Guerra Mundial Z (34 page)

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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Aquellos hombres y mujeres, desde Anguilla a Trinidad, pueden ocupar con orgullo su lugar entre los héroes más importantes de la guerra. Primero erradicaron múltiples brotes en su archipiélago, y después, sin apenas pararse a descansar, repelieron no sólo a los zombis del agua, sino también al inagotable flujo de invasores humanos. Derramaron su sangre para que nosotros no tuviésemos que hacerlo. Los que pretendían convertirse en nuestros latifundistas se vieron obligados a reconsiderar sus planes de conquista, ya que, si unos cuantos civiles con pequeñas armas y machetes podían defender sus hogares de forma tan tenaz, ¿qué se encontrarían en las orillas de un país con todo tipo de armamento, desde tanques a misiles antibuque guiados por radar?

Naturalmente, los habitantes de las Antillas Menores no luchaban por los intereses de los cubanos, pero su sacrificio nos permitió el lujo de establecer nuestros términos. Todo el que buscaba asilo era recibido con un dicho muy común entre los padres norteamericanos: «Mientras vivas bajo mi techo, obedecerás mis normas».

Los refugiados no eran sólo yanquis; también tuvimos nuestro cupo de latinoamericanos del interior, africanos y europeos occidentales, sobre todo españoles… Muchos españoles y canadienses habían visitado ya Cuba por vacaciones o negocios. Yo llegué a conocer a algunos antes de la guerra, gente agradable, educada, muy distintos de los alemanes orientales de mi juventud, que tiraban puñados de caramelos al aire y se reían cuando los niños nos arrastrábamos como ratas para cogerlos.

Sin embargo, la mayoría de nuestros espaldas mojadas eran de los Estados Unidos. Cada día llegaban más, ya fuera en barcos grandes, en embarcaciones privadas o incluso en balsas caseras que hacían que esbozásemos sonrisas irónicas. Muchos de ellos, un total de cinco millones, casi la mitad de nuestra población indígena, junto con las demás nacionalidades, entraron dentro de la jurisdicción del «Programa de reasentamiento de cuarentena» del gobierno.

No diré que los centros de reasentamiento fuesen campos de prisioneros, porque no podían compararse con lo que sufrían nuestros disidentes políticos, los escritores y profesores… Tenía un «amigo» al que acusaron de homosexual; sus historias de la prisión eran mucho peores que el centro de reasentamiento más duro.

Sin embargo, tampoco era una vida fácil. Aquella gente, independientemente de su profesión o posición social anterior, empezó trabajando en el campo de doce a catorce horas diarias, cultivando verduras en lo que antes fueran nuestras plantaciones estatales de azúcar. Al menos, el clima estaba de su parte; las temperaturas bajaban y los cielos se oscurecían: la madre naturaleza les era propicia…, aunque no ocurría lo mismo con los guardias. «Alegraos de estar vivos —gritaban después de cada bofetada o patada—. ¡Si seguís protestando, os tiramos a los zombis!»

En todos los campamentos existía el rumor de los temidos «pozos de zombis», un agujero en el que tiraban a los alborotadores. La DGI [la Dirección General de Inteligencia] había llegado a introducir prisioneros falsos entre la población para propagar historias en las que eran testigos de cómo metían a la gente, con la cabeza por delante, en el hirviente lago de monstruos. Era para mantenerlos a todos controlados, ¿entiende? No había nada cierto…, aunque…, se oían cosas sobre los «blancos de Miami». La mayor parte de los cubanos estadounidenses eran recibidos con los brazos abiertos. Yo mismo tenía algunos parientes en Daytona que escaparon vivos a duras penas. Las lágrimas de todos los reencuentros de aquellos frenéticos primeros días podrían haber llenado el Mar del Caribe. Sin embargo, la primera oleada de inmigrantes posrevolucionarios, la élite rica que había florecido en el antiguo régimen y se había pasado el resto de su vida intentando destruir lo que tanto trabajo nos había costado construir…, en cuanto a esos aristos… No digo que haya pruebas de que cogiesen sus gordos culos reaccionarios empapados en Bacardi y los tirasen a los monstruos…, pero, si lo hicieron, por mí pueden dedicarse a chuparle las pelotas a Batista en el infierno.

[Esboza una ligera sonrisa de satisfacción.]

Por supuesto, no podríamos haber intentado semejante castigo con los estadounidenses. Los rumores y las amenazas no tienen nada que ver con la acción física; si presionas demasiado a un pueblo, te arriesgas a una revuelta. ¿Cinco millones de yanquis alzándose en una revolución? Impensable. Ya necesitábamos demasiadas tropas para mantener los campos, y ése fue el éxito inicial de la invasión yanqui de Cuba.

Sencillamente, no teníamos suficiente personal para vigilar a cinco millones de detenidos y casi cuatro mil kilómetros de costa; no podíamos luchar en una guerra con dos frentes, así que se tomó la decisión de disolver los centros y permitir que el diez por ciento de los detenidos yanquis trabajase fuera en un programa de libertad provisional especializado. Aquellos detenidos harían los trabajos que los cubanos ya no querían (cuidadores de día, lavaplatos y basureros) y, aunque sus sueldos eran casi insignificantes, sus horas de trabajo iban a un sistema de puntos que les permitía comprar la libertad de otros detenidos.

Era una idea ingeniosa que se le ocurrió a un cubano de Florida, y los campos se vaciaron en seis meses. Al principio, el gobierno intentó realizar un seguimiento de todos ellos, pero pronto se vio que era imposible. Al cabo de un año, los nortecubanos se habían integrado por completo, introduciéndose en todos los aspectos de nuestra sociedad.

Oficialmente, los campos se habían creado para evitar que se propagase la «infección», aunque no se trataba de la infección que transmitían los muertos.

Al principio era algo invisible, porque estábamos todavía sitiados. Se escondía tras las puertas cerradas y se hablaba en susurros. Con el paso de los años, lo que ocurrió no fue tanto una revolución como una evolución, una reforma económica por aquí, un periódico legalizado y privado por allá. La gente empezó a pensar con más audacia, a hablar con más audacia, y, poco a poco, en silencio, la semillas echaron raíces. Estoy seguro de que Fidel habría estado encantado de aplastar con su puño de hierro nuestras incipientes libertades, y quizá lo habría hecho si los acontecimientos mundiales no hubiesen jugado a nuestro favor. Todo cambió para siempre cuando los gobiernos del planeta decidieron pasar al ataque.

De repente, nos convertimos en el «Arsenal de la Victoria». Éramos la despensa, la fábrica, el campo de entrenamiento y el trampolín. Nos convertimos en el centro aéreo de América del Norte y del Sur, el gran dique seco de diez mil barcos.
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Teníamos dinero, montones de dinero, un dinero que creó una clase media de la noche a la mañana, y una próspera economía capitalista a la que le hacían falta la especialización y la experiencia práctica de los nortecubanos.

Compartimos un vínculo, y dudo que pueda romperse; los ayudamos a reclamar su país, y ellos nos ayudaron a reclamar el nuestro. Nos enseñaron el significado de la democracia…, de la libertad, no sólo en términos abstractos y vagos, sino a un nivel humano individual y muy real. La libertad no es algo que tengas por tener: primero debes desear algo y después querer la libertad para luchar por ello. Esa lección la aprendimos de los nortecubanos. Todos tenían grandes sueños y habrían dado la vida por conseguir la libertad necesaria para hacerlos realidad. Si no, ¿por qué iba a tenerles tanto miedo El Jefe?

No me sorprende que Fidel supiera que los aires de libertad se acercaban para barrerlo del poder; lo que me sorprende es lo bien que mantuvo el equilibrio.

[Se ríe y hace un gesto hacia la foto que tiene en la pared, en la que aparece un Castro anciano hablando en el Parque Central.]

¿Se imagina los cojones que tenía el muy hijo de puta? No sólo abrazó la nueva democracia del país, si no que consiguió adjudicarse el mérito. Era un genio; presidir personalmente las primeras elecciones libres de Cuba, en las que su último acto oficial fue votar a favor de apartarse a sí mismo del poder… Por eso su legado es una estatua y no una mancha de sangre en un muro. Obviamente, nuestra nueva superpotencia latina no es nada idílica: tenemos cientos de partidos políticos y más grupos de interés especial que arena en las playas; tenemos huelgas, revueltas y protestas casi todos los días. Ahora podrá entender por qué el Che se largó justo después de la revolución: es mucho más fácil reventar trenes que conseguir que lleguen a tiempo. ¿Qué era lo que decía el señor Churchill?: «La democracia es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las demás». [Se ríe.]

Monumento a los Patriotas (La Ciudad Prohibida, China)

[Sospecho que el almirante Xu Zhicai ha escogido este sitio en concreto con la vaga esperanza de que hubiese un fotógrafo. Aunque, desde la guerra, a nadie se le ha ocurrido cuestionar ni su patriotismo ni el de su tripulación, no quiere correr riesgos ante los ojos de los «lectores extranjeros». Al principio se muestra a la defensiva, y sólo consiente la entrevista con la condición de que escuche de manera objetiva su versión de la historia, una exigencia a la que se aferra incluso después de explicarle que no existe ninguna otra versión.]

[Nota: Por razones de claridad, se han sustituido las designaciones navales chinas auténticas por unas más generales.]

No éramos traidores. Lo digo antes de seguir hablando. Amábamos a nuestro país, amábamos a nuestra gente y, aunque puede que no amáramos a los que nos gobernaban, éramos completamente leales a nuestros líderes.

De no haber sido la situación tan desesperada, nunca se nos habría ocurrido hacer lo que hicimos. Cuando el capitán Chen comentó por primera vez su propuesta, ya estábamos al borde del abismo; había muertos en todas las ciudades y aldeas. En los nueve millones y medio de kilómetros cuadrados del país, no quedaba ni un centímetro de paz.

Los cabrones arrogantes del ejército insistían en que tenían el problema bajo control, que todos los días eran el momento decisivo y que, cuando llegase la nieve, tendrían pacificado todo el país. Típica mentalidad del ejército: exceso de agresividad y exceso de confianza. Sólo necesitaban un grupo de hombres o de mujeres, ropa a juego, unas cuantas horas de entrenamiento, algo que pareciese un arma, y ya tenían un ejército; no el mejor del mundo, pero un ejército.

Eso no puede pasar en ninguna armada. Hace falta una cantidad considerable de energía y materiales para crear un barco, cualquier tipo de barco. El ejército puede sustituir su carne de cañón en pocas horas, mientras, para nosotros, podía ser cuestión de años. Eso hace que, normalmente, seamos más pragmáticos que nuestros compatriotas de verde. Examinamos las situaciones con un poco más de…, no quiero llamarlo precaución, aunque quizá sí con unas estrategias más conservadoras. Retirarse, reunirse y racionar los recursos. Es la misma filosofía del Plan Redeker, salvo que, por supuesto, el ejército no quiso escucharnos.

¿
Rechazaron el Plan Redeker
?

Sin tan siquiera tenerlo en cuenta o debatirlo. ¿Cómo iba a perder el ejército? Con sus vastas reservas de armamento convencional, con su pozo sin fondo de recursos humanos… Un pozo sin fondo, qué ocurrencia. ¿Sabe por qué tuvimos aquella explosión demográfica en los cincuenta? Porque Mao creía que era la única forma de ganar una guerra nuclear. Es la verdad, nada de propaganda: todos sabían que, cuando por fin se asentase el polvo atómico, sólo unos cuantos miles de estadounidenses o soviéticos sobrevivirían, de modo que nuestras decenas de millones de chinos los aplastarían. Números, ésa era la filosofía de la generación de mis abuelos, y ésa era la estrategia que el ejército adoptó a toda prisa en cuanto nuestras tropas experimentadas y profesionales fueron devoradas en las primeras etapas de la epidemia. Aquellos generales, viejos criminales enfermos y retorcidos, se sentaban a salvo en sus refugios y enviaban una oleada tras otra de reclutas adolescentes a la batalla. ¿Es que ni siquiera se les ocurrió pensar que cada soldado muerto era un zombi vivo? ¿No se daban cuenta de que, en vez de ahogarlos en un pozo sin fondo, éramos nosotros los que nos ahogábamos? ¿Que, por primera vez en la historia, la nación más poblada de la Tierra estaba en peligro de verse superada en número de manera catastrófica?

Eso fue lo que empujó al capitán Chen. Sabía qué pasaría si la guerra seguía su curso y cuáles eran nuestras posibilidades de sobrevivir. De haber creído que había esperanza, habría cogido un fusil para lanzarse sobre los muertos vivientes. Estaba convencido de que pronto no quedarían chinos vivos y que, quizá, al final, no quedaría gente viva en ninguna parte. Por eso informó sobre sus intenciones a sus oficiales de alto rango y afirmó que podíamos ser la única posibilidad de conservar parte de nuestra civilización.

¿
Aceptó su propuesta
?

Al principio no me lo creía; ¿escapar en el barco, en nuestro submarino nuclear? No era sólo deserción, escabullirse en plena noche para salvar nuestros miserables pellejos, sino robar uno de los bienes más valiosos de nuestra patria. El Almirante Zheng He era uno de los tres submarinos con misiles balísticos y el más nuevo de los que los occidentales llamaban el Tipo 94. Era el hijo de cuatro padres: la ayuda rusa, la tecnología del mercado negro, los frutos del espionaje antiamericano y, por supuesto, la culminación de casi cinco mil años de historia China. Era la máquina más cara, avanzada y poderosa que había construido nuestra nación. Robarla sin más, como si fuese un bote salvavidas del hundimiento de China, era algo inconcebible. Sólo la fuerte personalidad del capitán Chen, su patriotismo profundo y fanático, logró convencernos de que era la única alternativa.

¿
Cuánto tardaron en prepararlo
?

Tres meses de infierno. Qingdao, nuestro puerto, estaba en un continuo estado de asedio. Cada vez llamaban a más unidades del ejército para mantener el orden, y las unidades cada vez estaban peor entrenadas, peor equipadas y eran más jóvenes o más mayores. Algunos de los capitanes de los barcos de superficie tuvieron que donar la tripulación «prescindible» para reforzar las defensas de la base. Atacaban nuestro perímetro casi todos los días y, mientras pasaba todo eso, teníamos que prepararnos y reunir provisiones para salir al mar. Se suponía que era una patrulla rutinaria, así que teníamos que meter a escondidas tanto suministros de emergencia como familiares.

¿
Familiares
?

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