estrellas en los hombros? Me apuesto los huevos a que nunca le contarán toda la historia. Oirá hablar de calor y presión, de la bola de fuego que sigue expandiéndose, estallando y, literalmente, aplastando y quemando todo lo que se encuentre a su paso. Calor y presión, eso significa termobárico. Suena bastante desagradable, ¿verdad? Lo que no le contarán son las secuelas inmediatas, el vacío creado cuando esa bola de fuego se contrae de repente. Cualquier persona que haya quedado viva notará cómo le succionan el aire de los pulmones, o (y esto sí que no lo reconocerán ante nadie), verá que se le salen los pulmones por la boca. Obviamente, nadie va a vivir lo suficiente para contar esa historia de terror, y quizá por eso el Pentágono lo ha logrado tapar tan bien. De todos modos, si alguna vez se encuentra con una foto de un eme, o incluso con un espécimen activo, y ve que tiene tanto los pulmones como la tráquea colgándole de los labios, asegúrese de darle mi número de teléfono. Siempre estoy dispuesto a conocer a otro veterano de Yonkers.

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