Guerra Mundial Z (13 page)

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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Había transformado su hogar en el sueño húmedo de un paranoico. Tenía la suficiente comida deshidratada para mantener a un ejército entero durante varios años, además de un suministro interminable de agua de una planta desalinizadora que se alimentaba del océano. Tenía turbinas eólicas, paneles solares y unos generadores de refuerzo con unos gigantescos depósitos de combustible enterrados justo debajo del patio. Había montado las medidas de seguridad suficientes para que los muertos vivientes no pudieran entrar nunca: muros altos, detectores de movimiento y armas…, oh, las armas. Sí, nuestro jefe había hecho bien los deberes, pero de lo que más orgulloso se sentía era de que cada habitación de la casa estaba conectada para hacer una retransmisión vía web simultánea que llegaba a todos los puntos del planeta veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Aquélla era la verdadera razón de tener allí a sus amigos más «queridos». No sólo quería capear el temporal cómoda y lujosamente, sino que todos supieran que lo había hecho. Era la perspectiva del
famoseo
, su forma de asegurarse de que todo el mundo lo conociera.

No sólo había una cámara web en cada habitación, sino que también tenía a toda la prensa que solía encontrarse en la alfombra roja de los Oscars. De verdad, hasta aquel momento no tenía ni idea de lo grande que era la industria del periodismo de entretenimiento. Tenía que haber docenas de ellos, de todas las revistas y programas de televisión. «¿Cómo te sientes?», se oía mucho. «¿Cómo lo llevas?» «¿Qué crees que va a suceder?» Y le juro que oí a alguien preguntar: «¿Qué llevas puesto?».

Para mí, el momento más surrealista fue cuando estaba en la cocina con parte del personal y los demás guardaespaldas, todos viendo las noticias. ¿Y quién salía en las noticias? ¡Nosotros! Las cámaras estaban, literalmente, en la habitación de al lado, enfocando a algunas de las «estrellas», sentadas en el sofá viendo otro canal de noticias. La señal era en directo desde el Upper East Side de Nueva York, donde los muertos vivientes subían por la Tercera Avenida, y la gente se enfrentaba a ellos con martillos, tuberías y las manos desnudas; el gerente de una tienda Model's Sporting Goods estaba repartiendo todos sus bates de béisbol y gritando: «¡Dadles en la cabeza!». Había un tío con patines y un palo de
hockey
en la mano, con un enorme cuchillo de carnicero atornillado a la hoja. Iba, por lo menos, a cincuenta por hora, y, a esa velocidad, podría haber cortado un par de cabezas. La cámara lo filmó todo: el brazo podrido que salió de la alcantarilla delante de él, el pobre tipo volando hacia atrás en el aire y cayendo de cara, para después ser arrastrado por la coleta, entre gritos, hacia la alcantarilla. En aquel momento la cámara de nuestro salón se movió para captar las reacciones de los famosos que veían la tele. Hubo unos cuantos jadeos, algunos sinceros y otros fingidos. Recuerdo haber pensado que sentía menos respeto por los que intentaban fingir las lágrimas que por la zorrita mimada, que llamó gilipollas al patinador. Oye, al menos la chica era sincera. Recuerdo que yo estaba junto a este tío, Sergei, un hijo de puta enorme y desgraciado, de cara triste. Lo que nos contaba sobre su infancia en Rusia me convenció de que no todos los estercoleros del Tercer Mundo tenían que ser tropicales. Entonces, cuando la cámara captaba las reacciones de la gente guapa, musitó entre dientes algo en ruso. La única palabra que pude entender fue Romanov, y estaba a punto de preguntarle qué quería decir, cuando todos oímos que saltaba la alarma.

Algo había disparado los detectores de movimiento que habíamos colocado a varios kilómetros alrededor del muro. Eran lo bastante sensibles para detectar un solo zombi, pero zumbaban como locos. Nuestras radios chillaban: «Contacto, contacto, esquina sudoeste… Mierda, ¡hay cientos!». Era una casa muy grande, así que tardé varios minutos en llegar a mi posición de tiro. No entendía por qué el vigía estaba tan nervioso, ¿qué más daba si eran un par de cientos? Nunca subirían el muro. Entonces lo oí gritar: «¡Están corriendo! ¡Me cago en la puta, son rápidos!». Zombis rápidos, aquello hizo que se me revolvieran las tripas. Si podían correr, podían trepar; y si podían trepar quizá pudieran pensar; y si podían pensar… Ahí fue cuando me asusté. Recuerdo que los amigos de nuestro jefe estaban asaltando la armería; para cuando llegué a la ventana de la habitación para invitados de la tercera planta, corrían por todas partes como los extras de una
peli
de acción de los ochenta.

Le quité el seguro al arma y descarté a los guardias de la mirilla. Era una de las Gen's más nuevas, una fusión de amplificación de luz e imagen térmica. No necesitaba la segunda parte porque las criaturas no emitían calor corporal. Así que, cuando vi las abrasadoras firmas corporales de color verde brillante de varios cientos de corredores, se me cerró la garganta: no eran muertos vivientes.

«¡Ahí es! —los oí gritar—. ¡Ésa es la casa de las noticias!» Llevaban escaleras de mano, pistolas, bebés. Un par de ellos tenían unas mochilas pesadas a la espalda, y todos se dirigían a la puerta principal, una enorme mole de acero bruto de forja que se suponía sería capaz de detener a mil criaturas. La explosión la hizo saltar de sus bisagras y la envió directa a la casa, como si fuese una estrella
ninja
gigante. «¡Fuego! —gritaba el jefe en la radio—. ¡Derribadlos! ¡Matadlos! ¡Disparad-disparad-disparad!»

Los «asaltantes», por llamarlos de alguna forma, entraron en estampida. El patio estaba lleno de vehículos aparcados, coches deportivos y Hummers, e incluso un camión gigante, propiedad de una estrellita de la liga de fútbol americano. Se convirtieron todos en unas putas bolas de fuego, saltando por los aires o ardiendo en el sitio, y el espeso humo aceitoso de los neumáticos cegaba y ahogaba a todo el mundo. Sólo se oían tiros, los nuestros y los suyos, y no sólo los del equipo de seguridad privada: los famosetes que no se estaban cagando en los pantalones habían decidido hacerse los héroes o creían tener que defender su reputación delante de sus mirones. Muchos exigían a su grupo de ayudantes que los defendieran, y algunos lo hicieron, aquellos pobres ayudantes veinteañeros que no habían disparado una pistola en su vida. No duraron mucho. Pero también hubo algunos que se volvieron contra sus jefes y se unieron a los asaltantes. Vi cómo un peluquero bastante reinona apuñalaba a una actriz en la boca con un abrecartas e, irónicamente, vi que el señor «¡Hazlo ya!» intentaba quitarle una granada al tipo del programa para talentos justo antes de que les estallase entre las manos.

Era el caos, justo lo que se te viene a la cabeza cuando piensas en el fin del mundo. Parte de la casa ardía, había sangre por todas partes, cadáveres o trozos de cadáveres esparcidos por encima de aquellas cosas tan caras. Me encontré con el perro rata de la zorra cuando los dos nos dirigíamos a la puerta de atrás; él me miró y yo lo miré. De haber sido una conversación, habría sido:

—¿Qué pasa con tu jefe?

—¿Y con la tuya?

—Que les den por culo.

Era la misma actitud que se veía en muchos de los guardias, la razón por la que no había disparado ni un tiro en toda la noche. Nos habían pagado por proteger a la gente rica de los zombis, no de otra gente no tan rica que sólo buscaba un lugar seguro donde esconderse. Podía oírlos gritar mientras entraban por la puerta delantera. No decían «¡a por la birraü», ni «¡violad a esas putas!», sino «¡apagad el fuego!» y «¡llevad a las mujeres y a los niños arriba!».

Me encontré con el señor Humorista Político de camino a la playa. Él y su chica, una rubia vieja de piel curtida que se suponía era su enemiga política, estaban dándole al tema como si no hubiese un mañana, y oye, quizá para ellos no lo había. Llegué a la arena, encontré una tabla de surf, probablemente más cara que la casa en la que crecí, y empecé a remar hacia las luces del horizonte. Había un montón de barcos en el agua aquella noche, mucha gente saliendo de allí a toda leche. Mi esperanza era encontrar a uno que me llevase hasta el puerto de Nueva York. Con suerte, podría sobornarlos con un par de pendientes de diamantes.

[Termina su chupito de ron y pide otro.]

A veces me pregunto: ¿por qué no se callaron la puta boca? Ya sabe, no sólo mi jefe, sino todos aquellos parásitos mimados. Tenían los medios para mantenerse a salvo, así que, ¿por qué no lo hicieron? ¿Por qué no se fueron a la Antártida o a Groenlandia, o se quedaron donde estaban, pero bien lejos del ojo público? Pero, bueno, quizá no pudieran; como un interruptor de apagado que no se puede accionar. Para empezar, quizá eso los había convertido en lo que eran. Aunque ¿qué coño sé yo?

[El camarero llega con otra copa, y T. Sean le tira un rand de plata.]

«Si lo tienes, presume de ello.»

Ciudad de Hielo (Groenlandia)

[Desde la superficie sólo se ven las chimeneas, los enormes colectores de aire cuidadosamente esculpidos que siguen llevando aire fresco, aunque frío, al laberinto de trescientos kilómetros que se encuentra debajo. Pocas de las doscientas cincuenta mil personas que una vez habitaron esta maravilla de la ingeniería artesanal se han quedado. Algunos siguen aquí para alentar el pequeño pero creciente turismo. Otros están como vigilantes y viven de la pensión que les concede el renovado Programa del Patrimonio Mundial de la UNESCO. Y otros tantos, como Ahmed Farahnakian, antes comandante Farahnakian de la Fuerza Aérea de la Guardia Revolucionaria Iraní, no tienen otro sitio adonde ir.]

La India y Paquistán. Como Corea del Norte y Corea del Sur, o la OTAN y el antiguo Pacto de Varsovia. Si dos bandos iban a enfrentarse con armas nucleares, tenían que ser la India y Paquistán. Todos lo sabían, todos lo esperaban, y eso es justo lo que no ocurrió, porque el peligro era tan omnipresente que hacía años que existía la maquinaria necesaria para evitarlo. Había una línea directa entre las dos capitales, los embajadores se llamaban por el nombre de pila, y los generales, los políticos y todos los demás involucrados en el proceso estaban formados para asegurarse de que nunca llegara el día que todos temían. Nadie podía haberse imaginado (yo, sin duda, no lo hacía) que los sucesos se iban a desarrollar como lo hicieron.

La infección no nos había alcanzado con tanta fuerza como a otros países. Nuestra tierra era muy montañosa, el transporte resultaba difícil y teníamos una población relativamente reducida; dado el tamaño del país y que muchas de las ciudades podían aislarse fácilmente con un ejército que resultaba grande en comparación, no es difícil entender lo optimistas que eran nuestros dirigentes.

El problema eran los refugiados, millones de ellos por el este, ¡millones! Una oleada a través de Baluchistán que nos destrozaba los planes. Había ya muchas áreas infectadas y unos grandes enjambres se arrastraban hacia las ciudades. Los guardias fronterizos estaban desbordados, puestos avanzados enteros cayeron bajo las hordas de criaturas. No había forma de cerrar la frontera y, a la vez, encargarnos de nuestros brotes.

Exigimos a los paquistaníes que controlaran a su gente, y ellos nos aseguraron que hacían todo lo que podían, pero sabíamos que nos estaban mintiendo.

La mayoría de los refugiados venían de la India y pasaban a través de Paquistán con la esperanza de encontrar un lugar seguro. Los de Islamabad estaban encantados de dejarlos ir, porque era mejor entregarle el problema a otra nación que resolverlo ellos mismos. Quizá si hubiéramos combinado nuestras fuerzas, coordinado una operación conjunta en una ubicación adecuada para la defensa… Sé que se estaban analizando los planes; las montañas al sur de Paquistán: el Pab, el Kirthar, la cordillera central del Brahui. Podíamos haber detenido a cualquier refugiado o muerto viviente, pero denegaron nuestro plan. Algún agregado militar paranoico de su embajada nos dijo directamente que si las tropas extranjeras entraban en su terreno, lo verían como una declaración de guerra. No sé si su presidente llegó a ver nuestra propuesta, porque nuestros líderes nunca hablaban con él directamente. ¿Recuerda lo que le decía de la India y Paquistán? Pues nosotros no teníamos esa relación, la maquinaria diplomática no estaba establecida. Por lo que sabíamos, ¡aquel coronel de mierda podía informar a su gobierno de que intentábamos anexarnos sus provincias occidentales!

¿Qué podíamos hacer? Cientos de miles de personas cruzaban nuestra frontera todos los días y, de ellas, quizá decenas de miles estuviesen infectadas. Teníamos que tomar una acción tajante. ¡Teníamos que protegernos!

Existe una carretera que pasa entre los dos países. Es pequeña para los criterios estadounidenses, ni siquiera estaba pavimentada en la mayor parte de su trazado, pero se trataba de la principal arteria meridional de Baluchistán. Cortarla en un solo sitio, el puente del río Ketch, habría dejado fuera el sesenta por ciento del tráfico de refugiados. Yo volé personalmente en aquella misión; por la noche, con una escolta importante. No hacían falta amplificadores de imagen porque los faros se veían a kilómetros de distancia, una larga línea blanca en la oscuridad. Incluso podía distinguir los disparos de armas de pequeño calibre. La zona estaba completamente plagada. Apunté a los cimientos centrales del puente, que era la parte más difícil de reparar, y las bombas salieron limpiamente. Se trataba de artillería convencional de alta potencia explosiva, lo suficiente para hacer el trabajo. Utilizamos aviones estadounidenses, de cuando éramos sus aliados de conveniencia, para destruir un puente construido con ayuda estadounidense nacida del mismo objetivo. El alto mando era consciente de la ironía. Personalmente, no me importaba en absoluto. En cuanto noté que mi Phantom iba más ligero, aceleré, esperé al informe del avión de observación y recé con todas mis fuerzas para que los paquistaníes no tomasen represalias.

Por supuesto, mis plegarias no obtuvieron respuesta: tres horas más tarde, su guarnición en Qila Safed voló nuestra estación fronteriza. Ahora sé que nuestro presidente y el ayatolá estaban dispuestos a dejarlo pasar: nosotros teníamos lo que queríamos, ellos se habían vengado, diente por diente y se acabó. Pero ¿quién se lo iba a decir al otro bando? Su embajada en Teherán había destruido sus códigos y radios. Aquel coronel hijo de puta había preferido pegarse un tiro antes que traicionar sus «secretos de estado». No teníamos líneas directa ni canales diplomáticos. No sabíamos cómo ponernos en contacto con los líderes paquistaníes; ni siquiera sabíamos si quedaba alguno. Todo era caótico; la confusión se convirtió en rabia, la rabia nos volvió contra nuestros vecinos. El conflicto se intensificaba por momentos: enfrentamientos fronterizos, ataques aéreos… Pasó tan deprisa que, sólo tres días después del inicio de la guerra convencional, a ningún bando le quedaba un objetivo claro, sólo la rabia alimentada por el pánico.

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